Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
Esta sentencia bíblica contiene gran sabiduría puesto que prácticamente todos nuestros problemas derivan de una colosal presunción del conocimiento que se traduce en una formidable arrogancia y petulancia superlativa.
Hay demasiado economistas anti-economía cuya misión consiste en manipular las vidas y haciendas ajenas sea directamente a través de esa absurda repartición denominada “ministerio de economía” o indirectamente a través de consejos a los dictadores de turno (electos o de facto). Son incapaces de comprender la propia ignorancia respecto de las preferencias del prójimo recién reveladas con la acción, lo cual se extiende a sus mismas preferencias imposibles de pronosticar a ciencia cierta puesto que las agendas se modifican a medida que se modifican las circunstancias. Apenas pueden con ellos mismos (igual que el resto de los mortales) pero pretenden manejar los deseos y prioridades de millones de personas con lo que naturalmente producen todo tipo de desbarajustes.
El mercado es un proceso en el que actúan infinidad de personas, cada uno persiguiendo su interés personal contribuyen a las coordinaciones más complejas e intrincadas imposibles de ser administradas por mentes planificadoras puesto que no solo no existe el conocimiento concentrado sino que está siempre fraccionado y disperso en las personas en el spot, sino que, como queda dicho, los datos no se encuentran disponibles antes de que se lleve a cabo la acción correspondiente.
Antes he ilustrado, el proceso de coordinación con lo dicho por John Stossel quien nos invita a pensar en regresión la cadena productiva de un trozo de carne envuelto en celofán en el supermercado. Los agrimensores que miden campos, los alambrados, los postes con las forestaciones y talas, las cosechadoras, los pesticidas y fertilizantes, los caballos y las monturas y riendas todo imaginado con las múltiples empresas en sentido vertical y horizontal (cartas de crédito, transportes, asuntos laborales, administrativos y financieros), la construcción de mangas y aguadas, el ganado, los fardos, los galpones y tantas otras tareas y labores sin que nadie hasta el final de proceso esté pensando en el trozo de carne ni en la consiguiente fabricación y distribución del celofán y el propio manejo del supermercado. Sin embargo, vía los precios como señales de mercado la coordinación se lleva a cabo sin que haya un burócrata que intervenga y cuando lo hace todo el proceso se desmorona.
Tal como ha señalado Warren Nutter, por eso es tan atractiva la palabra “progreso” en oposición a “desarrollo” tan cara a los funcionarios estatales puesto que no puede planificarse el progreso, es decir, lo desconocido, sin embargo el desarrollo es más de lo mismo (como un tumor que se desarrolla). No hay más que leer los trabajos de los Raúl Prebisch de este planeta para comprobar el aserto.
Es típico de las mentes liliputenses el pretender jugar a Dios y muchas veces incluso ser más que Dios puesto que en este caso está presente el libre albedrío para hacer el bien o el mal, sin embargo muchos burócratas obligan a seguir ciertos caminos “para bien de la humanidad” y castigan a los que se apartan de sus decisiones inapelables.
Más aún, hay quienes pretenden establecer nuevos paradigmas forzosos al efecto de rediseñar la naturaleza del hombre (introducir un así denominado “hombre nuevo”) y anular las nociones tradicionales del bien y el mal. Por ejemplo, el caso del seguidor freudiano y destacado psiquiatra canadiense George Brock Chisholm (convertido en médico-general del ejército durante la Segunda Guerra Mundial), luego Secretario General de la Organización Mundial de la Salud, muerto en 1971, en su trabajo titulado “The Re-Establishment of a Space-Time Society” (publicado en la revista académica Psychiatry) aconseja “la erradicación del concepto de bien y de mal” al efecto de “liberarse de estas cadenas morales”. Es el fenómeno tan difundido bajo muy diversos ropajes que Jorge Bosch ha descripto tan ajustadamente en su libro Cultura y contracultura.
Es paradójico pero buena parte de los predicadores religiosos, en lugar de comprender el valor de la libertad y de que cada uno debe asumir su responsabilidad por el camino que elije y que la fuerza no debe emplearse a menos que se lesiones derechos de terceros, insisten en que los aparatos estatales deben imponer políticas como la guillotina horizontal del igualitarismo. Es en este contexto que también puede situarse lo escrito en Violencia y libertad por Víctor Massuh, quien fuera mi muy apreciado amigo: “Los inflexibles creyentes en paraísos terrenales son los que, por lo general, han dejado mayor cantidad de cadáveres en el camino […] El hombre apocalíptico se siente el brazo armado de la moral y está sacudido por estertores punitivos” ya que como antes había apuntado, estos sujetos destrozan al hombre concreto con la pretensión de salvar a la humanidad.
