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Fue el paroxismo del consumo. La noche del “Día de acción de gracias” (Thanksgiving), el último jueves de noviembre, decenas de miles de norteamericanos durmieron a las puertas de las tiendas para arramblar con todo lo que pudieron en el llamado “Viernes negro” (Black Friday). Luego siguió la fiesta durante un fin de semana en el que las rebajas de precio y la competencia entre tiendas y marcas incitaban sin tregua el insaciable apetito de los consumidores.
Entre Thanksgiving y las Navidades, los norteamericanos compran el 20% de todo lo que adquieren a lo largo del año. Por otra parte, se sabe que la extraordinaria vitalidad de la economía de Estados Unidos –que este año producirá más de 17 billones de dólares (trillions en inglés)– depende en un 70% de las compras de su sociedad. Cuando ese porcentaje disminuye sustancialmente, el país entra en recesión, aumenta el desempleo y la situación de los más pobres suele agravarse.
Los responsables de ese asombroso milagro económico son los apóstoles del mercado: los emprendedores que lanzan las empresas, los legisladores que las protegen con leyes justas, los tribunales que administran el derecho mercantil, los financieros que procuran los recursos, los capitalistas que arriesgan sus ahorros o parte de ellos, los abogados que le dan forma legal al empeño y lo defienden en los conflictos, los ingenieros que construyen los bienes u organizan los servicios, los comerciantes que los transan, los publicitarios que despiertan el interés de las gentes, los especialistas en marketing, los vendedores, y un sudoroso etcétera de gente febrilmente dedicada día tras día a producir y a innovar para poder competir.
De ese aguerrido ejército depende el bienestar del conjunto de la sociedad y una recaudación de impuestos que permita sostener a un Estado eficiente. Si hay beneficios y excedentes, son posibles la educación, la policía, la sanidad, las carreteras y alcantarillados, y el resto de los servicios públicos, incluidas las Fuerzas Armadas que nos protegen de los depredadores exteriores.
Si hay beneficios y excedentes, se multiplican las pulsiones caritativas y filantrópicas que permiten que florezcan las religiones organizadas y la miríada de oenegés que subsisten de la solidaridad ajena, aunque desprecien el aparato productivo del que viven, y le muerdan la mano al que les da de comer, acaso porque no entienden cómo se crea, conserva o malgasta la riqueza.
En todo caso, es un acto de justicia poética que el Viernes negro sobrevenga a continuación del jueves de Acción de gracias. Como recuerda Kent Dillon en su artículo Thanksgiving Celebrated as the Birthday of Free Enterprise, los peregrinos del Mayflower se establecieron en America con el objeto de crear una gran comuna cristiana, una sociedad comunista, en la que todo fuera de todos.
Tal vez actuaban influidos por la obra Utopía, escrita un siglo antes por Tomás Moro, aunque lo ocultaran por el carácter católico del excanciller inglés decapitado, entre otras razones, por oponerse a la Reforma de la que ellos eran partidarios.
Con el fervor religioso que les caracterizaba, los peregrinos trataron de desarrollar sus objetivos hasta que, debido al hambre, la improductividad de las cosechas, las muertes por escorbuto, y el resto de una infinidad de calamidades que casi los liquida a todos (exactamente como sucedió en Virginia), decidieron entregar la tierra a los labradores y establecer un régimen de propiedad privada en el que el individuo prosperara de acuerdo con su capacidad, iniciativa y responsabilidad. A partir de ese punto, comenzó, realmente, a materializarse el “sueño americano”.
Cuando nos preguntamos por qué Corea del Norte es veinte veces más pobre que Corea del Sur, la respuesta hay que buscarla en el colectivismo y la planificación centralizada. Son casi los mismos coreanos, unos instalados en la utopía totalitaria y los otros en el mercado libre. Lo de casi es porque el promedio de estatura de los del norte es tres centímetros menos que los del sur y, además, su esperanza de vida es 11 años menor (69 frente a 80).
Cuando queremos saber por qué la infinita mayoría de los cubanos no tienen esperanzas racionales en las pseudo-reformas de Raúl Castro y continúan tratando de escapar del paraíso de los trabajadores, como los casi cuatro mil que hoy se agolpan en Costa Rica, y los millones que esperan su oportunidad en Cuba, es porque en esa Isla persisten los mitos del colectivismo, la planificación centralizada y la hegemonía total del Partido Comunista. La perspectiva, pues, es de hambre.
Démosles gracias, pues, al mercado y a la libertad, en estos días tan significativos. El capitalismo moderno, abierto y competitivo, como se ha dicho, es una prodigiosa máquina de hacer pan. Para los que lo tienen, claro.