Economista especializado en Desarrollo Económico, Marketing Estratégico y Mercados Internacionales. Profesor en la Universidad de Belgrano. Miembro de la Red Liberal de América Latina (RELIAL) y Miembro del Instituto de Ética y Economía Política de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Les aseguro que venía muy bien y se estaba tornando muy placentero pero algo complicó mi sueño. No sé si era el consciente kantiano luchando por imponerse sobre mi inconsciente hedonista, pero de algún modo imprevisto y confuso, Freud y Jung, en forma de mariposas revoltosas y parlanchinas, ocuparon mi cerebro y lograron hacerme perder el hilo de mis pensamientos nocturnos. Estaba oscuro y aún no había sonado el despertador. Palpé a tientas la mesita de luz y en medio del desorden de libros y revistas encontré mis anteojos. Entre las penumbras vi a mi mujer durmiendo profundamente, no la desperté, como era temprano me puse las zapatillas y salí a correr cuarenta minutos sabiendo que sólo los últimos 10 me sirven para bajar calorías. Sé, de todos modos, que lo que en realidad importa es cerrar el pico, tal como lo demostraron Clive McCay y Mary Crowell de la Universidad Cornell hace ya muchos años. Esos pensamientos me llevaron a Ray Kurzweil, mi actual gurú que me promete la longevidad con buen estado físico-sexual-intelectual, algo así como el Santo Grial. La verdad es que no le hubiera hecho ningún caso, excepto por que Bill Gates lo considera el hombre que más sabe de computación. Surfeando en Internet, no sé si en Google o Wikipedia, descubrí que inventó los ojos y los oídos para las computadoras, está buscando que sus cerebros aprendan como el humano, porque sueña que la inteligencia artificial superará al cerebro humano allá por el 2029.
De pronto chirrió un neumático tan ácidamente como el insulto del conductor de un automóvil que parecía anterior a la línea de montaje. Me acomodé el I-pod y seguí, debo confesar que sin siquiera disculparme. Apresuré el paso y llegué a mi casa transpirando copiosamente, era verano. Me afeité en la ducha, hice otras cosas, tiré la cadena y salí todavía medio ensopado; eran las 9 de la mañana pero ya se sentía el calor abrasador de enero.
Imaginé cómo sería la vida en nuestra Buenos Aires, allá por 1810 cuando decidimos luchar contra España, con sus 40.000 habitantes, sus calles sin asfaltar; imaginé como crecería la ironía de su nombre con los calores del verano, los incipientes problemas de recolección de basura, de algún animal muerto y la falta de cloacas; recordé la tradición de que cuando caminamos en la calle dejamos a las mujeres del lado de la pared, no para evitar un moto-chorro, sino para que no le caiga encima las porquerías de la noche anterior que usualmente los vecinos tiraban de la azotea (no todos eran tan educados para avisar con el tradicional grito “¡aguas!”). Imaginé personas deformadas por cantidad de enfermedades, poliomielitis, fiebre amarilla, sarampión, viruela, lepra, difteria, tétanos y otras 10.000 enfermedades que hoy son curables. Los que sobrevivían a las enfermedades tenían todavía que sobrevivir a la guerra y a la violencia en general, dentro y fuera de su casa. Todavía había esclavos. La mortalidad infantil era altísima y la gran mayoría de las personas se moría como ratas antes de llegar a viejos… pensar que ni siquiera conocían la penicilina. Pese a que lo descrean los nostálgicos, en el campo la vida era peor aún, no muy diferente a como la describiera Thomas Hobbes en el siglo XVII: “solitaria, pobre, sucia, brutal y corta”. En 1810 el promedio de vida en nuestro querido país era de apenas 33 años, muy parecidos a los de los habitantes de la China que en esa época tenía el 30% del PBI mundial; mientras que en Inglaterra, el país más rico de la tierra donde acababa de estallar la revolución industrial, vivían apenas 7 años más; en la otra punta, los países más pobres como la India, Uganda o Senegal, vivían 25 años más o menos igual que hace 2000 años.
Suena el teléfono, levanto las manos del teclado de mi notebook, y mientras respondo un e-mail me doy cuenta que mientras afuera se caen los pajaritos, aquí dentro disfruto de un confort fenomenal. Buenos Aires en enero es casi un paraíso, hay menos gente, menos tráfico, menos llamadas, menos mails, me siento más productivo que nunca. Pero sé que disfrutar de este momento sólo es posible gracias a una enorme cantidad de inventos que nos rodean.
Escribo por eso mi agradecimiento personal y público a todos los grandes inventores que hacen posible disfrutar una vida mucho más confortable y productiva: Jerónimo de Ayanz y Beaumont, Joseph Black y James Watt (desarrollaron el motor a vapor), Alexandre Fleming (la penicilina), Richard Trevithick (la locomotora), Benjamin Franklin (las patas de rana, el pararrayos, la silla mecedora, los anteojos bifocales…), Jonas Salk (poliomielitis), Albert Sabin (vacuna oral), Thomas Alva Edison (la bombita de luz, el fonógrafo y otros cientos de inventos), Graham Bell (avances del teléfono), Auguste & Louis Lumiere (el cine), Antonio Meucci (el teléfono), Frank Seiberling (neumáticos), King Camp Gillette (hojita de afeitar), Isaac Singer (la máquina de coser), Henry Ford (línea de montaje), Guglielmo Marconi (la radio), Norman Borlaug (los granos híbridos), Bill Gates (Microsoft), Steve Jobs (PC, Apple, I-pod, I-phone), Ray Kurzweil (los reconocimientos de imagen y voz para las computadoras), Larry Page & Sergei Brin (Google), Mark Zuckerberg (Facebook), Jimmy Wales (Wikipedia), Chad Hurley, Steve Chen y Jawed Karim (en febrero de 2005 fundaron Youtube) y unos cuantos más, aunque no demasiados. Pero muy especialmente en este caluroso enero quiero agradecer a Willis Haviland Carrier, que nos dio el aire-acondicionado.
Tengo claro que ninguno necesita mi homenaje, todos ellos ya recibieron su principal premio en vida, porque al decir de Nikola Tesla: “No creo que exista ninguna emoción que pueda atravesar el corazón del hombre equivalente a la que tiene el inventor que ve cómo una creación de su mente se despliega victoriosa”. En cambio, sí es muy importante para nosotros reconocer que el progreso es consecuencia directa de las nuevas ideas, los inventos, la tecnología, y que éstos surgen en todos los lugares donde la libertad se despliega victoriosa.