Subdirector de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas en ESEADE.
La reciente expulsión de Víctor Hugo Morales de Radio Continental vuelve a poner sobre la mesa el tema de la distribución de la publicidad oficial, una herramienta que los gobiernos utilizan para intentar cercenar la libertad de prensa.
El lunes de esta semana nos enteramos que Víctor Hugo Morales fue echado de Radio Continental de una manera, como mínimo, desprolija. Minutos antes de comenzar su programa diario, un escribano se presentó en la radio informándole de la situación e impidiéndole seguir con su rutina. Solamente esto debería llamar la atención de cualquier persona que trabaje en relación de dependencia o por contrato, ya que siempre hay maneras más elegantes de resolver los conflictos.
Para el famoso relator deportivo devenido en defensor acérrimo del gobierno kirchnerista, detrás de su expulsión está el presidente Mauricio Macri, ya que la radio donde trabajaba tiene miedo de comenzar a recibir menos pauta publicitaria gubernamental, al tener entre sus filas a un militante del “modelo K”. Como era previsible, Macri negó las acusaciones y hasta el momento no hay datos que avalen la postura del periodista.
Ahora bien, más allá del caso particular de Morales, lo cierto es que la situación vuelve a poner sobre la mesa la cuestión del dinero que el gobierno destina para hacer publicidad en los medios de comunicación.
Según un documento de la Asociación por los Derechos Civiles publicado en la página oficial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la “publicidad oficial debe ser entendida como un canal de comunicación entre el Estado y la población” con el propósito de “difundir las políticas, programas, servicios e iniciativas gubernamentales”, entre otras cosas. Sin embargo, en los últimos años el kirchnerismo violó sistemáticamente este principio, distribuyendo, entre 2009 y 2015, más de $ 6.500 millones de pesos con un criterio absolutamente cuestionable que favorecía a los “periodistas militantes” en detrimento del resto de los medios de comunicación.
Luego de ver las sumas que recibieron algunos, no extraña ver el fervor militante que mostraban. Sin embargo, esto no atañe exclusivamente a los que se beneficiaron sobremanera con la pauta oficial, sino a todos los medios que dicen ser privados e independientes pero que necesitan del dinero público para sobrevivir. Lamentablemente, si los medios “privados” necesitan de la pauta estatal para sobrevivir, entonces no son ni privados ni independientes.
Uno podría argumentar que si no se recibe el dinero del estado, deberá buscarse el dinero del sector privado y que éste también puede condicionar los contenidos de los programas que desea auspiciar. Por supuesto que nadie niega esta realidad, pero es diferente cuando el dinero lo aporta un privado de su bolsillo a cuando lo hace el estado con el bolsillo de todos los contribuyentes.
La empresa se representa a sí misma, por lo que tiene derecho de sostener económicamente a quien más le plazca. El estado, por el contrario, debería representarnos a todos, por lo que es inadmisible que apoye una visión del mundo determinada que, en la mayoría de los casos, es concordante con la visión del propio gobierno, y que puede ser contraria a la de un sector del electorado. El caso de “678” es el ejemplo paradigmático donde el dinero de todos iba a financiar las ideas políticas de solo algunos.
En este marco, es evidente que, incluso cuando el gobierno tenga las mejores intenciones, resultará irresistible la tentación de acudir a la pauta para promover medios afines e intentar silenciar las voces disidentes. Dada esta evidente problemática, suele proponerse que la distribución de la publicidad oficial se reglamente por ley, como sucede en Perú, España o Australia, y que se privilegie la transparencia y la equidad en la distribución.
Sin embargo, aún cuando hubiera una ley al respecto, nada impediría que en el futuro la misma se modifique o incluso se viole sin más, como ha sucedido en el pasado reciente con numerosos artículos de la Constitución Nacional, supuestamente la ley más importante de la nación.
De esta forma, la conclusión más en línea con la defensa de la libertad de prensa es que la pauta oficial debe directamente eliminarse, ya que nunca dejará de ser una herramienta del poder pasible de utilizarse contra la libre expresión.
Ahora al analizar esta posibilidad, muchos temen que, sin pauta, nadie se entere de los actos o campañas del gobierno. Sin embargo, los medios son los primeros interesados en seguir la agenda oficial. De hecho, el gobierno no paga cuando un diario hace una nota sobre las novedades del Boletín Oficial y tampoco auspicia a los medios cuando quiere que éstos cubran una conferencia de prensa. Está en el interés de la prensa cubrirla y difundirla, ya que eso es lo que los consumidores quieren conocer.
Para concluir, en una era caracterizada por la revolución en las tecnologías de la información, que ni el gobierno ni los propios medios de comunicación cuestionen la existencia de la pauta oficial no solo atrasa varios años, sino que nos condena a vivir con escándalos como el de Víctor Hugo Morales u otros periodistas críticos de los gobiernos de turno.
Pero, más importante todavía, nos condena a vivir con la ausencia permanente de una verdadera prensa libre, un valor que debería ser el principal a defender por todos.