Emilio Apud es ingeniero industrial, director de YPF y ex Secretario de Energía y Minería de la Nación. Integra el Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso.
CLARÍN Preocupan los aumentos decididos en las tarifas de servicios públicos esenciales como la electricidad, el gas, el agua y el transporte, y con razón. Los nuevos valores están llegando justo con la desordenada, y en casos descontrolada, liberación de precios de bienes y servicios. Pero, no había alternativa para poder equilibrar la micro cuyos precios relativos quedaron completamente distorsionados luego de años de intervención kirchnerista.
Es difícil que la gente comprenda y acepte de inmediato los ajustes de los servicios públicos, dado el cambio cultural que introdujo el populismo energético durante los últimos 20 años. Ese cambio cultural consistió en hacerle creer a la población, en particular del AMBA, que los servicios públicos eran un derecho al que se podía acceder pagando por ellos valores mucho mas bajos que sus costos.
Fue una ficción inculcada por los gobiernos kirchneristas y aceptada con agrado por la mayoría de los usuarios de los servicios que redituó políticamente, pero generando costos económicos y sociales en el mediano plazo que son los que ahora tenemos que asumir.
La actual administración ha decidido que la racionalidad vuelva a los servicios asumiendo los costos políticos emergentes cuya magnitud estará estrechamente vinculada al grado de comprensión que se alcance en los usuarios, respecto de la falacia en que los metió el populismo.
Si ahora nos concentramos en los servicios de electricidad y gas, al recibir las facturas con los aumentos sería recomendable que nos tomáramos el tiempo para ver cómo están conformadas y cuantos consumimos, KWh y M3.
Está el “precio del producto”, que es el valor del gas que producen las petroleras más el importado, y el de la electricidad que generan las usinas. Esos “productos”, con un “precio” determinado, ingresan en los gasoductos o líneas de alta tensión para ser transportados a los centros de distribución que los llevan a nuestros medidores.
El precio, según la ley, es libre y debería depender de los costos y del mercado, local e internacional. Digo debería porque aún conservan imperfecciones, rémora del pasado intervencionista, que habría que corregir ya que encarecen el producto y desalientan la inversión y la competencia.
Este precio del “producto” representa en promedio, alrededor del 40% del valor de la boleta antes de impuestos y es donde se aplicaban los subsidios que ahora se eliminarán. Después viene el transporte y distribución que significa entre un 30 y 35% en el valor que pagamos.
Este segmento de la tarifa está regulado por el Estado y la remuneración a las empresas concesionarias responsables de los respectivos servicios se establece mediante acuerdos con los Entes Reguladores de gas, ENARGAS, y de electricidad ENRE.
Durante los cuatro gobiernos K estos entes fueron intervenidos, para ser utilizados discrecionalmente en la fijación de políticas arbitrarias como el congelamiento de precios.
Los subsidios a la producción energética y el congelamiento tarifario aplicados durante 20 años hicieron que los usuarios llegáramos a pagar en promedio menos del 20% del costo económico del gas y la electricidad, mientras el Estado aportaba solo una parte de la diferencia y la gente padecia el deterioro de los servicios por falta de inversión. Entonces, cayó la oferta, creció la demanda incentivada por precios irrisorios y se generaron las condiciones para la escasez y el deterioro de la calidad de los servicios.
Antes de 2003 no había susidios ni distorsiones en los precios regulados. Se pagaba por el gas y la luz, lo que costaba, no había cortes ni restricciones y las tarifas eran las más bajas de la región. Pero luego, con el advenimiento del populismo energético, el dinero que la gente asignaba al pago de la luz y el gas lo derivó hacia otros destinos – por ejemplo bienes, servicios y ahorro – a los que ahora le va a costar renunciar.
Pero, más allá de lo que podamos opinar, los aumentos tarifarios son una realidad, ya están llegando las boletas con fuertes aumentos y habrá que pagarlas. La clase media deberá realizar un gran esfuerzo, no solo económico sino también para cambiar alguno de sus hábitos. Queda por definir aún el nivel de subsidios a asignar al segmento más pobre de la población que no está en condiciones de pagar un consumo básico de gas y electricidad.
Es necesario agregar aquí que el esfuerzo no será en vano porque, reducirá significativamente la inflación al eliminarse los subsidios, se recuperará la calidad y confiabilidad de los servicios porque ahora las concesionarias reguladas deberán invertir y los entes podrán exigirles que inviertan lo comprometido al fijar la tarifa y volverán las condiciones propicias para la inversión en el segmento de producción.
Pero no sería justo que todo el peso del ajuste cayera solamente sobre los ya exhaustos usuarios. Con la normalización de los servicios también se beneficiarán los otros dos protagonistas del sector, el Estado y las empresas quienes podrían mitigar, aunque sea algo, el esfuerzo de los usuarios.
El Estado se ahorrará miles de millones de dólares con la eliminación de subsidios, pero además aumentará la recaudación al mantener el porcentaje de impuestos, del orden del 25%, sobre las nuevas tarifas. Estimo que, al menos transitoriamente, debería reducir ese porcentaje o establecer, como en los combustibles, un valor ajustable independiente de la tarifa.
En cuanto a las empresas, que recuperarán rentabilidad y amortizarán deudas, deberían morigerar sus compensaciones trasladables a tarifa, recurriendo a sistemas de financiación que permitan distribuirlas en el tiempo.