Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
Aunque la prédica nacionalista diga que la inmigraciónes una amenaza, la historia confirma los aportes del inmigrante, dispuesto a tareas que el nativo rechaza, trabajador y esforzado en la educación de sus hijos.
Tal vez una de las mayores amenazas que hoy se ciernen sobre el llamado mundo “libre” sean los nacionalismos. En Europa, con suerte electoral diversa, pero siempre con crecimientos llamativos, irrumpe el rostro desagradable de esa tradición de pensamiento que tantos trastornos ha provocado y provoca. En Francia, el Frente Nacional; en Inglaterra, el Partido Independiente del Reino Unido; en Alemania, el Partido Alternativa para Alemania; en Dinamarca, el Partido del Pueblo Danés; en Suecia, los Demócratas Suecos; en España, Podemos; en Austria, el Partido de la Libertad; en Grecia, el Amanecer Dorado; en Italia, la Liga del Norte; en Hungría, el Movimiento por una Hungría Mejor, y en Estados Unidos, ahora aparece Donald Trump, un sujeto peligroso según la opinión de Ron Paul, Mario Vargas Llosa y tantos analistas de fuste. Todas aquellas propuestas trogloditas apuntan a implantar una cultura alambrada, es decir, la palmaria demostración de la anticultura.
Resulta triste y preocupante observar el cambio de algunos ciudadanos de los Estados Unidos, país construido, como tantos otros, con el esfuerzo de los descendientes de inmigrantes (incluyendo a Trump) sobre la base de la generosa leyenda de Emma Lazarus al pie de la Estatua de la Libertad.
Vale la pena recordar los trabajos de Jean François Revel que muestran el vínculo estrechísimo entre el nacionalismo y el comunismo, aun cuando, en el campo de batalla, han sido circunstancialmente aliados y circunstancialmente enemigos. El comunismo apunta a abolir la propiedad, mientras que el nacionalismo la permite nominalmente, pero el aparato estatal usa y dispone de ella. Uno es más sincero que el otro porque recurre a una estrategia que estima más aceptable para los incautos. Es en este sentido que también debe incluirse en la corriente nacionalista a Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Ecuador y la Argentina. Es curioso en verdad (y tragicómico) que muchos de los partidarios de esos gobiernos empleen la expresión fascista para referirse a sus supuestos contrincantes cuando aplican esa política a diario, puesto que mantienen el registro de la propiedad, pero el flujo de fondos es manipulado desde la casa de gobierno.
En una sociedad abierta, el término “inmigración ilegal” constituye un insulto a la inteligencia, ya que todos debieran tener la facultad de ubicarse donde lo estimen conveniente y sólo deberían ser bloqueados los delincuentes, sean nativos o extranjeros. Como ha explicado Gary Becker, el pretexto para poner barreras a la inmigración con el fin de poner límites al usufructo excesivo de lo que provee el mal llamado “Estado benefactor” -lo que podría incrementar el déficit fiscal- se resuelve con no dar acceso a ese beneficio a los inmigrantes, al tiempo que no se les retiene del fruto de sus trabajos para mantener el sistema estatal.
Como ha puntualizado en sus múltiples obras Julian Simon, habitualmente el inmigrante aprecia especialmente el trabajo, es empeñoso en sus tareas, tiene gran flexibilidad para moverse a distintos lugares dentro del país anfitrión, realiza faenas que muchas veces los nativos no aceptan, sus hijos muestran excelentes calificaciones en sus estudios, exhiben gran capacidad de ahorro y algunos comienzan con empresas chicas de gran productividad.
Es llamativo y muy paradójico que muchos se rasguen las vestiduras con el drama de los refugiados y no puedan ver que se fugan de lugares donde, en gran medida, se aplican las recetas políticas que aconsejan los que se dicen espantados por la tragedia. Los refugiados se fugan hacia lugares donde algo queda de los sistemas libres que no hacen más que criticar.
