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A Donald Trump se le ha alborotado el avispero. Culpa a la prensa de sus desgracias, pero no es verdad. Él es el responsable de todas sus desdichas. Si le advirtieron de las andanzas monetarias del general Michael Flynn con los turcos, no debió intentar llevarlo al gabinete. Si durante la campaña pidió y obtuvo ayuda de los rusos – extremo que él niega y debe demostrarse – fue un error vecino al delito y una inmensa deslealtad al país. Si luego le confió a Vladimir Putin y al canciller ruso Sergéi Lavrov una delicada información de la inteligencia israelí, se trató de una severa imprudencia.
Pero lo más grave es la incapacidad de Trump para no distinguir el papel de Moscú en los asuntos mundiales. Putin, progresiva y deliberadamente, ha ido situando a Rusia como el gran adversario de Estados Unidos y de Occidente. No quiere restaurar el bolchevismo, pero sabe que el pueblo ruso añora el rol de gran potencia que obtuvo desde que en 1815, tras la derrota de Napoleón, durante el Congreso de Viena, Rusia fue reconocida como una de las naciones clave del planeta y así se le percibió hasta el fin de la Guerra Fría.
Durante la década de los noventa del siglo XX, tras la desaparición de la URSS y de haberse disuelto el partido comunista, cuando gobernaba Boris Yeltsin, hubo una oportunidad de atraer ese país a la órbita occidental, entonces desorganizado, desorientado y muy pobre, pero Bill Clinton no supo, no pudo o no le interesó hacerlo, acaso porque fue incapaz de prever que la nación más extensa de la Tierra acabaría chocando con Estados Unidos.
Hoy Rusia rechaza la presencia de la OTAN en Europa y se opone al despliegue de los sistemas antimisiles norteamericanos. Respalda a los ayatolas iraníes, creadores de la siniestra organización terrorista Hizbolá. Intenta perjudicar, cada vez que puede, a la democracia israelí. Apoya militarmente a la asesina satrapía siria. Protege diplomáticamente a Corea del Norte en dupla con China. Arma al ejército chavista y realiza operaciones conjuntas con su marina. Rehace sus vínculos con Cuba y le envía petróleo cuando flaquean los suministros venezolanos. Y, además, establece una absurda carrera armamentista en Centroamérica, la región más pobre de América Latina, al adiestrar a las FFAA nicaragüenses, país al que le ha vendido 50 tanques de combate, y donde tiene varios centenares de asesores apostados que les dan servicio a los buques de guerra que envía periódicamente al Caribe y al Pacífico.
Putin podrá ser simpático con Donald Trump, y es cierto que al ex KGB (que detestaba a Hillary Clinton), le convenía que el multimillonario llegara a la Casa Blanca con su auxilio, pero, objetivamente, el ruso es un enemigo de los intereses y los valores de Estados Unidos, y el presidente de este país no puede caer en la ingenuidad de tratarlo como si fuera un aliado. Pecado, por cierto, que también cometió Barack Obama en su trato deferente a la dictadura cubana, ignorando que, mientras negociaban el deshielo, los Castro le jugaban cabeza y apertrechaban clandestinamente a Corea del Norte.
Peor aún: los cubanos retuvieron 19 meses un misil ultra secreto norteamericano llegado a La Habana desde Europa, supuestamente “por error”, aunque untado con el tufo inequívoco de ser una operación maestra de la DGI cubana.
Se trataba de un AGM 114 Hellfire guiado por láser, capaz de ser disparado desde un dron o desde un helicóptero. Diecinueve meses era un periodo más que suficiente para haber compartido la tecnología con Irán, Corea del Norte y Rusia, como los Castro hicieron en el pasado con inteligencia militar muy importante captada por sus bien aceitados servicios de espionaje.
Francamente, el mayor riesgo que entraña la presidencia de Donald Trump no es su utilización infantil del twitter, sus vengativas y pintorescas rabietas contra la prensa o su grandiosidad narcisista, típica de los caudillos populistas, sino no entender quiénes son los enemigos de la sociedad que lo eligió. Eso sí pone los pelos de punta.