Por Osvaldo H. Schenone. Consejo Académico de Libertad y Progreso
El sábado 21 de septiembre llegó la primavera a Buenos Aires y nos dejó Cortés Conde.
Nada es peor para quienes leen un obituario que un autor con ideas para dos segundos, vocabulario para dos minutos y texto para dos horas de lectura. Actuar sobre las dos primeras deficiencias es más difícil, por lo cual decidí actuar sobre la tercera y, simplemente, acortar este texto.
A Cortés Conde no le gustaba quedar encerrado en ninguna categoría, pero creo que lo toleraría mejor si quien lo encierra fuese David Hume, quien hizo brillar la escuela escocesa de filosofía del Siglo XVIII y dio lugar a la tradición del orden social espontáneo. Su mejor tolerancia quizás se puede deber a que Hume le traiga reminiscencias de fecundas discusiones sobre el orden espontáneo con su entrañable amigo Ezequiel Gallo. Mañana mismo, quizás, retomarán esas charlas interrumpidas hace más de 10 años, cuando falleció Gallo.
Hume agrupaba los caracteres de las personas en cuatro categorías: los epicúreos, los estoicos, los platónicos y los escépticos. Hasta donde conozco a Cortés Conde, creo que él era sin duda un estoico, “a man of action and virtue”, diría Hume.
Habiendo sido dotados de un sublime espíritu celestial, a los hombres no les está permitido dejar ociosa o letárgica esa noble dote, sino que están necesariamente urgidos a emplearla en cada ocasión. Para los estoicos (y esto se ajusta como anillo al dedo a Cortés Conde), la indolencia no es una opción y las dificultades se superan con esfuerzo y sacrificio que, a su vez, se materializan en conocimiento y pericia laboriosamente obtenidas hasta lograr felicidad.
Voy a contestar la pregunta que me hizo una antigua estudiante, y ferviente admiradora, de Cortés Conde ¿Y… por qué es una personalidad tan destacada? Preguntar algo así es una actitud recibida, precisamente, de su mentor Cortés Conde. Siguiendo las exigencias de su mentor, ella no se conformaría con una sola respuesta, por lo cual me veo obligado a darle, por lo menos, tres.
Comenzando por lo más personal: Gozar de una familia de cuatro hijos en más de sesenta años de matrimonio y disfrutar de haber recorrido exitosamente los senderos de la más alta exigencia científica e intelectual, plagados de vanidades, insidias, envidias y traiciones, constituye una felicidad reservada para estoicos. Esto ya lo hace personalidad destacada, y es mi primera respuesta.
Pero no solamente recorrió estos senderos, sino también los de la gestión, aún más peligrosos. En 1970 se hizo cargo de la dirección del Instituto Torcuato Di Tella, por lo cual debió postergar su actividad de investigación en este Instituto durante cuatro años. Durante su gestión tuvo que poner orden en las cuentas y reducir gastos desde un millón y medio de dólares a la tercera parte de ese monto, con todos los conflictos que esto significa ¿Qué sendero podría ser más peligroso? Y ahí nació su interés por las cuestiones de equilibrio entre ingresos y gastos cuando volvió a investigar. Su amigo y colaborador Mario Marzana, secretario general del Instituto le propuso hacerse cargo de la parte mala de la gestión. Agradecido, Cortés Conde declinó la propuesta para hacerse cargo de todo, lo bueno y lo malo. Salvó al Instituto Di Tella y sentó las bases de lo que hoy es la Universidad. Esto lo hace personalidad destacada de la ciudad y del país, y es mi segunda respuesta.
Estoico en estado puro, con férrea lealtad hacia su familia, sus amigos y sus convicciones, predominante la ética de la honestidad. Nunca permitió que antiguas deslealtades nublara la nobleza de sus actos, una vez superado el enojo que causa ser víctima de deslealtades.
En ocasión de darle la bienvenida a la Academia Nacional de Ciencias Económicas, a la cual fue incorporado en 2004, hice una larga enumeración de sus principales libros y otras contribuciones a la historia económica, que no voy a repetir ahora, ni voy a agregar sus valiosas contribuciones en los últimos doce años en tributo a la brevedad que debe tener este texto. También hice notar que Cortés Conde presidió la Asociación Internacional de Historia Económica, de la cual era presidente honorario y presidió la Academia Nacional de la Historia. Ha sido profesor visitante en las universidades de Chicago, Harvard, Texas y Yale, entre otras. Era profesor emérito de la Universidad de San Andrés, fundador de su departamento de economía y mentor de sus mejores estudiantes, que hoy se desempeñan en universidades extranjeras y en los gabinetes de los gobiernos municipal, provincial y nacional de la Argentina. Esto también lo hace personalidad destacada en ambos extremos del continente americano y en ambos lados del Atlántico, trascendiendo definitivamente las fronteras de la ciudad y del país. Esta es mi tercera respuesta.
Gran parte de su obra es una búsqueda de explicaciones al enigma por qué las instituciones coloniales, con sus posteriores adaptaciones y sucesivos cambios durante dos siglos, no fueron un marco favorable para la formación de mercados eficientes que condujeran al crecimiento económico.
