Burocracia: ayer y hoy

LA NACIÓN Acompaña a esta columna editorial la imagen de un par de páginas de la ley de presupuesto de la administración nacional del ejercicio de 1920 correspondiente a la Presidencia de la Nación. Solo dos páginas brindan importantes elementos de análisis para quienes hoy son responsables de racionalizar y modernizar un Estado ineficiente.

Los anexos de aquella ley detallaban cargo por cargo con denominación y sueldo. Hoy la ley de presupuesto, con sus anexos, solo muestra datos consolidados por unidad administrativa. Paradójicamente, ocupa mucho más papel. La cantidad de cargos y de personal se ha multiplicado tan exponencialmente que quien quiera hoy desentrañar la razonabilidad de las dotaciones de personal deberá recurrir a información no explicitada en el presupuesto.

La Presidencia de la Nación en 1920 ocupaba a solo 15 personas: el presidente, el vicepresidente, el secretario privado y 12 más de apoyo. La seguridad era prestada por la policía y la escolta militar. La Presidencia no tenía secretarías ni subsecretarías ni ningún organismo propio de su dependencia que no fueran los ministerios. El presidente no tenía asesores, solo sus ministros, y, si se producía alguna discrepancia insalvable, cambiaba el ministro. Los decretos y proyectos de ley llegaban a la firma del presidente con la redacción y revisión legal del ministerio de origen. La administración del pequeño grupo presidencial la prestaba la oficina correspondiente del Ministerio del Interior, por eso la Presidencia se ubica en el Departamento del Interior en la imagen que reproducimos.

Sería ilusorio pretender reducir la administración pública a la de hace un siglo, pero está claro que queda mucha tela para cortar

Aquella austera estructura de 1920 resulta irreconocible en 2024. Se diría que pertenece a otro planeta. Actualmente, solo la Presidencia cuenta con 4 secretarías y 9 subsecretarías propias que suman más de 4000 funcionarios y empleados. Esta proliferación en el área presidencial comenzó con la Secretaría de Información del Estado en 1940 bajo el gobierno de Juan Domingo Perón y echó raíces y se ramificó hasta el día de hoy. La consecuencia es que el Presidente recibe opiniones usualmente divergentes de su ministro y de su funcionario en cada cuestión de gobierno y se ve obligado a arbitrar. Dilapida su tiempo y su paciencia rodeándose de conflictos que no solo lo perturban a él sino también a sus ministros.

El presupuesto de 1920 detallaba el sueldo mensual y el total anual por 12 meses, pues no contemplaba aguinaldo. El presidente cobraba un sueldo mensual de 8000 pesos moneda nacional (m/n), equivalente por poder adquisitivo a 68 millones de pesos de hoy. Además, recibía 2400 pesos m/n para “gastos de etiqueta y fiestas de tabla”. Actualizado a hoy su remuneración alcanzaría a 816.000 dólares anuales, un ingreso que se compara con el que recibe el presidente de una empresa mediana internacional.

El sueldo mensual del vicepresidente era de 3000 pesos m/n y el de los ministros, 2400 pesos m/n. Las diferencias en el nivel jerárquico y en las responsabilidades de los altos cargos estaban así razonablemente reflejadas en la brecha entre sus remuneraciones. Esta afirmación vale también para los cargos inferiores, aunque el desnivel de las cifras que se observaban en 1920 colisionarían hoy con lo políticamente correcto. El secretario privado del presidente ganaba 1400 pesos m/n; el mayordomo, 200 pesos m/n, y cada uno de los siete ordenanzas, 140 pesos m/n mensuales. Estos 140 equivalen por poder adquisitivo a 1.190.000 pesos de hoy. En 1920 les permitían ahorrar para una vivienda. El achatamiento de la escala salarial siguiendo un falso prurito moral, pero fundamentalmente demagógico, ha sido una de las causas del deterioro de la calidad y la corrupción en la administración pública.

La austeridad, eficiencia y transparencia que reflejan estas dos páginas del presupuesto de 1920 se extienden a toda la administración de gobierno de aquella época. Esto ocurría tanto en el gobierno nacional, presidido entonces por Hipólito Irigoyen, quien donaba su sueldo a la Sociedad de Beneficencia, como en provincias y municipios. A lo largo de un siglo, pero particularmente en los últimos 80 años, aquella austeridad y jerarquización se perdió, al mismo tiempo que se deterioró la calidad de la administración pública. Su actual gigantismo no se puede explicar por el aumento de la población ni por la mayor complejidad de la organización social. Esto ocurrió, pero simultáneamente hubo una notable evolución tecnológica que debió haber permitido reducir las plantas administrativas más que proporcionalmente.

Un siglo atrás el gasto público del país insumía algo menos de 10% del producto bruto interno. Hoy alcanza al 32% excluyendo el gasto en jubilaciones y pensiones que entonces no existía. Sería ilusorio pretender que se reduzca la estructura de la administración pública a las dimensiones de un siglo atrás, pero está claro que hay mucha tela para cortar.

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