Tengamos en cuenta que, desde la perspectiva de la sociedad abierta, las fronteras (siempre consecuencia de acciones bélicas o de accidentes geológicos) sirven únicamente para evitar los riesgos graves de un gobierno universal. El fraccionamiento en naciones que a su vez se subdividen en provincias y municipalidades tiende a descentralizar el poder.
También debe tenerse siempre presente que la cultura es un proceso que significa permanentes intercambios de lecturas, arquitecturas, músicas, vestimentas, gastronomías, costumbres que las personas aceptan o rechazan en un contexto evolutivo. La cultura no es estática, sino cambiante y multidimensional. Si no somos momias, nuestra cultura no es la misma hoy que la de ayer. De allí la estupidez de la “cultura nacional y popular”, el “ser nacional” y otras sandeces superlativas que podríamos catalogar como “los anti- Borges”, el escritor que fue ciudadano del mundo por antonomasia.
Buena parte de las propuestas nacionalistas se basan en el desconocimiento de aspectos económicos elementales. Se dice que la inmigración provocará desempleo, puesto que la incorporación de nueva fuerza laboral desplazará a los nativos de sus puestos de trabajo, sean éstos intelectuales o manuales.
Sin embargo, dado que las necesidades son ilimitadas y los recursos son escasos (de lo contrario, estaríamos en Jauja), el recurso central es el trabajo, puesto que no puede generarse ningún bien o servicio sin el concurso del trabajo. Sólo hay desocupación cuando no se permiten arreglos salariales libres y voluntarios, es decir, cuando se imponen las también mal llamadas “conquistas sociales”, concretadas en salarios superiores a las tasas de capitalización que son las únicas causas de ingresos en términos reales. Ésa es la diferencia clave entre Zimbabwe y Canadá: no es el clima, los recursos naturales o aquel galimatías denominado “raza” (las características físicas proceden de las ubicaciones geográficas, de allí es que los criminales nazis tatuaran y raparan a sus víctimas para distinguirlas de sus victimarios). Lo que hace la diferencia son marcos institucionales civilizados que garantizan derechos. Sería muy atractivo que los salarios pudieran decidirse por decreto, en cuyo caso podríamos ser todos millonarios, pero las cosas no son así.
Al igual que la incorporación de nueva tecnología o la liberación de aranceles aduaneros, la inmigración libera recursos materiales y humanos para producir otras cosas en la lista infinita de necesidades del mundo empresario de capacitar para nuevos emprendimientos. Es lo que ocurrió con el hombre de la barra de hielo antes de las heladeras y con los fogoneros antes de las locomotoras modernas.
La situación de los Estados Unidos permite ilustrar muy bien este punto. En el Este, existe desempleo debido a la legislación laboral, mientras que en el Oeste no tiene lugar ese fenómeno desgraciado. En el Oeste no se produce ese problema debido a que hay una gran cantidad de trabajadores inmigrantes en negro que trabajan por el salario de mercado, que, como queda dicho, se debe a la correspondiente inversión disponible (trabajan en negro para evitar los impuestos al trabajo, como ocurre en otros muchos países donde provocan desempleo, que también afecta a la economía general).
Aquellos que se la pasan declamando sobre “derechos humanos”, una redundancia grotesca, puesto que los minerales, los vegetales y los animales no aplican a la noción de derecho, tratan a los inmigrantes como si no fueran humanos, más bien se preguntan: “¿Qué debemos hacer con los inmigrantes?”, como si estuvieran haciendo referencia a su estancia personal y no a un país donde debe primar el respeto recíproco. En esta línea argumental no debiera haber bajo ningún concepto diferencias entre nativos y extranjeros. Es del caso subrayar que cuando se está haciendo alusión al derecho, se está aludiendo a la justicia, y ésta significa “dar a cada uno lo suyo”, lo cual remite a la propiedad, que, a su vez, constituye el eje central del proceso de mercado.
Todos descendemos de inmigrantes, incluso los denominados pueblos originarios, ya que el origen humano procede del continente africano.