Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.Doctor en Administración por la Universidad Católica de La Plata y Profesor Titular de Economía de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA. Sus investigaciones han sido recogidas internacionalmente y ha publicado libros y artículos científicos y de divulgación. Se ha desempeñado como Rector de ESEADE y como consultor para la University of Manchester, Konrad Adenauer Stiftung, OEA, BID y G7Group, Inc. Ha recibido premios y becas, entre las que se destacan la Eisenhower Exchange Fellowship y el Freedom Project de la John Templeton Foundation.
CRONISTA – Las tecnologías disruptivas cambian nuestra vida. En algunos casos, además de ofrecernos un nuevo bien o servicio, o uno viejo pero en un formato totalmente diferente, también nos pueden permitir ejercer derechos que alguna vez hemos perdido.
Ése es el caso de la “sharing economy” y en particular de Uber. Su llegada implicó no solamente una nueva alternativa de transporte, también la posibilidad de que podamos ejercer nuestro derecho a elegir cómo y con quién trasladarnos de un lado para el otro. Todas las otras alternativas de transporte estaban reguladas y esas regulaciones restringían nuestra libertad de elegir. Si tomábamos un ómnibus, el precio era fijado por el gobierno, también el recorrido y los horarios. Si un taxi, también lo estaban las tarifas y quién podía o no ofrecer ese servicio.
De a poco fueron apareciendo alternativas, algunas informales, como los minibuses que llegaban hasta el centro de la ciudad desde el conurbano, y otras, como los remises, también luego regulados.
La llegada de Uber nos ofreció la alternativa de elegir con quién queremos transportarnos, y asumir la responsabilidad por ello. Uber pone su marca para asegurarnos un cierto nivel de servicio y calidad, y nosotros asumimos el riesgo que pudiera existir por subirnos al auto de otro, de quien no sabemos mucho, salvo que trabaja para esa empresa. Tal vez no nos importa si tienen seguro para accidentes de pasajeros, simplemente confiamos que esa persona está trabajando, quiere ganar su dinero dándome un servicio eficiente y útil y la calificación del conductor nos brinda una herramienta poderosa y un fuerte incentivo para que nos den el mejor servicio posible. Tenemos la posibilidad de sancionar a quien no “coopere” con nosotros, algo que sólo podemos hacer en los servicios regulados si vamos a alguna de las agencias reguladoras con la paciencia necesaria para llenar formularios y esperar que alguien le preste atención a nuestro reclamo, si eso alguna vez sucede.
En el caso de Uber y otros servicios de la “sharing economy”, como también en el mercado de productos y servicios en general, el control lo ponemos nosotros, los consumidores, aceptando el servicio primero y calificando después. En definitiva, lo que estamos calificando es el cumplimiento de una promesa, de un contrato: llevarme hasta algún lado a cambio de mi pago. No se necesita más regulación que aquellos principios generales para el cumplimiento de contratos y promesas, que incluyen el papel que cumple la reputación. Nuestra capacidad de elegir, como consumidores, desata la “regulación de la competencia”. Somos nosotros los que regulamos con nuestras decisiones de requerir o no el servicio. Es un control que nosotros ejercemos, somos los reguladores.
Incluso, junto con los conductores, tenemos un papel en el precio del servicio, ya que depende totalmente de la oferta y la demanda. He escuchado a algunos periodistas que no comprenden esto, y se enojan porque en un día de tormenta, por ejemplo, la tarifa sea mucho más alta que en un día soleado por la tarde. No se comprende que ese precio más alto es una señal para motivar a conductores, que podrían estar en sus casas, a salir y darnos su servicio. Con una tarifa regulada, preferirían quedarse en su casa.
Pero, lamentablemente, luego de que Uber nos diera la plataforma para realizar contratos con los conductores y nos devolviera buena parte de nuestra libertad de elegir, he aquí que la misma empresa pide que la actividad sea regulada. En un mensaje enviado a conductores y pasajeros sostienen que debe “haber una ley para enmarcar la actividad”. Y seguramente, tarde o temprano, se la van a dar.
Así es como los empresarios van solos a la guillotina o, como decía Lenin, van a producir la soga con la cual serán colgados. No es una actitud muy diferente de la de los taxistas que demandan esa regulación para igualarlos con la que ya tienen. Ni a ellos, ni a Uber se les ocurre igualar hacia la libertad y, en lugar de regular a Uber, desregular a los taxistas.
Cuidado, la motivación para ser regulado puede no solamente ser un intento de equipararse con los demás servicios, la economía de la regulación ha investigado que muchas veces se trata de una iniciativa de quien ya está en el mercado para que las nuevas regulaciones hagan más costoso el ingreso de nuevos competidores. Eso de que las regulaciones tienen como objetivo proteger a los consumidores es algo difícil de creer o al menos dudoso.
Las innovaciones disruptivas ofrecen nuevas oportunidades a los consumidores. Las regulaciones tienden a frenar esa innovación y esto nos perjudica.
En fin, habrá regulación de servicios “compartidos”, seguirán tal vez controles para determinar si quien me está llevando es un conductor pago o mi primo que me lleva hasta Ezeiza, luego habrá techos para las tarifas, por ejemplo, cuando hay paro total de transporte o llueve, luego vendrá la obligación de ofrecer servicios y garantizarlo en todo momento; finalmente se regularán los precios, se establecerá que existe una relación laboral, se deducirán contribuciones sociales y Uber tendrá su paritaria con Moyano.
Para no desesperar, mientras tanto seguramente surgirá una alternativa de servicios compartidos con una plataforma en blockchain y pagaremos con Bitcoin, para volver a recuperar nuestra libertad de elección.