LA NACIÓN.- Para cualquier observador de la realidad argentina no resulta fácil comprender la actitud condescendiente de dirigentes empresarios y representantes de entidades de muy diverso tipo frente a políticas gubernamentales que objetivamente los perjudican. La aceptación pasiva llega a los extremos de la obsecuencia cuando se ven obligados a hacer presencia en actos convocados por la Presidenta, en los que quien no acompaña el aplauso puede terminar siendo identificado para un posterior castigo.
No es curioso entonces que las declaraciones públicas de estas personas difieran de sus opiniones en privado. El doble discurso es cosa común. Quien lo practica aduce que tiene la responsabilidad de no dañar a sus entidades o empresas, de las que dependen numerosas familias. Si esa justificación es comprendida, y por general lo es, significa que hay consenso en que cualquier opinión adversa al Gobierno puede ser condenada. No se trata de una presunción teórica, sino que resulta de hechos conocidos que no dejan dudas sobre la relación causa-efecto.
Las amenazas desde el poder a quienes no se sujetaran al designio oficial fue iniciada por Néstor Kirchner cuando era presidente. Desde el atril del Salón Blanco la emprendía casi a diario en discursos improvisados contra supuestos enemigos, a quienes señalaba con nombre y apellido. Le apuntó, por ejemplo, al presidente de la empresa Shell, Juan José Aranguren, por haber desoído un pedido arbitrario sobre precios. La venganza llegó pronta: el empresario debió soportar un boicot hacia sus productos, además de escraches piqueteros impulsados por el propio presidente. Aranguren, cuyas opiniones no fueron silenciadas pese a las amenazas oficiales, debió sufrir en su propia persona 57 causas penales, promovidas principalmente por el secretario de Comercio, Guillermo Moreno. Es justamente este funcionario el que más ha contribuido a alinear conductas mediante el miedo.
Su lenguaje procaz e imperativo, basado en la amenaza constante, es la forma que ha hallado para imponer sus deseos, incluso por encima de sus atribuciones formales, haciendo notar el poder delegado del que dispone. Puede aplicar multas y castigos aun por omisión, no autorizando aumentos de precios o importaciones, o invocar la ley de lealtad comercial y hasta la de abastecimiento. Para que esto sea posible el Gobierno ha creado una madeja de regulaciones, aumentando el grado de intervención a niveles inéditos.
El apriete por excelencia es el que se ejerce por medio de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), ya desde los inicios de la gestión kirchnerista, aunque se ha intensificado en los últimos años. Se han conocido muchos casos y seguramente habrá muchos otros que no se han difundido, justamente por temor. El actual director de la AFIP, Ricardo Echegaray, pudo entrenarse en estas lides cuando tuvo a su cargo la Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario, (Oncca).
Se han multiplicado las inspecciones a personas o empresas luego de que incomodaran al Gobierno. Entre muchos otros, se conocen los casos de Juan Manuel del Potro, quien se negó a visitar a la Presidenta luego de su triunfo en el US Open; también el del economista Roberto Cachanosky por sus opiniones; el del periodista Luis Majul; el de la comisión directiva del club Los Cardos de Tandil, luego de que Echegaray fuera abucheado por sus socios; el del diario Clarín, y el del comedor que recibió a Jorge Lanata en Tucumán.
La confirmación oficial del uso de la AFIP para castigar a opositores la brindó la propia Presidenta por la cadena oficial, cuando dijo que había pedido a Echegaray estudiar el cumplimiento tributario de Rodrigo Saldaña tras haber expresado éste, en una nota periodística, que la actividad inmobiliaria se había enfriado. El castigo al que lo sometieron fue hacer público un incumplimiento que mantenía con el fisco.
Pero no es la AFIP el único ariete. La apropiación del Estado, de sus poderes, instituciones y organismos le ha permitido al Gobierno emplearlos cada vez con más fuerza y arbitrariedad para hostigar, perseguir y atemorizar a todos aquellos que disienten de su angosta visión de la realidad. También son usados para extorsionar y amedrentar la Secretaría de Inteligencia (ex SIDE) la Unidad de Información Financiera (UIF), los fondos estatales y hasta los reiterados discursos de la Presidenta por la cadena oficial.
Esta gravísima desviación de los objetivos de los organismos del Estado conlleva una paralela desnaturalización y alejamiento de sus funciones. Es lo que ha ocurrido con la UIF, órgano encargado de luchar contra el lavado de dinero, que se encuentra a cargo del inexperimentado José Sbattella. Hace menos de un año, la Justicia acusó a las autoridades de la UIF por presunto incumplimiento de los deberes de funcionario, encubrimiento agravado y violación de secretos, pues sobre 130 pedidos de levantamiento de secreto fiscal requeridos por la unidad, sólo dos casos habrían tenido trámite posterior en la UIF. Se trata, precisamente, de los casos abiertos contra dos altos ejecutivos del Grupo Clarín. En cambio, la UIF habría actuado casi como encubridor en el caso Schoklender-Fundación Madres de Plaza de Mayo al haber cajoneado una denuncia antes de estallar el escándalo.
También se habrían verificado en la UIF otros ocultamientos de reportes de operaciones sospechosas de aliados del Gobierno y la filtración de información contra empresas e individuos enfrentados con el kirchnerismo, lo que llevó al corte de colaboración con su par estadounidense, el FinCen. Por ejemplo, información que la UIF había solicitado a ese organismo norteamericano se quiso emplear por razones políticas contra el dirigente opositor Francisco de Narváez. A su vez, la Comisión Nacional de Valores (CNV) ha actuado en contra de una empresa del grupo Techint y contra Papel Prensa. Al mismo tiempo, esos órganos, a los que debe agregarse la Afsca (ex Comfer), dejan de cumplir su función de control, como también ocurre con la Sigen y la Inspección General de Justicia (IGJ).
En manos del Gobierno, la Policía Federal y la Gendarmería también se han convertido en herramientas de castigo, privando de sus servicios o retaceándolos a distritos que no se han alineado con las autoridades nacionales o cuyos mandatarios han perdido el favor oficial. Así, sin reparar en que se está jugando con la seguridad de la población, en la Capital se ha puesto fin a la tarea de custodia que realizaba la Policía Federal en subtes, hospitales, escuelas y autopistas para castigar a Mauricio Macri, mientras que la Presidenta negó el empleo de la Gendarmería en Santa Cruz durante la última huelga policial, medida que tuvo que rever días después.
Esta perversión en el empleo del Estado va en aumento y la facilita la creciente colonización de las principales áreas, ocupadas, en muchos casos, por militantes de La Cámpora, que se caracterizan más por su obediencia ciega que por su idoneidad o experiencia.
En esencia, se han invertido las cosas. El Estado no se encuentra al servicio de la sociedad, sino de los gobernantes, y éstos, al servicio de su ambición de perpetuidad y más poder. Nada más alejado de la democracia. De continuar estas prácticas, terminaremos viviendo en un Estado policíaco en el que prevalecerán el temor, el aplauso forzado y la obligatoria ausencia de críticas.
El “apriete” es una manifestación del nulo respeto por los derechos y las libertades individuales y refleja claramente el desprecio por la seguridad jurídica: “Un concepto horrible”, según ha dicho públicamente la nueva estrella del poder Axel Kicillof. Este pensamiento y estas actitudes deben llamar la atención sobre la defensa de los principios liminares de nuestra Constitución Nacional, amenazados por un “vamos por todo” que no excluye la supresión de los derechos y garantías individuales, que son la esencia de la república y de la convivencia en paz y libertad.