Magister en Estudios Internacionales UTDT (Universidad Torcuato Di Tella) y colaborador de Libertad y Progreso.
VISIÓN LIBERAL Por Nelson Aguilera
Alguna vez, la aguda intuición de Otto von Bismarck fue capaz de sintetizar en un simple aforismo los males que afectaban a su tiempo: “vivimos una época maravillosa, en la que el fuerte es débil por causa de sus escrúpulos y el débil se hace fuerte por causa de su audacia”. Dada la sensación de pavor que ha dominado a la opinión pública mundial luego de que el régimen de Corea del Norte lanzara recientemente un misil balístico en el Pacífico Norte, resulta muy difícil no advertir un cierto aire de misteriosa premonición en las palabras del sabio canciller prusiano. Sumada a la lógica incertidumbre que siempre genera una amenaza bélica, la posibilidad de un desborde nuclear abre un serio interrogante acerca del futuro inmediato de la seguridad internacional. Aunque valdría la pena analizar el tema de la proliferación nuclear con mayor profundidad, convendría mejor focalizar nuestros esfuerzos en intentar explicar lo que está en juego actualmente a nivel global.
En primer lugar, es posible reconocer que una acción militar preventiva llevada a cabo por Estados Unidos entrañaría el riesgo absurdo de extender el conflicto a China, aumentando las tensiones a un punto sin retorno.
Sobre esta cuestión, parece obvio señalar que China jamás se quedaría cruzada de brazos en el hipotético caso de que el equilibrio de poder en el Este asiático fuese trastocado. Por lo demás, es claro que un eventual colapso del régimen norcoreano acarrearía enormes costos para la República Popular, no sólo por las presiones migratorias que debería afrontar, sino también por el vacío de poder que se produciría en el país vecino y que allanaría el camino para que las tropas estadounidenses avancen en dirección a la frontera nororiental china.
En este marco, la inédita escalada dialéctica entre Washington y Pyongyang es percibida con suma preocupación por las autoridades de Pekín, cuyos ejes de política exterior empiezan a adquirir tonos de mayor dureza a medida que las disputas con Japón por la soberanía de las islas Senkaku se vuelven cada vez más urticantes. Dicho esto, sería bastante ingenuo creer que el entuerto norcoreano puede resolverse mediante estrategias unilaterales, menos aún si éstas aparejan despliegues militares. Por paradójico que suene, China es la principal interesada en que Corea del Norte renuncie a sus planes de atacar Estados Unidos y modere su conducta.
Sin embargo, cabe suponer que China no estará dispuesta a ejercer mayores presiones sobre Kim Jong-un si al mismo tiempo Estados Unidos y Corea del Sur no suspenden los ejercicios militares conjuntos que han estado llevando a cabo en el mar del Este.
Tampoco si el gobierno norteamericano insiste con la idea de reforzar el sistema antimisiles instalado en Corea del Sur.
A su vez, para Washington la situación también reflota varios estigmas. Si los desarrollos armamentísticos del régimen norcoreano mantienen su curso evolutivo, el paraguas nuclear norteamericano perderá credibilidad a los ojos de Tokio y Seúl, lo cual podría conducir a una exacerbación de las suspicacias a nivel regional.
Ya de hecho, las naciones del Asia del Pacífico se sienten amenazadas por misiles de corto alcance. En ese sentido, la desnuclearización de Corea del Norte no resolvería las pugnas geopolíticas que tienen en vilo a la comunidad internacional, pero ayudaría a aplacar los recelos entre las naciones asiáticas y a emplazar el diálogo estratégico sobre un terreno menos pantanoso. En última instancia, el problema que plantea Corea del Norte no tiene que ver con el grado de sofisticación de sus armas nucleares, sino con la capacidad que posee un Estado paria para desestabilizar todo un sistema de alianzas. Fundamentalmente, se trata de una encrucijada que reclama una solución política antes que militar.
Llegados a este punto -y de acuerdo a la posición que ocupan en el sistema internacional-, sería lógico pensar que Estados Unidos y China deberían ser los encargados de garantizar una salida diplomática a la crisis generada en los últimos días. Quizás como en ningún otro campo, las posibilidades de cooperación entre ambas potencias son visiblemente altas en lo que a seguridad se refiere. A ninguno de los dos países le sería beneficioso impulsar un tour de force de semejante magnitud en las circunstancias actuales.
Luego de haber invertido una cantidad desproporcionada de sus recursos nacionales para alimentar la paranoia nuclear, un abandono intempestivo del programa misilístico por parte del gobierno comunista podría desencadenar fuertes -y tal vez incontenibles- agitaciones sociales e incluso un cambio de régimen. Como lo señaláramos previamente, un desenlace de ese tipo reactivaría las alarmas de Pekín y probablemente tampoco sería un resultado deseable para Corea del Sur, cuyo gobierno se vería fuertemente constreñido por presiones nacionalistas ansiosas por lograr la unificación. Tales pesadillas podrían ser aplacadas si los acuerdos internacionales posteriores a la desnuclearización contasen con cláusulas capaces de imponer restricciones a la expansión militar surcoreana en el norte de la península.
Finalmente, está la cuestión de saber si los mandatarios de las potencias involucradas cuentan con el suficiente buen juicio como para forjar una estrategia conjunta. De cara a los desafíos que se presentan en lo inmediato, el establecimiento de un patrón de cooperación entre Estados Unidos y los países del Asia del Pacífico aparece como un imperativo irrenunciable para la gobernanza global del siglo XXI. Frente a un panorama de esas características, el laberinto norcoreano representa no sólo una oportunidad para desactivar graves hipótesis de conflicto en el Este asiático e ir consolidando experiencias de colaboración estratégica entre los grandes poderes, sino también una prueba de fuego para la comunidad internacional, la cual debería ser capaz de aprender las lecciones de la historia y no repetir los errores del pasado.