Consejero Académico de Libertad y Progreso
En estos tiempos estamos viendo aún más profusamente en los medios a muchas personas que viven de la política. Es curiosa la manera en la que analizamos a esas personas, llamadas “políticos profesionales”.
Profesión indica capacidad: “Empleo, facultad u oficio que alguien ejerce y por el que percibe una retribución”, dice el DRAE. De ahí que ser un profesional sea motivo de orgullo. La característica de una médica profesional o de un fontanero profesional es que brindan una suerte de aval: se puede confiar en que harán su labor con destreza.
Ahora bien, existe una única actividad (quizá con la excepción de la prostitución) en la que ser un profesional no es motivo de orgullo: la política. Si ser una ingeniera profesional o un camarero profesional proporciona un timbre de satisfacción, ser un político profesional es algo que casi todos los políticos evitan reconocer. En efecto, suena a inútil, a aprovechado, cuando no a sinvergüenza. En la política lo que prima es ser un aficionado, un amateur, y casi nunca un profesional.
Paradójicamente, todos los políticos son profesionales, puesto que cobran por su trabajo en la política. Tengo para mí, por añadidura, que la mayoría no se sacrifica, es decir, que la mayoría gana al entrar en la política más de lo que ganaba en su actividad precedente. Y cuando dejan la política rara vez sus retribuciones son inferiores a las que percibían sirviendo a la patria.
Siguiendo con las paradojas, los políticos no quieren ser reconocidos como profesionales mientras que al mismo tiempo insisten en lo mucho que trabajan y se esfuerzan por nosotros: las reuniones maratonianas, incluso hasta altas horas de la madrugada, son un ejemplo de esta fábula. Es notable cómo pueden presumir los políticos de dormir poco, cuando sería absurdo, y en extremo inquietante, que un médico se ufanara de no haber dormido antes de operarnos a corazón abierto.
Ignoro la respuesta precisa a estas aporías. Sólo puedo plantear una conjetura: en su fuero íntimo, los políticos no deben estar muy orgullosos de su trabajo, un trabajo en el que incurren a menudo en proclamaciones que distorsionan la realidad, y que se concreta en medidas que violan los derechos de los ciudadanos, usurpándoles los bienes y quebrantando sus libertades. Ellos saben o acaso sospechan que es así, saben que cada vez que se vanaglorian por sus “conquistas sociales” o “derechos de los ciudadanos” es que han arrebatado cuotas crecientes de sus bienes a sus súbditos. Ninguna proclamación de “justicia social” puede drenar el componente de inmoralidad que esta coacción inevitablemente acarrea. De ahí que no quieran profesarla como los demás ejercemos nuestro trabajo.
Pero los demás tampoco somos inocentes, no sólo porque votamos a esas personas de las que después recelamos, sino porque no terminamos de convencernos de que someter a los ciudadanos a la imposición política y legislativa esté realmente mal.