Subdirector de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas en ESEADE.
El primero de febrero comenzó a funcionar la nueva iniciativa del gobierno, “precios transparentes”, que buscaba transparentar los costos de financiación para los consumidores, especialmente en los casos de las “cuotas sin interés”.
Cuando una persona le ofrece un crédito a alguien, es decir, le ofrece financiación, siempre cobra un interés por hacerlo. El interés, de hecho, es el precio del crédito, y si no nos cobraran por ese crédito, entonces nadie tendría incentivos para ofrecerlo.
Más aún, en una economía inflacionaria como la nuestra, es impensable suponer que Juan va a prestar le $ 100 a Pedro y exigirle, en 365 días, la devolución de solamente $ 100. Hacer eso equivaldría a regalar poder adquisitivo.
A pesar de esta realidad evidente, hasta enero de este año en Argentina existían las cuotas “sin interés”, donde los consumidores tenían un mismo precio para un producto cuando lo pagaban en efectivo y cuando lo pagaban en cuotas fijas a un plazo futuro.
Un lavarropas podía costar, digamos, $ 8.000, si se lo pagaba en un solo pago o bien 12 cómodas cuotas de $ 666,67. Es decir, lo mismo.
Frente a esta aparentemente extraña situación, el gobierno pensó lo siguiente:
Como nadie regala nada, y mucho menos la financiación en un país inflacionario, lo que debe estar sucediendo es que los comercios inflan los precios de contado y engañan a la gente diciéndole que le financian la compra sin cobrarle interés. Con un precio muy caro de contado, se cubren de las futuras pérdidas por la inflación y hacen que el consumidor pague el costo de endeudarse.
Esta suposición, además, estaba apoyada por el inciso c) del artículo 37 de la “Ley de Tarjetas de Crédito“, que obligaba a los comercios a cobrar el mismo precio de contado que financiado. O, al menos, eso se entendía.
Dada esta situación, no tuvieron mejor idea que cambiar la obligación y decirle a los comercios que ahora tenían que mostrar, sí o sí, precios diferenciados para compras a un pago o en cuotas.
El gobierno asumió que el lavarropas de $ 8.000 seguiría costando $ 8.000 en 12 cuotas de $ 666,67; pero que al contado bajaría, digamos, entre un 15% y un 20%. De esta forma, se acabaría el supuesto “costo financiero oculto que los malvados empresarios hacían pagar al consumidor”.
La medida iba a ser un beneficio neto para los consumidores. No perdían nada en cuotas, pero ganaban si pagaban al contado. Además, toda la operación sería más transparente.
El resultado fue muy distinto. De acuerdo con un relevamiento de la consultora Elypsis sobre 12.000 productos, los precios, solo en el 45% de los casos bajaron un mero 5,7%, mientras que en otro 18% subieron un 5,5%.
Además, de acuerdo con Clarín, el nuevo esquema hace que “comprar la mercadería en 12 cuotas fijas cueste ahora entre 16 y 20% más que en enero”.
Si la medida era tan bien intencionada… ¿por qué salió tan mal?
Lo que el gobierno pasó por encima fue nada menos que la moderna teoría de los precios. Para Marx y Smith, los precios en el mercado estaban determinados por los costos de producción. Sin embargo, en 1871 Menger explicó que éstos dependían de la utilidad marginal y que, en última instancia, eran determinados por el consumidor, en base a la escasez.
Es que piénsese lo siguiente: si los precios fueran determinados por los costos, ninguna empresa quebraría. Todo emprendimiento sería viable, ya que la inagotable billetera de los consumidores aceptaría cualquier “traslado” de los costos.
Eso, sin embargo, no es lo que sucede. Las billeteras no son infinitas, y los consumidores deciden en base a sus preferencias y su restricción presupuestaria.
Rothbard explicó esto para el caso de los impuestos y ofreció la revolucionaria conclusión de que “NO PUEDE TRASLADARSE NINGÚN IMPUESTO”.
Según su explicación:
… los precios nunca vienen determinados por los costes de producción, sino al contrario. El precio de un bien se determina por el volumen de sus existencias y su plan de demanda en el mercado. El plan de demanda no se ve afectado por el impuesto. El precio de venta lo fija cada empresa en el punto de ingreso neto máximo y cualquier precio superior, si no varía el plan de demanda, simplemente contribuirá a reducir el ingreso neto. Por tanto, un impuesto no puede trasladarse al consumidor.
Traslademos este análisis al costo de financiación y el resultado es el mismo: EL COSTO DE FINANCIACIÓN NO PUEDE TRASLADARSE. O, al menos, no en su totalidad. El mercado es un proceso en desarrollo, así que no podemos saber en un momento preciso quién está pagando qué cosa… pero hay algo que sí es claro: asumir que el consumidor final era el que soportaba todo el costo de financiamiento es un error.
En muchos casos, al menos parte del costo financiero lo estaba asumiendo el comercio, o bien las tarjetas de crédito. Por otro lado, dadas las preferencias de los consumidores y sus restricciones de presupuesto, los precios de contado reflejaban conformidad de parte del consumidor y de los negocios: ¿por qué una ley que obliga a diferenciar precio de contado de financiado va hacer que bajen los de contado?
Lo más previsible es que suban los financiados, puesto que al contado ya había un acuerdo explícito en el mercado sobre que esos eran los precios determinados por la oferta y la demanda.
Para arreglar todo este error ridículo, que debería bastar para cerrar la Secretaría de Comercio y destinar sus capacitadísimos recursos a mejores fines, el gobierno no solo no decidió dar marcha atrás con la medida, sino que presionó a bancos públicos para que sacaran planes de financiación con tasas de interés por debajo de las de mercado. Más intervencionismo a un error del intervencionismo.
La única medida razonable en el tema “cuotas sin interés” debería haber sido eliminar el artículo que estaba generando malos entendidos – o bien eliminar toda la ley de tarjetas de crédito- y reemplazarla por la siguiente disposición:
Los negocios gozan de total libertad para establecer sus precios tanto en operaciones al contado como en operaciones con tarjeta
Con el tiempo, si las subas en los precios en cuotas generan mayores retornos para comercios o tarjetas de crédito, la competencia fomentará la entrada de nuevos jugadores que bajarán el costo del crédito o bien los precios. Sin embargo, en el corto plazo, los resultados fueron malos y el consumo inevitablemente sufrirá el efecto.
El intervencionismo no se soluciona con más y “mejor pensado” intervencionismo, sino con libre mercado. El “neoliberal” gobierno de Macri debería saberlo. Y si no, es tiempo de que se entere.