LA NACIÓN Por Constanza Mazzina, Consejera Académica de LyP. Hay una interpretación generalizada y aceptada que supone que el sistema institucional argentino beneficia al poder ejecutivo. Pareciera que, a priori, el diseño de frenos y contrapesos favorece al presidente a través de mecanismos como el veto o el decreto. De allí ese sólido consenso en torno a la concentración de poder en manos del presidente, como una suposición que no debe verificarse sino que es un dato de la realidad.
Sin embargo, un acercamiento más profundo nos permite pensar en sentido contrario: la debilidad del presidente se expresa en la necesidad de utilizar el recurso del veto. O del decreto. Un presidente fuerte cuenta con un poder legislativo que acompaña sus iniciativas legislativas, entonces, la fortaleza no es hija del diseño institucional sino de la configuración de fuerzas, del contingente legislativo que hacen eco y acompañan la agenda legislativa del presidente. Por el contrario, cuando el poder ejecutivo se encuentra en una situación desfavorable frente al legislativo y si, en todas las instancias en que un proyecto podría ser trabado –cajoneado– no lo logra, no le queda más alternativa que ese recurso de última instancia que es el veto. Visto así, el veto es un signo de debilidad y no de fortaleza. Los presidentes decretistas podrían ser leídos con los mismos anteojos: sin el acompañamiento legislativo necesario, el poder ejecutivo debe recurrir al decreto. Cristina Fernández no necesitaba usar el decreto, sus proyectos se sancionaban en tiempo record y sin cambios, aquellos tiempos los conocimos como “la escribanía del poder ejecutivo”. La Ley Bases llevó meses de negociación, renegociación y cambios.
De eso se desprende que el sistema de rendición de cuentas horizontal, los frenos y contrapesos, funcionan. Sin embargo, ¿por qué funciona a veces y tantas otras calla, se adormece? ¿Por qué no hubo insistencia cuando Cristina Fernández vetó el 82% móvil? Pareciera que la composición de las cámaras es la cuestión a analizar para todos los casos: en qué medida responden o no al poder ejecutivo. No solo cuántos, sino cuánta disciplina partidaria hay. Entonces, ¿a quién beneficia el diseño institucional? ¿Quién tiene más poder, el ejecutivo o el legislativo? La respuesta es: depende. Pero tiene una trampa formalizada en nuestro diseño institucional: la cámara de diputados se renueva por mitades y, el senado, por tercios. Lo que se traduce en que el cambio de preferencias del votante se ve reflejado sólo en parte en la composición de las cámaras.
Hay un retraso entre el cambio de preferencia del ciudadano y su correlato en el poder legislativo. Si a eso agregamos nuestro sistema de doble vuelta, tenemos por resultado, presidentes que pueden hacer una buena elección y ganar el balotaje pero a los que la composición del congreso no acompaña. Todo eso beneficia a los partidos tradicionales, al statu quo y perjudica el cambio y a los partidos noveles. Y al votante, también.