Por Nelson Aguilera
El COVID-19 ha puesto en aprietos a Occidente. Indudablemente, Europa y los Estados Unidos se están llevando la peor parte de la crisis, con cifras importantes. No obstante, es de prever que tarde o temprano el problema será superado: de hecho, es algo que ya está sucediendo en muchos países que adoptaron métodos eficaces contra la pandemia. A medida que todo vuelva a la normalidad, el mundo libre buscará salir de la recesión lo antes posible. Pero, al mismo tiempo, se verá ante el desafío de tener que hacer frente a viejos y nuevos dilemas en el campo de la geopolítica. Es en ese contexto en el que Europa y los Estados Unidos deberán renovar su vínculo especial.
Si los europeos desean proteger su bienestar, no les quedará otro camino que reforzar sus relaciones con los Estados Unidos. Al asegurarse el respaldo de la mayor potencia militar y económica del sistema internacional, el sueño de un continente estable y próspero estará a salvo. Para los estadounidenses, Europa es el hogar de sus socios más importantes. Ir en contra de ellos sería equivalente a pegarse un tiro en el pie. En pocas palabras, ambos se necesitan mutuamente.
Teniendo en cuenta esa premisa, sería fundamental que las dos partes revitalicen su principal mecanismo de cooperación, que es la OTAN. Esta institución es indispensable por varios motivos. En primer lugar, porque la geografía importa: más que el tamaño de su arsenal o su cuenta bancaria, el mayor activo de un país es su ubicación en el mapa. En ese sentido, es muy positivo que Macedonia del Norte se haya sumado recientemente, dado que por su posición en los Balcanes puede llegar a convertirse en pieza clave para la estrategia hacia Medio Oriente.
El segundo motivo para no descuidar la OTAN es que los valores también cuentan. La alianza siempre ha estado formada por estados que compartían una misma visión acerca de la libertad y esa ha sido una de las causas por las cuales tuvo tanto éxito en el pasado. Los estadounidenses no tendrían que perder de vista que Europa es la cuna de los movimientos humanistas que dieron origen a la secularización, el capitalismo y la democracia.
El otro factor tiene que ver con los aportes financieros y operativos. Si bien las potencias europeas han sido reticentes a aumentar su inversión militar, los estados pequeños demuestran estar a la altura cada vez que se los llama. Los bálticos, por ejemplo, son de los pocos países que cumplen con el compromiso de destinar por lo menos un 2 por ciento del PBI al gasto en defensa.
El fortalecimiento de la comunidad atlántica requiere además que tanto Francia como Alemania empiecen a despegarse de Putin. En esto no debería haber medias tintas, ya que el de Rusia es un régimen con una indiscutible vocación imperialista. El presidente Trump marcó muy bien la pauta en ese tema: incrementó las sanciones económicas a Moscú, apoyó a Ucrania y Georgia y retiró a su país del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio, que limitaba fuertemente las capacidades disuasivas de los Estados Unidos.
Putin es solo un autócrata con una economía mediocre y un ejército sobrevalorado. En el pasado logró salirse con la suya al aprovecharse de los errores garrafales de la administración Obama. El gobierno de Trump fue capaz de pararle el carro. Ahora les toca a Alemania y Francia hacer el resto. Pero para que eso ocurra, será necesario que la canciller Merkel y el presidente Macron abandonen la idea de la “autonomía estratégica” europea, en tanto dicha propuesta colisiona directamente con el objetivo de acrecentar los recursos de la OTAN.
Aceitar la cohesión de Occidente implicará a su vez que los Estados Unidos y Alemania unifiquen posturas. Berlin y Washington comparten el interés claro y concreto de garantizar que no haya más avances rusos en Europa oriental. Los dos reconocen el peligro de un escenario de “guerra corta” al estilo de las que tuvieron lugar en Georgia o Ucrania. Alemania está en condiciones de tener un rol protagónico en este aspecto, ya sea brindando un apoyo eventual en el terreno, robusteciendo su poderío misilístico o sirviendo de plataforma logística para las fuerzas de la alianza atlántica. Como primera medida, el gobierno de Merkel debería dar marcha atrás con el proyecto del gasoducto Nord Stream 2, cuya materialización aumentaría la vulnerabilidad de Europa frente a los chantajes de Rusia en materia energética.
Por otro lado, hay mucho por hacer en Europa central. Allí se está desarrollando un proyecto de integración crucial, que es la Iniciativa Three Seas (3SI), denominada así por involucrar a doce países ubicados en el espacio entre el Mar Negro, el Adriático y el Báltico. La misma actúa como foro para vigorizar el comercio, la energía, la infraestructura y la cooperación política. Los Estados Unidos podrían dar un apoyo más decidido a la 3SI por medio de la Corporación Financiera de Desarrollo Internacional, tal como lo hicieron en los años noventa creando fondos empresariales para estimular los negocios en las economías que estaban desmantelando el comunismo soviético. La construcción de rutas, autopistas, ferrocarriles, tuberías y redes digitales ayudaría a liberar el potencial sin explotar de Europa central y la alejaría de la influencia maliciosa de Rusia y de China.
Fomentar una mejor gobernanza en el norte de África debería ser otra prioridad. De lo contrario, los inconvenientes de países como Libia se extenderán a Medio Oriente y Europa. En lugar de implantar gobiernos amigables, el foco tendría que estar puesto en buscar aliados dispuestos a trabajar en conjunto para contener los conflictos domésticos.
La vanidad es una mala consejera. Para plantar cara a sus adversarios comunes, urge que europeos y estadounidenses dejen de lado la arrogancia y se unan en un mismo destino. Los defensores de la libertad así lo reclaman.