EDITORIAL DE LA NACION El conflicto con Chubut es consecuencia de un régimen de coparticipación que debe ser sustituido por otro que devuelva potestades tributarias a las provincias.
a crisis desatada entre el gobernador de Chubut, Ignacio Torres (Pro), y el Poder Ejecutivo nacional no puede considerarse como un conflicto casual o inesperado. Sucedió y escaló porque el mandatario patagónico eligió un procedimiento inaceptable para forzar una solución a su favor, pero podría haber ocurrido con cualquier otra provincia de las muchas que arrastran desencuentros financieros con el gobierno nacional. De hecho, prácticamente todos los gobernadores se manifestaron en apoyo de Torres, incluyendo aquellos cercanos al presidente Javier Milei, que habían instruido a los diputados de sus distritos para aprobar la ley ómnibus y se mostraron alineados con la esencia de las transformaciones puestas en marcha.
El propio Torres, a sus jóvenes 35 años, se expone como una renovación de la política y alcanzó la gobernación chubutense con un discurso afín a las propuestas de cambio. Encontró una administración desquiciada y fuertemente endeudada por el anterior gobierno, al que consiguió desplazar. Seguramente pensó que encontraría actitudes favorables de quienes, en el plano nacional, mostraban tanta cercanía ideológica y política. No percibió la gravedad del problema ni la posición estricta y necesaria del presidente Milei de no apartarse un milímetro de la consigna “no hay plata”.
Cualquiera que fuera el ahogo financiero de Chubut por culpa del gobierno anterior y por grande que fuese la simpatía oficial por su figura, ningún trato especial al estilo de la política tradicional podía esperarse. Una excepción abriría la puerta a otras, derrumbando el puente hacia el déficit cero.
Chubut había asumido una deuda con el Fondo Fiduciario para el Desarrollo Provincial y la había garantizado contractualmente con la coparticipación. El gobierno nacional no hizo más que aplicar el contrato. Por otro lado, las gestiones provinciales ante el Banco Central para sustituir la deuda también encontraron una estricta y comprensible negativa. La desazón del joven gobernador se tradujo en enojo y en la elección del peor de los caminos: una suerte de chantaje poniendo un plazo, vencido el cual amenaza con impedir la salida del petróleo producido en su provincia. Además de ilegal, tal acción perjudicaría a todo el país y jugaría como un búmeran para el propio gobernador.
Actualmente, el 66% del gasto provincial se cubre con fondos recaudados por la Nación y en la mitad de las provincias supera el 75%
Siendo tan clara su equivocación, llama la atención la adhesión del resto de los gobernadores. Debe buscarse la razón en una cuestión institucional, más que política. Los motivos no son otros que la situación de interdependencia entre la Nación y las provincias, La relación de dependencia fiscal vigente genera incentivos para orientar decisiones en direcciones inapropiadas y divergentes. Nos referimos al régimen de coparticipación federal de impuestos. Bajo este sistema, el gobierno nacional hoy se hace responsable de recaudar la mayor parte de los impuestos pagados en el país, para luego distribuir aproximadamente la mitad de lo recaudado a los gobiernos provinciales. Este régimen nació en el año 1934 como consecuencia de la creación del impuesto a los réditos. Luego de sancionado, las provincias lo impugnaron alegando que por ser un tributo directo les correspondía a ellas recaudarlo. La Corte Suprema de Justicia debió dictaminar sobre la constitucionalidad del carácter nacional del impuesto y lo confirmó, pero bajo dos condiciones: su transitoriedad y que una parte de lo recaudado retornara a las provincias. La transitoriedad, como en tantos otros casos, quedó en el olvido.
Inicialmente, el retorno a las provincias se fijó en un 17%, con un carácter devolutivo, es decir que se proporcionaba a lo originado en cada territorio provincial, estimado según índices económicos. Hasta entonces regía lo dispuesto en la Constitución nacional de 1853, que establecía que el gobierno nacional se solventaría con los impuestos al comercio exterior, la renta del correo y los empréstitos. Hasta entonces las provincias recaudaban los impuestos directos y no existía la coparticipación. Había, por lo tanto, correspondencia fiscal. Cada gobernador gastaba exclusivamente lo que recaudaba. Eran catorce provincias y cuando un territorio nacional pasaba a esa categoría, debía atenerse a dicha regla. Los incentivos para gastar menos y más cuidadosamente operaban en el sentido correcto. No había posibilidad de un conflicto entre los gobernadores y el gobierno nacional como el que hoy se ha desatado.
Con el correr de los años aumentó el porcentaje asignado a las provincias y se fueron incorporando otros impuestos a la masa coparticipable. El criterio devolutivo evolucionó hacia uno redistributivo. Actualmente, el 66% del gasto provincial se cubre con fondos recaudados por la Nación y en la mitad de las provincias supera el 75%. Se paga con billetera ajena, lo que es sin duda la fórmula perfecta para gastar más y peor. Las cifras históricas son sobradamente reflejo del aumento sistemático e injustificado del gasto provincial.
La actual crisis de los gobernadores debiera ser el detonante para un cambio de régimen tributario, por cuanto el saneamiento de las cuentas públicas también presupone modificaciones en el régimen de coparticipación. Más aún, tendría que suprimirse de una buena vez la coparticipación federal de impuestos, devolviendo potestades tributarias a las provincias. El carácter redistributivo del actual régimen debería sostenerse transitoriamente, pero a través de un fondo administrado por las propias provincias y empalmado inicialmente con los actuales porcentajes de distribución. No se puede seguir declamando un falso federalismo cuando este se apoya en reglas que enfrentan a la Nación con sus partes constitutivas.