Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Hace poco (el 21 de Noviembre) participé en España en el XII Congreso de Católicos y Vida Pública, de la Universidad de San Pablo, Madrid. Mi ponencia fue “La caridad social”. En una parte de mi ponencia dije lo siguiente. He subrayado especialmente algunas frases.
“….la crisis internacional del 2008 ha implicado en los EEUU una casi estatización masiva del mercado de capitales, cuando es la propia Reserva Federal la que causó y causa las crisis (1), y han recrudecido en Latinoamérica, antes y después de la crisis, los llamados socialismos del s. XXI.
Ante estas circunstancias, no sólo basta recordar la necesidad de las inversiones para la disminución de la pobreza, sino también las condiciones de libertad de entrada al mercado, sobre todo en un mundo supuestamente globalizado pero sin embargo cerrado. Hablamos de solidaridad internacional focalizando nuestra atención en organismos tales como Fondo Monetario y Banco Mundial, pero dichos organismos, al trabajar directamente con los gobiernos, son parte del problema.
La cuestión es la libre entrada de personas y de capitales. Ello sí se corresponde coherentemente –aunque no decimos sea la única solución- con la sensibilidad cristiana al emigrante, al refugiado, a los terribles sufrimientos de millones y millones de personas que huyen desplazados por espantosas guerras, genocidios y condiciones infrahumanas de vida. La atención de esas personas, ¿no tiene que ver con la caridad social? Entonces hagamos propuestas posibles y realistas. No parece realista que proclamemos nuestra caridad para con el inmigrante y al mismo tiempo cerremos nuestras fronteras.
Pero la libre entrada y salida de capitales y de personas no es una autoinmolación de la propia región. El libre comercio internacional no es un juego de suma cero o negativo, es un sistema donde cada persona, aportando libremente su trabajo al mercado, en igualdad ante la ley y sin los privilegios del estado asistencial, aumenta el nivel de vida de todos, porque toda acción en el mercado, en esas condiciones, es una inversión.
Vengo de un país que es prácticamente un desierto de aproximadamente unos 3.700.000 km cuadrados. ¿No sería un acto de verdadera caridad que millones de seres sufrientes encuentren refugio en esa tierra? Pero no, permanece cerrada incluso para sus propios habitantes, porque la opinión pública de gobernantes y gobernados cree que la economía es como una torta fija de recursos que si aumenta para uno disminuye para otro. Pero ello no es así en un mercado abierto a la creatividad de las inversiones en igualdad ante la ley. Por ende, una magnífica oportunidad de conjugar la caridad con la escasez, el don con el mercado, sería decir: vengan, esta es su tierra con sólo pisarla y trabajar, sin privilegios, sin subsidios, en igualdad de condiciones con los demás. ¿No resuena en nuestros oídos que “…no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (2)? Pues bien, ¿no sería una traslación, aunque opinable, de ese espíritu a nuestro orden social, abrir las fronteras en un libre mercado?
Hago estas preguntas porque si hablamos de caridad, y la queremos aplicar al orden social, los laicos debemos ser críticos de las estructuras existentes y valientes en nuestras propuestas concretas, aunque conscientes, por supuesto, que nada de lo que propongamos se deriva directamente del depositum fidei. Pero sí de nuestra sensibilidad cristiana. Millones y millones de seres humanos luchan por sobrevivir en condiciones infrahumanas en regiones destruidas por guerras y autoritarismos de diversas especies. Sabemos de ello pero parece que nada podemos hacer, excepto recurrir a complicados esquemas de ayuda internacional a través de organismos estatistas como los nombrados que parecen eximirnos de nuestra responsabilidad personal para caer en nuevas formas de racionalidad instrumental, mientras se siguen fomentando las ideas de estado-nación y odio al extranjero.
Pero no, ya no debe haber extranjero. La mirada al otro en tanto otro, la mirada al otro desde el buen samaritano, implica que el otro es ante todo un ser humano que requiere nuestra mirada de igual a igual. “Para el cristiano –dice Edith Stein- no hay personas extrañas” (3). Pues bien, aunque la intensidad de la caridad de esas palabras no se pueda plasmar en las limitaciones de la ley humana (4), al menos sí podemos hacer que esta última borre las diferencias de fronteras y borre también las nuevas marginaciones y esclavitudes que producen un papel con el sello de “extranjero” colocado por la racionalidad instrumental de los estados-nación.
He dicho todas estas cuestiones consciente de que tal vez produzcan alguna polémica pero consciente, a la vez, de que temas como la caridad pueden ser tan amplios que finalmente no terminamos diciendo nada, y especialmente nada para el mundo no cristiano. Soy laico, y corresponde a mi estado laical criticar, proponer y sugerir, a título personal, consciente de mi falibilidad, de lo opinable frente al depositum fidei y así salir al ruedo del mundo contemporáneo al mismo tiempo que protejo de mí mismo a mi santa e inmaculada Iglesia”.
Notas:1) Ver la teoría austríaca del ciclo económico, fundamentalmente en Mises, L. von: The Theory of Money and Credit (1912), Liberty Fund, 1981, y La Acción Humana, (1949), Sopec, Madrid, 1968, caps. XX y XXXI.2) Ga 3, 28.3) Citado por Theresa a Matre Dei en su libro Edith Stein, En busca de Dios, Verbo Divino, Pamplona, 1994, p. 224.4) Nos referimos a estas palabras de Santo Tomás: “. . . la ley humana se establece para una multitud de hombres, en la cual la mayor parte no son hombres perfectos en la virtud. Y así, la ley humana no prohíbe todos los vicios, de los que se abstiene un hombre virtuoso; sino sólo se prohíben los más graves, de los cuales es más posible abstenerse a la mayor parte de los hombres, especialmente aquellas cosas que son para el perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad no se podría conservar como son los homicidios, hurtos, y otros vicios semejantes” (I-II, Q. 96, a. 2).