Presidente del Club de la Libertad de Corrientes.
Cierta visión intuitiva invita a pensar que el actual derrotero tiene fecha de vencimiento y que, más tarde o más temprano, se tocará fondo para iniciar, desde ahí, una nueva era mucho más auspiciosa y prometedora.
Bajo esa perspectiva, el dilema que plantea el presente pasa por identificar cuando finalmente ocurrirá ese instante y que tiempo demandará luego, dar el giro suficiente para iniciar el camino de la recuperación y el crecimiento.
Existe una presunción de que esa será la secuencia de los acontecimientos y entonces el debate pasa por saber si esos hechos deben precipitarse o si es mejor alternativa esperar a que todo se de en forma pausada y progresiva.
Queda claro que, hasta ahora, algunos asuntos se han embestido con determinación y se han resuelto de una sola vez, mientras en otros casos se ha apelado a un esquema mucho más paulatino y escalonado.
Debe admitirse que no se puede pasar a la siguiente fase sin abandonar, de algún modo, el presente. La decisión de postergar soluciones, de ir de a poco, de ser políticamente correcto y excesivamente prudente no parece ser una receta que pueda exhibir garantías, ni demasiadas certezas.
Muchos dirigentes, e inclusive ciudadanos, sostienen que los cambios se deben encarar sin premuras, que todo es muy complejo y que entonces se debe pisar terreno firme para luego recién hacer las transformaciones.
Ese razonamiento puede parecer muy interesante y hasta razonable, pero no necesariamente para todos los asuntos. Algunas cuestiones merecen un tratamiento más expeditivo, enérgico y diligente. No hacerlo implica asumir otros riesgos mayores que a veces no se perciben con suficiente lucidez.
Los que defienden esta modalidad gradualista sostienen que para avanzar se precisa de cierta sustentabilidad política y esos consensos son siempre frágiles y de escasa consistencia. En ese contexto, afirman que hacerlo por etapas es mucho más inteligente y también recomendable.
El problema es, que en ocasiones, sin tomar decisiones apropiadas y en el momento exacto, se dilapida la mejor oportunidad de abordar esos escollos, que no esperarán los ritmos ideales que muchos suponen.
A estas alturas, nadie puede desconocer que la marcha general de la economía condiciona fuertemente a la política, e impacta tanto en el clima social como en los respaldos cívicos que se precisan para evolucionar.
Es por eso que se puede entender, y hasta soportar, cierta parsimonia en tópicos puntuales. Sin embargo, otros, requieren de una celeridad diferente. Es posible que la paciencia ciudadana se agote rápidamente, y entonces la estrategia del “paso a paso”, termina siendo improcedente e ineficaz.
Los sinceramientos económicos nunca son agradables. Cierta tendencia a la comodidad y al natural acostumbramiento de parte de la sociedad, impiden visualizar con claridad la necesidad de poner las cosas en su lugar.
Hacer lo correcto y lo necesario para que todo funcione mas armónicamente, siempre tiene ineludibles consecuencias. Muchas de esas adecuaciones implican pérdidas significativas en el corto plazo. Es que nadie quiere abandonar la “fiesta”, y mucho menos pagarla de su propio bolsillo.
Es innegable que ciertos sectores de la política tienen especial interés en que todo salga mal, que esto colapse y la sociedad pida pronto un retorno a las prácticas del pasado. Pero ellos no quieren ser “los malos de la película”, por eso incentivan con sus arengas, para que sea la misma sociedad la que llegue pronto al hartazgo y reclame un rápido regreso al populismo.
Por eso, quienes tienen la responsabilidad de tomar las decisiones más trascendentes, deben comprender que la paciencia es finita, que todo tiene su límite, que la complejidad de los problemas no puede ser la gran excusa, que la voluntad de cambio y de acompañar este periodo no es inagotable, y entonces se debe entender el trasfondo actuando con mayor prisa.
El explosivo cóctel en el que conviven una sociedad ansiosa por resultados concretos y un perverso sector de la política que, sin escrúpulos ha demostrado su inmoralidad, y que está listo para aprovecharse de cualquier error, es parte de la realidad y no puede ser ignorado con tanta liviandad.
Claro que hacer las cosas rápidamente no genera certeza alguna y que implica asumir enormes riesgos. Pero la supuesta mesura, la ponderada sensatez y el ansiado equilibrio, no aseguran tampoco un exitoso final.
Ambas posturas implican peligros. Siempre algo puede salir mal y así desperdiciar una excelente e irrepetible oportunidad. Pero quedarse paralizado, de brazos cruzados, y apelar al patético discurso de que nadie estará dispuesto a volver al pasado, es demasiado ingenuo e imprudente.
Tal vez sea el tiempo de apretar el acelerador y apurar el tranco, aceptando que no será fácil, ni gratis. Las decisiones osadas tienen un costo político elevado muchas veces, pero esas facturas se deben pagar cuando aún se puede hacerlo, porque de lo contrario, cuando sean inevitables, puede ser demasiado tarde y entonces ya no habrá margen para lamentarse.
La historia es abundante en ejemplos de líderes que postergaron decisiones relevantes y que cuando finalmente quisieron ejecutarlas ya no pudieron y la sociedad, entonces, busco nuevos intérpretes para salir de ese enredo.
Es importante dar vuelta la página, abandonar el pasado y emprender el camino hacia un porvenir superador. Pero eso no sucederá solo con mero voluntarismo, un poco de maquillaje publicitario y sensibleros discursos.
La tarea pasa ahora por profundizar la acción, hacer lo necesario sin titubeos, pagar el costo de esas decisiones con convicción y, luego de ese proceso difícil pero imprescindible, cosechar los frutos de haber reaccionado a tiempo. Es hora de emprender con determinación el camino hacia el anhelado punto de inflexión.