No hay mayor ignorancia (y más nociva) que el desconocimiento de la propia ignorancia. En la noción del derecho se observa el mismo fenómeno: en la respectiva Facultad egresan estudiantes de las normas positivas que pueden recitar leyes y sus respectivos incisos y párrafos pero no son abogados propiamente dichos puesto que no conocen el fundamento extramuros de la norma. No comprenden que el derecho es un proceso de descubrimiento y no de diseño, no aceptan que las normas de convivencia no son inventadas por una mente sino que se descubren en un proceso de prueba y error en fallos en competencia, tal como se concibe en el common law. No se entiende que el origen del llamado Poder Legislativo era para administrar las finanzas del emperador o del rey y solicitar los impuestos correspondientes, a contracorriente de lo que se piensa hoy en cuanto a que pueden fabricar cualquier ley en cualquier sentido por más que sea incompatible con el derecho. Por eso es que tal vez resulte más apropiada referirse al Poder Administrador y no al “Legislativo”.
Bruno Leoni en La libertad y la ley señala que “De hecho la importancia creciente de la legislación en la mayor parte de los sistemas legales en el mundo contemporáneo es, posiblemente, el acontecimiento más chocante de nuestra era […] La legislación aparece hoy como un expediente rápido para remediar todo mal y todo inconveniente, en contraste con las resoluciones judiciales, la resolución de disputas a través de árbitros privados, convenciones, costumbres y modos similares de acuerdos espontáneos por parte de los individuos […] Si uno valora la libertad individual para decidir y actuar, uno no puede eludir la conclusión de que debe haber algo malo en todo el sistema”.
Los integrantes de la Escuela Escocesa en el siglo XVIII, Adam Smith, Ferguson y Hume primero, y el premio Nobel en economía Friedrich Hayek después mostraron los graves errores de los ingenieros sociales y el reiterado intento fallido de organizar sociedades en lugar de permitir el funcionamiento de la energía creativa en procesos espontáneos y abiertos. Los referidos pensadores escoceses primero y la tradición hayekiana después, no apuntan a cambiar la naturaleza del ser humano sino que la describen y así concluyen que cada uno, al seguir su interés personal, sin lesionar derechos de terceros, contribuye a formar un orden que ninguna mente individual puede abarcar y mucho menos dirigir y que, como una consecuencia no buscada, beneficia a los demás en el contexto de la división del trabajo que ese orden permite establecer.
Los que aluden a la “anarquía del mercado” en un sentido peyorativo no son capaces de interpretar el significado y la trascendencia de los procesos espontáneos que no surgen por arte de magia sino debidos a las millones y millones de contribuciones de personas que no se conocen entre si ni tampoco buscan el bienestar ajeno pero lo logran como consecuencia del referido orden. Los que pretenden ser irónicos con el mercado o “la mano invisible” smithiana no pueden concebir que algo tenga lugar sin la participación deliberada de lo que en definitiva son megalómanos que en verdad arruinan y descompaginan todo a su paso.
En algunas ocasiones se ha trazado un paralelo entre la evolución biológica y la cultural por lo que se llega a la atrabiliaria noción de “darwinismo social”. La evolución biológica selecciona especies y las de mayor aptitud eliminan a las de menor capacidad, mientras que en la evolución cultural se seleccionan normas y los más fuertes transmiten su fortaleza a los más débiles debido a las tasas de capitalización que permiten incrementar salarios. Darwin, vía su abuelo, tomó la idea evolutiva de Bernard Mandeville quien desarrolló los primeros pasos de la evolución cultural pero una extrapolación lisa y llana de un campo a otro es inadmisible por los gruesos errores que significa.
Conviene a esta altura señalar que la evolución en libertad es condición necesaria para el progreso moral y material más no es condición suficiente, a pesar de los optimistas como Joseph Priestley y Richard Pierce que en el siglo XVIII sostuvieron que dadas aquellas condiciones el resto se daría por añadidura. Sin embargo, es perfectamente concebible que pueda ocurrir una degradación en gran escala si no se cuida la estructura axiológica. Por ejemplo, si la gente decidiera drogarse hasta perder el conocimiento, la involución es segura por más que los marcos institucionales aseguren climas de libertad.
Es pertinente cerrar esta nota con una cita del antes mencionado Hayek en su muy recomendable y sustancial ensayo titulado “El uso del conocimiento en la sociedad”, en el sentido de que si el mercado “fuera el resultado de la invención humana deliberada, y si la gente guiada por los cambios de precios comprendiera que sus decisiones tienen trascendencia mucho más allá de su objetivo inmediato, este mecanismo hubiera sido aclamado como uno de los mayores triunfos del intelecto humano […] Pero aquellos que claman por una ´dirección consciente´ no pueden creer que algo ha evolucionado sin ser diseñado” del mismo modo que ha ocurrido con procesos clave como el del lenguaje que no es fruto de planificación alguna y por eso es que los diccionarios son libros de historia, en verdad un ex post facto.