La introducción de impuestos distorsivos no ha hecho más que producir severos daños en nuestra economía, por lo que urge revisarlos o corregirlos.
La avidez de los gobiernos por obtener más recursos tributarios ha desembocado usualmente en la introducción de impuestos distorsivos que, tarde o temprano, producen efectos negativos sobre la economía. Así ha ocurrido en nuestro país cada vez que la situación fiscal adquirió alguna gravedad. Por ejemplo, en 2001, en las cercanías del default, se creó el impuesto al cheque, que aún sigue vivo afectando la bancarización y promoviendo la informalidad. De la misma manera pueden citarse otros impuestos que desalientan el ahorro, reducen la inversión, impulsan la evasión o inducen a radicarse fiscalmente en otros países. Tal es el caso de la aplicación del concepto de “renta universal” junto a muy pesadas alícuotas en los impuestos a las ganancias y a los bienes personales.
Las recurrentes estrecheces fiscales han motivado el movimiento ascendente de las alícuotas hasta, en muchos casos, hacerlas confiscatorias. El IVA comenzó con un 13% y hoy está en el 21%. Cuando se creó el impuesto a los réditos, en 1932, la alícuota era del 4%, mientras que hoy el impuesto a las ganancias que lo sucedió tributa hasta el 35%. La inflación agrega complejidad fiscal y efectos confiscatorios. Los balances no pueden ser ajustados por inflación para establecer la verdadera ganancia gravable y de esa forma se paga por ganancias inexistentes. Tampoco se tiene en cuenta lo que es meramente inflación cuando se debe tributar por la ganancia nominal de capital en la venta de sociedades o de inmuebles. Y muchas de las deducciones, entre ellas los seguros de vida, no han sido actualizadas desde 1992.
El impuesto a los bienes personales no considera los pasivos que pueden estar ligados a los activos que tributan. Quien adquirió un inmueble con un crédito hipotecario paga por el valor del inmueble y no por el neto deduciendo la deuda. Por otro lado, una alícuota del 1,5% prácticamente consume toda la renta que puede obtenerse en términos reales con las tasas de interés hoy vigentes en moneda dura. La insinuación del titular de la AFIP, Alberto Abad, de elevarla al 1,75% para compensar la suba del mínimo imponible no logrará otro efecto que más contribuyentes desplacen su domicilio fiscal a países limítrofes.
El carácter federal de nuestra organización nacional determina que las provincias y los municipios legislen y cobren impuestos y tasas en su propio nivel. El menú es muy rico en sinsentidos y el crecimiento de estos gravámenes ha sido incesante. Con muy pocas excepciones los gobiernos provinciales y municipales han expandido notablemente sus aparatos burocráticos necesitando ingresos crecientes. Han aumentado las alícuotas y han afinado las valuaciones fiscales de inmuebles, campos y vehículos. El gravamen a los ingresos brutos ha progresado en sus niveles. Es un tributo con efectos distorsivos por ser un impuesto en cadena que castiga la especialización vertical.
La coparticipación federal de impuestos fue recortada cuando se derivó a la Anses un 15% de la masa coparticipable. Esto, agregado a la vocación gastadora de los gobiernos provinciales, ocasionó un desfinanciamiento que hoy requiere permanentes transferencias discrecionales desde el gobierno nacional. El federalismo ha dado paso a la sujeción política al poder central que se puso en toda evidencia en la gestión kirchnerista. Como hemos sostenido desde estas columnas, no ha habido en la historia reciente gobiernos más unitarios que los de Néstor y Cristina Kirchner.
Las urgencias financieras impulsaron otra modalidad de exacción. Son los anticipos. En función de lo que pagó en el año anterior, cada contribuyente debe anticipar el tributo supuesto del año siguiente. Algún gobierno logró así multiplicar por dos en un ejercicio la recaudación de Ganancias y Bienes Personales. Hoy ya es impensable en una vuelta de tuerca adicional anticipar los anticipos, pero los contribuyentes sufren esta exacción psicológica al tener que pagar por lo que aún no han devengado.
La enorme complejidad en la liquidación de los impuestos es otro tema de análisis y necesaria simplificación. El monotributo fue en su momento un paso positivo; sin embargo, los permanentes cambios normativos y la complejidad de las presentaciones por vía digital requieren casi inevitablemente la participación de un profesional especializado. Un negocio, por pequeño que sea, enfrenta sobrecostos por este motivo. Por otro lado, todo contribuyente está expuesto a equivocarse en la maraña de sus presentaciones y pagos, sufriendo frecuentemente el embargo de sus cuentas y el pago de multas.
En la actual emergencia fiscal parecería poco apropiado aconsejar una eliminación in extenso de impuestos para corregir distorsiones y exacciones como las que hemos mencionado. Sin embargo, el nuevo gobierno ya ha empezado a transitar en ese sentido. Ha eliminado o reducido derechos de exportación, aumentó el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias y ha pedido urgente tratamiento parlamentario de la modificación de las escalas. En su discurso del 1° del mes actual el Presidente anunció la reducción del IVA en la canasta alimentaria para los sectores sociales más vulnerables. Pareciera ahora que no se puede avanzar más rápido si antes no se reduce el gasto público. En este sentido, sólo se advierten esfuerzos parciales de disminución de subsidios al sector eléctrico, mientras se aplica una extrema gradualidad en otros sectores. Algunas decisiones han incrementado el gasto, por ejemplo la extensión de la Asignación Universal por Hijo y el aumento otorgado a los maestros que obliga al gobierno nacional a suplementar los fondos provinciales.
Por lo tanto, parece prudente no eliminar o reducir impuestos mientras no se doblegue el fuerte déficit fiscal heredado. No obstante, algunas situaciones inequitativas deberían suprimirse o corregirse sin más demora. Por ejemplo, por una cuestión de equidad el fisco debería reconocer por sus atrasos en las devoluciones la misma tasa de interés que aplica por la mora en el pago de impuestos. Por la misma razón se debería reimplantar el ajuste por inflación para la determinación del impuesto a las ganancias de sociedades.
En algunos casos la reducción de una alícuota muy elevada podría paradójicamente aumentar la recaudación. Es el fenómeno que identificó el economista Arthur Laffer. En ese sentido, debería revisarse la última reforma que pretendió gravar la “renta financiera” y debería dejarse de lado la idea de aplicar impuestos al pago de dividendos y a la compraventa de acciones.
Condicionado a la reducción del actual desequilibrio fiscal, deberían en el futuro eliminarse el impuesto a la ganancia mínima presunta, el gravamen a los débitos y créditos bancarios (impuesto al cheque) y el impuesto a los bienes personales.
El sistema jubilatorio debería tender a que las prestaciones tengan una mayor correspondencia con los aportes realizados. Debería admitirse y alentarse la instrumentación de sistemas de ahorro individuales. Ya mismo y previendo el desequilibrio de la Anses cuando retorne aquel 15% a las provincias, debería iniciarse un gradual aumento de la edad de retiro, tendiendo además a nivelarla entre hombres y mujeres.
Los gobiernos provinciales deberían estudiar la sustitución del impuesto a los ingresos brutos por un gravamen a las ventas finales de consumo. Deberían asimismo suprimir el impuesto a los sellos y el impuesto a la herencia, donde están vigentes.
Debe destacarse finalmente la importancia de la estabilidad fiscal para atraer la inversión de largo plazo, un principio que debe estar presente en toda propuesta de reforma impositiva.