
Constanza Mazzina
Doctora en Ciencias Políticas. Directora de la Licenciatura en Ciencias Políticas de UCEMA.
Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso
CLARÍN La sociedad argentina —y la política argentina en particular— ha sido muy complaciente respecto de la responsabilidad del peronismo, y especialmente del gobierno de Isabel Martínez de Perón, en el golpe de 1976. Esta afirmación se sostiene en varios motivos.
En primer lugar, la decisión de Juan Domingo Perón de designar como vicepresidenta a Isabel Martínez —una mujer que carecía de méritos y capacidades suficientes para ocupar ese cargo— resultó un grave error político per también un descalabro institucional. A ello se sumó su incapacidad para contener los extremos dentro del movimiento: tanto la Triple A como el ERP y Montoneros actuaban impunemente. Tras la muerte de Perón, la desestabilización del país fue absoluta.
Sin embargo, hay una pata de la mesa que suele omitirse: la sociedad civil. Esa sociedad quedó atrapada entre los enfrentamientos internos del peronismo, entre un gobierno incapaz de contener a la izquierda radical y una creciente violencia en las calles. En ese contexto, dos peronismos se enfrentaban abiertamente, mientras la ciudadanía quedaba en el medio.
Esto no justifica, de ninguna manera, los crímenes cometidos por el Estado a partir del 24 de marzo de 1976. Pero tampoco se puede soslayar la responsabilidad institucional del gobierno peronista. En particular, el Decreto Secreto 261/1975, firmado por Isabel Martínez de Perón, dispuso en su artículo primero que “el Comando General del Ejército procederá a ejecutar las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán”. Este decreto —auténtico punto de inflexión— representa la institucionalización de una doctrina de aniquilamiento que luego sería continuada por el régimen militar.
En este sentido, el peronismo ha sido históricamente un movimiento que recurre a la violencia cuando la historia o la voluntad popular no lo acompañan. Así ocurrió el 16 de junio de 1955, cuando se incitó a la quema de iglesias; durante la gestión de Mauricio Macri, con toneladas de piedras arrojadas en protestas; o, más recientemente, en las manifestaciones encabezadas por barrabravas y fuerzas de choque en las últimas semanas. Entre 1969 y 1979, explotaron en el país 4.380 bombas. Este patrón no puede ser ignorado.
La responsabilidad del peronismo también se refleja en su negativa a acompañar los distintos pedidos de juicio político contra Isabel Martínez de Perón. El entonces senador radical Fernando de la Rúa promovió un proceso en ese sentido. Asimismo, los diputados Héctor R. Valenzuela, del Partido Bloquista de San Juan, y Francisco Moyano, del Partido Demócrata de Mendoza, presentaron solicitudes de destitución. Aunque ninguna obtuvo los votos necesarios, el intento de Moyano generó un intenso debate en la Cámara de Diputados el 25 de febrero de 1976, apenas un mes antes del golpe.
Si se hubiera avanzado con un proceso institucional como el que contempla la Constitución Nacional, y si el peronismo hubiera apoyado alguno de los múltiples pedidos de destitución de Isabel Martínez de Perón, quizás el golpe del 24 de marzo no hubiera ocurrido.
El “Nunca Más” debe ser también un “nunca más” a la imposición de un relato por la violencia, venga del Estado o de organizaciones armadas. Solo así será posible una tregua duradera y una sociedad que profundice su compromiso con la institucionalidad, evitando que nuevas generaciones vuelvan a ser rehenes de enfrentamientos fratricidas. La democracia es el ejercicio de la no violencia, pero también es aceptar la derrota.