Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
LA NACIÓN – En nuestro país se vienen generando problemas graves debido a que, salvo honrosas excepciones, no se debaten en profundidad las metas que pueden convertirnos en un país civilizado.
El show reiterativo generalmente presenta la siguiente secuencia: se invita a un supuesto experto a la radio, la televisión, un periódico, revista o plataforma, para que elabore sobre lo que se estima es su sapiencia. Antes de las repreguntas balbucea sobre los objetivos pero inmediatamente viene la carga sobre los caminos para esos posibles logros y allí comienza el galimatías. Si la opinión pública no ha entendido el qué, mal puede aceptar y comprender el cómo. Es por eso es que, en la práctica, los enredos en los cómo eclipsan el qué. Años de adoctrinamiento y pésima educación en los valores de la libertad dificultan la comprensión de temas elementales que en nuestro país se adoptaron con firmeza y extraordinario éxito desde la Constitución liberal de 1853/60 hasta que irrumpió Yrigoyen (“el pérfido traidor de mi sobrino”, al decir del gran liberal Leandro Alem) y luego el nefasto golpe fascista del 30, para acentuar grandemente la decadencia con la revolución militar del 43, de un estatismo siempre empobrecedor que nos tiene aún sumidos en la miseria moral y material.
Esta especie de circo repetido con una monotonía alarmante movería a la carcajada si no fuera una estampa dramática, un escenario digno de Woody Allen. Son muy pocos los que zafan de una situación muchas veces bienintencionada, pero lo relevante son los resultados no las intenciones, son muy pocos, decimos, los que se mantienen en una sólida argumentación sobre las metas indispensables para derribar telarañas mentales, y a esos se les hacen cuestiones personales que nada tienen que ver con las propuestas. Todo aparece fabricado para que no se haga nada serio.
En tierras argentinas a esta altura hay un déficit crónico de metas y una sobredosis de lo que, en el calor del debate, se convierte en un enjambre descomunal. Y esto no es para nada una rareza: si no se tiene en claro hacia dónde se debe ir, mal pueden entenderse los pasos para metas incomprendidas. Nos hemos dejado estar durante demasiado tiempo. Alexis de Tocqueville ya nos advertía del peligro de dar por sentado el progreso sin ocuparse del sustento para lograrlo, lo cual, mantenía, es común en países de gran prosperidad; insistía con razón en que ese es el momento fatal, los instantes en los que comienzan a revertirse los logros. Es por eso que los Padres Fundadores en EE.UU. machacaban con que “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”.
En esta nota daremos ocho ejemplos muy telegráficos de metas que estimamos necesario clarificar antes de discutir pasos para lograrlas, los cuales son habitualmente diversos y todos plausibles si se tiene claro el objetivo. En este contexto, los procedimientos resultan secundarios respecto del señalamiento de la meta. No es que no tengan importancia, reiteramos que se subordinan al fin. Como ha consignado Séneca: “Ningún viento será bueno para quien no sabe a qué puerto se encamina”.
Primero, por una parte no se necesita ser un actuario ni experto en matemática financiera para detectar que el sistema jubilatorio de reparto está quebrado desde el momento uno y, por otra, se trata de una falta de respeto el imponer qué hacer con el fruto del trabajo ajeno. Cada persona debiera poder decidir con lo suyo lo que estime mejor, sea invirtiendo en regímenes de capitalización o en los activos que considere pertinente. Cuando se subestima a otros sosteniendo que para que no perezcan debe obligarse a ciertos aportes, no se sigue el razonamiento hasta sus últimas consecuencias, puesto que cuando el jubilado recibe el monto en un sistema obligatorio, habrá que destinarle un policía para verificar que no se emborrache en el bar de la esquina con lo percibido. Son también cómicas las propuestas que hoy andan girando para estirar la edad jubilatoria en vista del desastre producido por el sistema estatista: dentro de poco esa edad será de 120 años con la intención de disimular la estafa.
Segundo, es imperioso comprender que los salarios e ingresos en términos reales derivan exclusivamente de las tasas de capitalización, es decir, de inversiones en maquinarias, herramientas, tecnologías, equipos y conocimientos relevantes que hacen de apoyo logístico al trabajo para aumentar su rendimiento. Las denominadas “conquistas sociales”, a saber, el establecimiento de absurdos voluntarismos como ingresos superiores al mercado, conducen al desempleo. Ese es el caso del salario mínimo y otras manifestaciones pueriles que perjudican al trabajador; y si se disimula el zafarrancho con emisión monetaria los salarios aumentan nominalmente, pero en términos reales inexorablemente se deterioran.
Tercero, sería bueno dejar de lado la parla de bancas centrales independientes, lo cual es irrelevante, puesto que el problema es precisamente la autoridad monetaria que solo puede decidir entre tres políticas: emitir, contraer o dejar inalterada la base monetaria. Cualquiera de estas posibilidades desfigura los precios relativos, que son los únicos indicadores para la asignación de los siempre escasos recursos, situación que se traduce en despilfarro de capital.
Cuarto, la eliminación de la concepción autoritaria de una agencia oficial de noticias y de todos los medios de comunicación estatales al efecto de resguardar la libertad de prensa, lo cual también eliminaría la posibilidad de pautas otorgadas por los mandones de turno que en muchos casos hacen aparecer a medios como privados cuando en verdad son estatales debido a los altos porcentajes de financiación gubernamental.
Quinto, junto con el recorte de funciones incompatibles con la protección de derechos, la venta de todas las mal llamadas “empresas estatales”, porque una empresa se caracteriza por asumir riesgos con recursos propios y no coactivamente con los ingresos de otros. Ese tipo de organismos necesariamente opera en una dirección distinta de la que hubiera decidido la gente, puesto que si hace lo mismo no tiene sentido la compulsión.
Sexto, la eliminación de aranceles y tarifas aduaneras que siempre significan mayor erogación por unidad de producto, lo cual, a su vez, implica menos bienes, que es otro modo de decir que se reduce el nivel de vida. Si hay empresarios que no disponen de los suficientes medios económicos para competir, deberán vender su idea a posibles socios locales o internacionales, pero si nadie compra el proyecto es debido a que no es sustentable, lo cual no justifica que se endosen los costos sobre los hombros de los contribuyentes.
Séptimo, modificar sistemas educativos que imponen estructuras curriculares desde el vértice del poder, con lo que no solo se politiza un campo tan delicado, sino que se elimina la posibilidad de la indispensable competencia en un proceso evolutivo de prueba y error y de auditorías cruzadas para el logro del mayor nivel de excelencia académica.
Y octavo, instrumentar un genuino federalismo donde las provincias coparticipen al gobierno central solo para relaciones exteriores, la Justicia Federal y defensa nacional, puesto que son ellas las que constituyen la nación en un medio también competitivo entre las diversas jurisdicciones para atraer inversiones y retener poblaciones que no se muden de plaza.