Por: Carlos Manfroni LA NACIÓN – Debido a que el régimen es cautivo de sus propias mentiras, él debe falsificar cada cosa. Falsifica el pasado, falsifica el presente y falsifica el futuro. Falsifica las estadísticas”. Este juicio de valor que podría sonar familiar en la Argentina o, más aún, podría haber sido pronunciado en la Argentina, pertenece a Václav Havel, escritor, dramaturgo, ecologista, perseguido político y encarcelado una y otra vez por disidente, ferviente defensor de los derechos humanos frente al régimen comunista de Checoslovaquia y después presidente democrático de su país.
Sorprendentemente, la chispa que encendió la llamada “Revolución de Terciopelo”, que llevó al agotamiento al régimen comunista en Checoslovaquia, no salió de los grupos intelectuales disidentes ni de los movimientos estudiantiles de protesta; ni siquiera –en dramática paradoja- de los actos extremos de los estudiantes Jan Pallach y Jan Zajic, quienes se rociaron con nafta y se prendieron fuego en la plaza de San Wenceslao, movidos por el deseo de llamar la atención del mundo contra la opresión del gobierno. Todos ellos, juntos, fueron el viento cálido que agitó el fuego, los que esparcieron la llama en los corazones de su pueblo que salió a manifestarse a las calles de las grandes ciudades sin temor a un aparato represivo con dimensiones monstruosas.
Pero la chispa de aquel fuego la encendió la represión a un grupo de rock checo denominado The Plastic People of the Universe. Sus miembros fueron encarcelados y su música prohibida.
A partir de aquella censura expresa y de esas injustas detenciones, más de doscientos cuarenta intelectuales, encabezados por el propio Václav Havel, formaron una organización de derechos humanos que se llamó “Carta 77” y que denunció ante el mundo la violación de las libertades civiles en su país. El malestar popular se hizo cada vez más visible y la agitación ya no se detuvo.
¿Por qué la prohibición a un grupo musical, aun con la brutalidad que entrañaba aquella persecución, encendió un fuego que fue aún más visible que el de la inmolación de los dos jóvenes estudiantes en la plaza de San Wenceslao? Porque la gente consideró que aquello ya había sido demasiado. Porque como el propio Havel lo explicó después en su libro El poder de los sin poder, esos jóvenes, si bien representaban una rebeldía respecto del régimen, no sostenían una posición política determinada, sino que únicamente “buscaban vivir dentro de la verdad, tocar la música de la que disfrutaban, cantar las canciones que eran relevantes para sus vidas y vivir libremente en dignidad y camaradería”. La gente “estaba cansada de estar cansada” y, cuando el juicio contra los músicos comenzó, muchos grupos políticos disidentes de diferentes tendencias que hasta entonces habían permanecido aislados unos respecto de otros se unieron, porque entendieron que un ataque al derecho de interpretar cierta música era un ataque a la libertad de expresión, tal vez la más elemental de todas las libertades.
El movimiento que desembocó en la Revolución de Terciopelo se llamó así porque fue pacífico y concebido como un rechazo a la violencia y a la mentira, con los ciudadanos ocupando las calles de Praga y de las metrópolis más importantes del país. Y la continuidad de aquellas protestas agotaron a un sistema que estaba dispuesto a devorar, si hubiera podido, hasta el último de los habitantes de Checoslovaquia.
Resulta necesario conocer la Historia, porque de ella se toman lecciones. La primera consiste en la sorpresa de advertir que hasta los gobiernos que no dependen del voto democrático recurren a la mentira, lo cual indica que difícilmente se puede prescindir de cierto consenso popular para gobernar.
Todos los líderes que impulsaron la marcha hacia repúblicas auténticamente democráticas en Europa del Este, como Válclav Havel en Checoslovaquia, o el padre Jerzy Popieluszko, capellán del Sindicato Solidaridad de Polonia, denunciaron a la mentira como la columna principal del totalitarismo.
“El origen de nuestra cautividad reside en el hecho de que permitimos reinar a las mentiras, de que no las denunciamos, de que no protestamos contra su existencia cada día de nuestras vidas…”, predicó Popieluszko frente a miles de polacos, poco antes de ser asesinado por dos policías del régimen comunista.
Sin embargo, aun en nuestras naciones democráticas, el público está más o menos acostumbrado a escuchar algunas frases impostadas de muchos políticos, encaminados a mostrar su actuación o a sí mismos mejores de lo que en realidad son, a prometer cosas que no están seguros de poder cumplir o incluso a adjudicar a otros sus propios defectos. En ese engaño, los pueblos perciben, por un lado, la falta de respeto que implica la mera intención de embaucarlos pero, al mismo tiempo, cierto interés por lograr su aprobación. Todavía el político está pendiente de la opinión de los ciudadanos.
La línea más crítica se cruza cuando el político falta a la verdad sabiendo que no van a creerle, con mentiras burdas e indiferencia total hacia la aceptación de ellas por la gente. Más aún, casi como una burla frente al efecto que sus palabras provoquen en el público.
Cuando se sobrepasa ese límite, se enciende una luz de alerta. Si al gobernante no le interesa que le crean ¿qué otros medios está dispuesto a emplear para lograr sus objetivos? El autoritarismo comienza así a quitarse la máscara, mostrar su verdadero rostro y anunciar, como el personaje de El Fantasma de la Ópera, que no habrá camino de retorno.
Cruzado ese límite, los gobernantes seguirán mintiendo, ya indiferentes al resultado de su embuste; pero esta vez serán los ciudadanos quienes deban simular creerles si quieren continuar trabajando, seguir en libertad o, en algunos países, hasta conservar sus vidas.
La segunda lección de la historia de los pueblos del Este europeo surge al comprobar el efecto que sobre los gobiernos autoritarios o en camino a serlo provocan las marchas pacíficas cuando son multitudinarias.
La comunidad reacciona frente a mentiras que representan una burla en el presente y un anticipo de mayor restricción a las libertades en el futuro próximo. Y las burlas caen particularmente mal cuando una persona está encerrada.
El #17A en la Argentina resultó tan tumultuoso porque una reforma judicial, de la noche a la mañana y sin disimulo en sus intenciones, fue presentada a un pueblo encerrado durante cinco meses con la advertencia de que no había otra cosa que hacer más que cuidar la vida, ni ver a los hijos, ni a los padres, ni a los abuelos, ni despedir a los muertos, ni trabajar y ejercer toda industria lícita; ni entrar, permanecer, transitar o salir del territorio argentino; ni enseñar y aprender; ni profesar libremente su culto ni –en fin- ejercer casi ninguno de los derechos que reconoce el artículo 14 de la Constitución Nacional.
¡Y después el terrible espectáculo de un padre escoltado por patrulleros tras habérsele impedido visitar a su hija en sus últimas horas de vida!
Todo eso, junto, representa nuestro “fue demasiado”. ¿Será tan difícil de entender para quienes caminan sobre alfombras de terciopelo?