En El Laberinto Argentino (2015), Cortés Conde se lo pregunta (nos lo pregunta) casi con angustia: “Si entonces lo anormal es normal ¿Qué es lo que pasa en el país? ¿Cuál es el régimen constitucional en términos positivos? ¿Por qué parece que estamos en un laberinto que recorremos interminablemente para llegar, finalmente, al lugar de donde salimos?”
Cortés Conde nos enseña que el dilema en el Río de la Plata, en la juventud del Siglo XIX, era optar por una democracia representativa, con división y equilibrio de poderes, o por un régimen de poder concentrado en un gobernante con soberanía absoluta. Los sectores urbanos ilustrados optaban por lo primero y el resto de la población, por lo segundo.
Para consolidar la autoridad del Estado central (principalmente, hacer campañas militares y controlar un enorme territorio desértico) faltaban los recursos fiscales de la minería de Potosí, y no había consenso sobre quien tenía derecho a los recursos de la Aduana que hubieran podido paliar esa falta. Aunque la Aduana estaba localizada en Buenos Aires, las otras provincias la consideraban nacional.
Así, sólo una década duró el gobierno central; en 1820 se disolvió y las provincias asumieron el suyo propio, y Buenos Aires después de 1824 recurrió reiteradamente al financiamiento inflacionario de sus gastos. Así surgieron los caudillos locales que, en retribución por sus servicios, exigieron otras compensaciones. La Constitución de 1853 concretó finalmente un nuevo orden político, cuya vigencia duró hasta 1930, más de setenta años; más de lo que ningún orden político jamás volvió a durar. Cortés Conde destaca que la falta de consenso sobre el control de los recursos fue lo que tuvo gravísimas consecuencias negativas perdurables.
Para caracterizar su obra de Cortés Conde, diría que es un autor tan original que no es predecible y, así, viene a mi memoria lo que Peter Kreeft escribe de Pascal, “… lo más memorable en un autor realmente grande es cómo te hace sentir cuando lo lees” ¿Qué se siente, pues, al leer a Cortés Conde? Voy a adoptar la respuesta de Kreeft refiriéndose a Pascal: “Es como una ola gigantesca o como un camino de campo irlandés o como una caverna submarina; no sabes qué esperar. Algo nuevo y sorprendente acecha detrás de cada recodo”.
Una de estas sorpresas me acechaba leyendo la versión de Cortés Conde sobre la crisis de Baring de 1826, enfatizando por primera vez el papel desempeñado por un complejo mecanismo mediante el cual se usaron oro o libras provenientes del empréstito Baring para descontar documentos comerciales en pesos. La previsible devaluación de éstos licuó el activo de la Comisión del Empréstito (para gran algarabía de los emisores de tales documentos) la que, entonces, no pudo hacer frente a su pasivo, el préstamo Baring, y desencadenó la crisis. Una explicación simple, breve y efectiva que la mayoría de los autores habían pasado por alto.
Pero hay más sorpresas. Hasta su obra Dinero, Deuda y Crisis de 1989, los autores entretenidos en culpar de la crisis a la interrupción de la corriente de capitales externos, no advertían que la crisis de 1890 tuvo su origen en la inconversión de 1885 y el efecto fiscal negativo de la devaluación de la moneda para un país que cobraba impuestos en dinero local y tenía que servir una deuda en moneda extranjera ¿No es, acaso, sorprendente que algo tan claro no haya capturado la atención de los autores anteriores?
Un ejemplo más: El enorme crecimiento de la economía argentina hasta los años 30 y su posterior desaceleración no se podría explicar, para Cortés Conde, invocando el fracaso de la incorporación de los inmigrantes al régimen de tenencia de la tierra, como se argumentaba a fines de los años 60 y gran parte de los 70. Cortés Conde refuta la hipótesis que el régimen de tenencia de la tierra era ajeno a los mecanismos de mercado y obedecía, en cambio, a objetivos extra-económicos de terratenientes monopólicos que desplazaban población rural a centros urbanos y creaban, así, un permanente exceso de oferta laboral y hacían caer los salarios en relación al precio de la tierra. La evidencia empírica mostraba que los salarios en relación al precio de la tierra durante el período inmigratorio subieron, no bajaron, y que por ser más altos que los salarios europeos explicaban, precisamente, la inmigración. Esto, que la opinión de la época negaba, era lo que la teoría económica predice ya que el precio relativo de la tierra y el trabajo inevitablemente depende de la abundancia o escasez relativa de los mismos.
Hay dos rasgos distintivos de las investigaciones de Cortés Conde: primero, una obstinada búsqueda de evidencia empírica cuantitativa para apoyar sus hipótesis; y segundo, el apego a un sólido marco teórico, provisto por la teoría económica, para analizar esa evidencia.
Cortés Conde utilizaba la teoría económica del mismo modo que Michelangelo utilizaba el cincel: Con este instrumento el escultor de la Toscana sacó todo el mármol sobrante que ocultaba La Pietá que había en el interior del bloque de mármol. Cortés Conde utilizaba la teoría económica para sacar todos los prejuicios, ideologías y otros vicios que ocultan lo que en verdad dice la evidencia empírica sobre el asunto que él estudia.
Gracias, Roberto, por habernos enseñado tanto. Pero más agradecidos por la amistad que brindaste a tantos admiradores.