FORTUNA – Fuimos a una fiesta. Comimos, bailamos, nos embriagamos, contamos chistes malísimos y nos reímos a risotadas. Parecía que todo era felicidad. La fiesta duró doce años. Nos hicimos amigos de los malos, nos burlamos de los buenos. El dinero brotaba. Tanto que algunos lo guardaban en valijas y lo distribuían en conventos.
“Teníamos oro, vino a granel, y así pasábamos los días” rezaba una vieja canción de Sui Generis reeditada en la última década.
Tan bien la pasábamos que los más encumbrados nos hablaban de amor. “El amor vence al odio” afirmaban desde el kirchnerismo como si se tratara del undécimo mandamiento aún no publicado. “La economía de la felicidad” nos explicaba a los empresarios un secretario en La Escuelita con un fusil en el escritorio.
Hasta que un día llegó la cuenta.
Alguien dijo. “Se acabó la plata y tenemos que pagar”.
El dólar pasó del virtual valor de $9,70 a $ 15, el costo anual del dinero de 18% a 38%, las tarifas de agua, gas y electricidad se multiplicaron por 5, 6, y 7. Casi un 678 tarifario. En referencia al propagandístico programa estatal al servicio del entretenimiento del rey (y la reina).
En términos microeconómicos también llegó la factura. Se paralizaron las obras públicas por falta de dinero (desde Julio 2015) y desde diciembre 2015 comenzaron a revisarse una por una. Mientras tanto crecía el desempleo en la construcción. Recién ahora (julio 2016) se retoman obras a valores menores para hacer lo mismo. La corrupción explica la diferencia en menos. Las valijas no se llenaban de aire.
Históricamente las tarifas de luz, agua y gas representaban el 15% del salario de un argentino medio. El kirchnerismo subsidió de tal manera esos servicios de manera que durante doce años representaron sólo el 3%. Una canción propagandística usada en sus campanas por el Frente para La Victoria dice “compañero, por todas tus conquistas, los días más felices, siempre fueron peronistas”.
Felicidad con el dinero ajeno, hasta que se agota. O hasta que los servicios revientan.
Tal como la ley de gravedad, las leyes económicas son inmutables. Honestamente lo lamento, pero la realidad te la bienvenida, con una socarrona sonrisa.
El subsidio en el precio de los servicios públicos incrementó la demanda y ralentizó la oferta. Ese bache, “faltante artificial” lo llaman los economistas, se cubrió con el stock previo y con importaciones caras financiadas por el gasto público. Nadie se daba cuenta. Quienes lo advertían era “agoreros” que perdían las elecciones. Precisamente por advertirlo.
Un día se agotó el stock. Y otro día, un poco más tarde nos quedamos sin plata para pagar importaciones. Aún los amigos, nos cobraban cash. En esto no hay amigos. Otra vez, “bienvenidos a la realidad”.
Ahora están todas las facturas sobre la mesa. La basura que estaba debajo de la alfombra ya no estás más. Todo está a la vista.
Y los argentinos nos encontramos con que nuestros salarios son 12% más bajos en términos permanentes. Además de la inflación, sabemos que el 15% de nuestro ingreso deberá financiar la provisión de servicios que alguien nos quiso convencer que eran gratuitos.
Y nos duele. Vamos a la justicia interponiendo recursos de amparo, cortamos rutas y calles. Protestamos, insultamos y quizás no votemos. Pero la realidad es que sin precios no hay oferta. Desde los mercados de Babilonia que si el precio es cero los oferentes no aparecen. Y la realidad se impone. Siempre.
Nos quedamos sin gas, sin cables, sin luz, con poca agua. Gracias al derroche y al traicionero concepto de “gratuidad” Argentina es un país que funciona mediocremente entre 15 y 25 grados. Con frío o con mucho calor se bloquea. Colapsa. Cada verano, la geografía urbana cambia. Grupos electrógenos entorpeciendo el tránsito, contaminación sonora, visual y del aire, costos de las empresas por las nubes. Todo para proveernos de una energía que el estado liquidó. Dilapidó. Rompió la oferta.
Ok, así estamos. Nuevamente la Argentina es un barco que intentamos hundir y nunca lo logramos.
En 2016, no sin contratiempos, el sector energético recuperará buena parte de los precios que necesita. El estado podría colaborar mucho reduciendo la carga impositiva de las tarifas y reduciendo los gastos equivalentes a la menor recaudación
La sociedad poco a poco está tomando conciencia que la corrupción mata y la gratuidad corrompe. “Esa mentira te hace feliz”[1] , como decía Charly, no funciona. No te hace feliz. La gratuidad no fue tal. Llenó bolsos de dinero y nos dejó sin servicios. Por los que ahora nos toca pagar.
Aunque nos duela y debamos guardar el relato progresista para el próximo viento de cola debemos confiar en lo que nos decía Adam Smith, al pregonar que la juiciosa conducta de los particulares que basta no solamente para compensar los efectos de la prodigalidad y de las imprudencias de los particulares mismos, sino también para balancear el de las profusiones excesivas del gobierno. Dijo Smith: “Este esfuerzo constante, uniforme y jamás interrumpido de todo individuo por mejorar su suerte tiene a menudo bastante poder para mantener, a despecho de las locuras del gobierno y de todos los errores de la administración, el progreso natural de las cosas hacia una condición mejor”