EDITORIAL LA NACIÓN – Urge la instrumentación de mecanismos económicos y administrativos para que gobernadores e intendentes gasten menos y mejor con los fondos que reciben
El desborde del gasto público es un mal crónico que castiga a nuestra economía y es causa principal de la inflación y el estancamiento. A pesar de haberse creado impuestos con una imaginación digna de mejor destino, el crecimiento del gasto estatal siempre los ha superado.
Fue en el período 2003-2015 cuando el fenómeno adquirió mayor velocidad. Durante esos años la cantidad de empleados públicos nacionales aumentó un 61% y la de jubilados a cargo del Estado se duplicó. Por lo tanto, y a pesar de aumentarse fuertemente los impuestos, el déficit se volvió indomable. Se trata de una situación que no se circunscribe al ámbito nacional. Una mitad del gasto público del país corresponde a los gobiernos provinciales y municipales, y, si se afina el análisis, se puede observar que ha sido en esos niveles donde se han producido los mayores deslizamientos. El número de empleados públicos en provincias creció un 76% y, en municipios, un 110% en el mismo período. Fue así como el gasto público consolidado (Nación + provincias + municipios) pasó de un 30% del PBI en 2002 al 47% en 2015, para reducirse al 45% en 2019. La presión tributaria aumentó desde 27% en 2002 a 39% en 2019. Tanto unos como otros son porcentajes que la economía argentina no soporta y que urge corregir.
Durante la gestión de Mauricio Macri la administración nacional redujo su dotación en unos 40.000 empleados, pero las provincias y los municipios la aumentaron en 110.000. Nuevamente se produjo una falta de consustanciación de los gobernadores e intendentes con la gravedad de la situación general del país. Se comprobó además la incapacidad del gobierno nacional para liderar una convocatoria efectiva dirigida a aunar esfuerzos, aun mediante el Acuerdo Federal de 2016, que suponía exigencias de austeridad demasiado leves. Por ejemplo, no se les exigía reducir el empleo de las sobreabundantes burocracias provinciales, sino que se les permitía incrementarlo a una tasa no mayor que la del crecimiento demográfico de la provincia. Gran parte de los gobernadores la excedió.
Está claro que los 24 gobernadores y los más de 1500 intendentes gozan de autonomía en el contexto de nuestra organización federal. Son voluntades independientes que no están obligadas a acatar pedidos, ni mucho menos órdenes del Presidente. La estrategia debe ser la inducción y no la compulsión. Deben instrumentarse inteligentemente mecanismos económicos y administrativos para que los gobernadores e intendentes se interesen por gastar menos y mejor. Esto se conoce como correspondencia fiscal: el gobernador que desee gastar más debe recaudar más. Cuando sus comprovincianos se ven obligados a pagar más impuestos, ellos mismos se encargan de vigilarlo y penalizarlo con su voz y con su voto. La provincia que gaste en sostener burocracias innecesarias impondrá impuestos altos que expulsarán inversores hacia otras provincias más eficientes.
Esto no es lo que hoy ocurre en nuestro país. Desde 1934 se abandonó la sana correspondencia fiscal y se llegó gradualmente a que el gobierno nacional sea el principal recaudador para luego redistribuir a las provincias una porción sustancial de lo ingresado por coparticipación federal de impuestos. En 2019, 18 provincias recibieron de la Nación más del 66% de sus ingresos. Tres de ellas – Formosa, La Rioja y Santiago del Estero-, las de menor desarrollo, cobraron más del 90%. No es casual que las provincias que más reciben sean, en mayor medida, las que, en lugar de invertir en su infraestructura económica y social, incrementan su empleo público. Con este sistema, los gobernadores gastan con billetera ajena y bien sabemos lo que esto significa. Ya lo decía sabiamente el tango “Mano a Mano,” al referirse a la amante descariñada del rico bobo: “Los morlacos de ese otario los tirás a la marchanta”. Es peor aún. A las provincias les conviene que se evadan los impuestos nacionales, para que el dinero quede en su territorio mientras que, si se pagan, retorna en una proporción menor.
La consecuencia es un crónico aumento del gasto provincial, exacerbado en las provincias más pobres. Los gobernadores se habitúan a pedir transferencias, incluso por encima de las que les corresponden por coparticipación. El Gobierno se ve permanentemente obligado a resolver situaciones límite, como el retraso del pago a los maestros o la supresión de la copa de leche escolar, presiones en las que la política tiñe naturalmente a la economía. Ha sido un hecho repetido que la Nación absorba impagables deudas provinciales. Otra vez el tango: “Y si alguna deuda chica sin querer se te ha olvidado, en la cuenta del otario que tenés se la cargás”.
Es imprescindible una reforma que apunte a instalar la correspondencia fiscal devolviendo potestades tributarias a las provincias. El Gobierno debería retener solo algunos impuestos para cubrir su propio gasto. Con un fondo de redistribución horizontal entre las provincias se reemplazaría el mecanismo de redistribución de la coparticipación. Ante un gasto público desbordado, ganar eficiencia y operatividad en el manejo económico de recursos que involucran los bolsillos ciudadanos es un imperativo que no puede continuar atado a los vaivenes o espurios intereses de la política.