Por Nelson Aguilera.
A medida que transcurren las semanas se advierte con mayor nitidez el escenario de complejidad estructural sobre el que se asientan los principales desafíos internacionales que debe afrontar la nueva administración estadounidense. En ese contexto, las recientes demostraciones de fuerza por parte del gobierno de Donald Trump en Siria, Afganistán y Corea abren una serie de interrogantes acerca de las posibles consecuencias de una intensificación de los conflictos geopolíticos a nivel mundial. Desde luego, todas las hipótesis que podrían formularse al respecto observarían la trascendencia de los factores domésticos y de las coyunturas internacionales que regulan la conducta de las unidades políticas involucradas. Por añadidura, sería lógico pensar que todas esas mismas presunciones coincidirían en afirmar la innegable retroalimentación entre ambas dimensiones, sobre todo en el caso de un país cuyo peso internacional hace que la política exterior ocupe un lugar privilegiado en el debate público.
Debilitado por cuestiones de política doméstica, el gobierno de Donald Trump se enfrenta a la necesidad de construir una estrategia de política externa que le procure mayores apoyos en el plano local y que le permita, al mismo tiempo, identificar las vías más convenientes para lidiar con un escenario global al que se percibe -desde el sistema de creencias más íntimo de sus principales referentes- como esencialmente hostil y plagado de amenazas. Dicha convicción, que había alimentado la retórica de la campaña electoral, asumía contenidos específicos en función del actor y promovía una instrumentalización diferenciada de los recursos de poder estadounidenses según los objetivos buscados: una política de contención hacia China que incluyera un proteccionismo defensivo y que no descartara la vía militar, una reconsideración critica de las relaciones con Europa a través de la presión institucional en el marco de la OTAN y una estrategia de conciliación frente a Rusia mediante la cooperación en la lucha contra el terrorismo islámico y el relajamiento de las sanciones comerciales que pesan sobre ella desde el conflicto ucraniano.
Sin embargo, las luchas intestinas en el seno de la administración y del Partido Republicano -que han motivado el desplazamiento de Stephen Bannon del Consejo de Seguridad Nacional a instancias del bando “anti-ruso” representado por Herbert McMaster en medio de crecientes sospechas a raíz de la supuesta intromisión del Kremlin en las elecciones del año pasado- parecen evidenciar que aún no existe un consenso sustantivo acerca de los ejes fundamentales de la política exterior. En ese sentido, los cortocircuitos generados en la relación con Moscú a partir de las operaciones militares en Siria se producen en una fase incipiente de construcción de una concepción de política exterior que todavía no refleja marcos definidos sobre los cursos de acción que el gobierno estadounidense debería seguir de aquí en adelante en los conflictos internacionales. En efecto, si bien la mira ha estado puesta desde un principio en deslegitimar la acción del Estado islámico, las contundentes represalias a la presunta utilización consciente de armas químicas por parte del gobierno de al Assad denotan una intención manifiesta por limitar los términos de la guerra en cuanto tal sin que ello signifique un pronunciamiento deliberado a favor del cambio de régimen. No obstante, las precauciones asumidas por el gobierno estadounidense antes de ejecutar la operación no impidieron que Moscú criticara severamente el ataque e inscribiese nuevamente su accionar en Siria dentro de una concepción que subraya la necesidad de respetar las voluntades estatales en contra de las presiones centrifugas y desestabilizadoras de poderes externos. Habiendo explicitado su idea de orden global en numerosas ocasiones al precio de perjudicar sus relaciones con Occidente, Rusia espera de la nueva administración estadounidense una definición de la misma naturaleza.
Del mismo modo, una serie de acontecimientos han promovido un acercamiento hacia China que dista ampliamente del tono bélico esgrimido en la campaña contra un país al que los analistas atribuyen el status de adversario estratégico número uno. En primer lugar, la visita del presidente Xi Jinping a Washington permitió sellar un principio de acuerdo sobre política económica que aleja temporalmente los temores mutuos en cuanto al comercio bilateral. Por otro lado, y en momentos en que una nueva espiral de acusaciones y amenazas protagonizado por el gobierno de Pyongyang plantea graves desafíos a la estabilidad regional, la agenda de seguridad ha generado incentivos para la cooperación entre ambos gobiernos. Otra vez, y en paralelo al caso sirio, la cuestión revela la importancia crucial de saber hasta qué punto Estados Unidos puede hacer valer su poderío en la esfera de influencia de otro actor global. En el caso particular de Corea del Norte, la necesidad de evitar una crisis regional por parte de Pekín ha inclinado la balanza en favor del dialogo con Estados Unidos. Por último, la abstención china en el Consejo de Seguridad frente a la resolución patrocinada por Estados Unidos, Francia y el Reino Unido solicitando una investigación sobre la responsabilidad del gobierno sirio en la catástrofe de Jan Sheijun ha sido recibida de buen grado por Washington, que ha preferido interpretarla como una señal de predisposición a la cooperación en materia de seguridad.
En suma, las marchas y contramarchas de Washington sintetizan de manera un tanto contradictoria ciertas características sobresalientes de la teoría y la práctica de la política internacional. En primer lugar, que las fronteras entre la política doméstica y la política exterior son permeables a la influencia recíproca y que los intereses de los Estados, ya sea que respondan a una tradición largamente sostenida o bien a circunstancias apremiantes, no poseen una traducción automática e incontestable en la praxis de la política exterior, sino que requieren la habilidad y la innovación de cualquier otra empresa humana para dar sentido práctico a una visión de conjunto, lo cual implica necesariamente adoptar una actitud de flexibilidad en la elección de los aliados eventuales. Asimismo, y en forma complementaria al punto anterior, las conversaciones con China a propósito de Corea del Norte son consistentes con el hecho de que los problemas de seguridad en las esferas de influencia pueden favorecer el dialogo estratégico dirigido a la estabilización regional cuando se percibe que los costos eventuales de una confrontación superan largamente los beneficios potenciales. Finalmente, en cuanto a los criterios de formulación de la política exterior, se ha puesto de relieve de manera notoria que los Estados se componen de diversos grupos y facciones que compiten entre sí con frecuencia y que tienden a convertir al proceso de toma de decisiones en una pugna burocrática cuyo output emerge como un producto más o menos consensuado de los acuerdos sectoriales antes que como la resolución indubitable de un actor unificado. Tres lecciones -sobre la conexión de lo interno y lo externo, la geopolítica y la naturaleza decisional- que no permiten predecir el desarrollo inmediato de los conflictos que ponen en vilo al mundo, pero que aportan guías útiles para comprender el contexto en el que ocurren.