La gravísima herencia fiscal: Doce años de populismo y corrupción han llevado el gasto público a un nivel sin precedente

Doce años de populismo, irresponsabilidad y corrupción llevaron el gasto público del conjunto del gobierno nacional, de las provincias y de los municipios desde un 29% al 46,1% del producto bruto interno (PBI) en 2015. Este último nivel no tiene precedente en la Argentina. El promedio de los 20 años previos a 2003 se ubicaba ligeramente por debajo del 30% del PBI. De acuerdo con información suministrada por la Fundación Libertad y Progreso, basada en cifras oficiales, de ese incremento de 17,1 puntos del PBI, el gobierno nacional contribuyó con 10,3 puntos; las provincias, con 5,6, y los municipios, con 1,2. El actual nivel de gasto no es soportable para una economía como la argentina.

La corrupción ha contribuido sin duda a una parte del crecimiento del gasto estatal. Su cuantificación escapa a las estadísticas documentadas, pero sin duda ha abultado el gasto en obra pública, insumos, servicios y planes sociales. El dinero filtrado a la corrupción está inserto en las cifras anteriores, que podrían haber sido menores, logrando mayor beneficio para la comunidad.

Las causas del incremento del gasto público hablan de las dificultades que habrá para reducirlo. El número de empleados públicos en el país pasó de 2.386.400 en 2003 a 4.232.030 en 2015. El gasto en salarios creció 5,5 puntos del PBI, de los cuales las provincias contribuyeron en 3,8 puntos y los municipios, en 1,2. El aumento del número de jubilados por efecto de las dos moratorias previsionales incrementó el gasto en 3,4 puntos del PBI. Este incremento es absolutamente irreversible. Los fondos entregados en planes sociales crecieron 3,9 puntos del PBI, de los cuales más de dos tercios fueron responsabilidad del gobierno nacional. Finalmente, los subsidios a la energía y al transporte, que antes de 2002 prácticamente no existían, en 2015 sumaron 4,3 puntos del PBI, casi en su totalidad aportados por el gobierno nacional.

La reducción de los planes sociales ha encontrado una fuerte resistencia dentro de la propia coalición de gobierno. La oposición kirchnerista y la dirigencia gremial acusan al presidente Mauricio Macri de estar favoreciendo a los empresarios y castigando a los trabajadores. Alegan la reducción de las retenciones y particularmente las referidas a la minería. Además, critican el no haber modificado las escalas en el impuesto a las ganancias. Estas críticas infundadas prenden fácilmente y son recogidas por la gente sin profundizar en ellas. La consecuencia es una fuerte inhibición en los responsables del Gobierno para corregir este descomunal desliz en el gasto público.

Esta inhibición también alcanzó a las decisiones de aumentar las tarifas de la energía y, particularmente, en el transporte para reducir el gasto en subsidios. En la energía ya se comenzó, no así en el transporte, donde se temen reacciones mayores.

La reducción del empleo público no se está apoyando en un rediseño del aparato estatal. En el plano nacional, el ministro de Modernización, Andrés Ibarra, ha expuesto medidas de transparencia y eficiencia, pero parece limitar la racionalización de la dotación de personal a los “ñoquis”, a los que cobran y no trabajan. No se observa un avance sobre la innumerable cantidad de entes, reparticiones y oficinas que cumplen tareas innecesarias y prescindibles. El gigantismo estatal sigue las leyes de Parkinson, una de las cuales es que la burocracia se encarga por sí misma de expandirse e inventarse tareas. Salvo los más recientes nombramientos de militantes de La Cámpora, es difícil que quien audite una repartición encuentre personas sin tarea. Además, basta que también se les dé un tiempo a estos jóvenes militantes para que sea imposible sorprenderlos sin que estén plenamente activos respondiendo a requerimientos de otras oficinas que también necesitan justificarse.

Una verdadera reforma debe partir de un diseño de base cero que establezca la organización y las dotaciones mínimas para cumplir todas las funciones que debe cumplir el Gobierno, bajo sistemas y reglas eficientes. Por cierto, esa reforma debe contemplar un proceso de transición con todas las medidas para amortiguar el costo social y la reinserción laboral del empleo público excedente. Si no es así, no será posible revertir el injustificado aumento del empleo público y el consiguiente gasto. Téngase en cuenta, además, que la mayor parte de este incremento se ha producido en provincias y municipios. La reforma del Estado requerirá un acuerdo federal. De ninguna manera el gobierno nacional debería continuar transfiriendo fondos por encima de la coparticipación a las provincias que aumentaron injustificadamente su personal.

Al mismo tiempo que creció el gasto, aumentó la presión tributaria. De 27% del PBI en 2003 se pasó a 39% en 2015. Ante la mayor suba del gasto, eso no fue suficiente para evitar que el déficit fiscal se catapultara a un 7% del PBI. Las consecuencias no tardaron en hacerse ver: fuerte emisión monetaria, inflación, uso de los fondos de los jubilados y endeudamiento oneroso ante la situación de default.

La estabilidad y el futuro son incompatibles con este nivel de déficit fiscal, y ni la economía ni la sociedad soportan este altísimo nivel de presión tributaria. De hecho, las primeras medidas de la gestión Macri han sido para reducir impuestos. La solución no pasa por aumentarlos, sino por reducir el gasto. De no hacerlo, el financiamiento del déficit mediante deuda pública tarde o temprano pondrá al Gobierno en riesgo. El mundo mira hoy con optimismo a la Argentina, pero no deja de recordar que es el país que más veces cayó en default.

Es posible bajar el gasto resguardando los efectos sociales. No hacerlo para evitarlos tiene siempre finalmente efectos mucho más dolorosos. El deber del buen gobernante es explicar con verdad y claridad la situación y las opciones alternativas con sus consecuencias

Fuente: La Nación.-

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