Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
Resulta un espectáculo bastante desolador lo que actualmente ocurre en Estados Unidos. Ya hubieron marcados declives durante las administraciones de Woodrow Wilson (revertidas parcialmente por Warren Harding y Calvin Coolidge) y acentuadas en las de Franklin D. Roosevelt en las que el Leviatán comenzó a mostrar su rostro desagradable, pero durante las gestiones de George W. Bush y, ahora, la de Obama, la situación se ha agravado notablemente. En mi libro Estados Unidos contra Estados Unidos, publicado por el Fondo de Cultura Económica, había advertido sobre este descalabro debido a gastos siderales, deudas astronómicas, déficit fiscal superlativo, alarmante restricción de los derechos individuales y el debido proceso en nombre de la seguridad (como fue el caso de la mal llamada “Patriot Act”) y “salvatajes” mayúsculos a empresas irresponsables con los recursos detraídos coactivamente del fruto del trabajo de terceros, lo cual ahora se pretende acentuar.
Vez pasada se disctutió acaloradamente el tope de la deuda pública que no se refería al default técnico puesto que al momento los ingresos mensuales son de 200 billones (norteamericanos) y el servicio de la deuda es de 29 billones. Incluso si se agregan los pagos al quebrado sistema de seguridad social, la semi-socializada medicina y los militares aún quedan 66 billones al mes a los que naturalmente habría que asignar prioridades puesto que debieran cortarse gastos eliminando reparticiones enteras (no recortar puesto que, al igual que en la jardinería, la poda hace que el crecimiento resulte más vigoroso).
De todos modos es de interés recordar el comentario de Jefferson cuando recibió la Constitución en su embajada en Paris en cuanto a que si hubiera podido introducir una modificación, hubiera sido la prohibición de la deuda pública que estimaba incompatible con la democracia (república) puesto que compromete patrimonios de futuras generaciones que no participaron en el proceso electoral para elegir al gobernante que contrajo la deuda.
Subrayamos que el acuerdo logrado no cambia el estado de insolvencia del gobierno estadounidense si se mirara como un estado patrimonial, situación que tomó en cuenta una de las calificadoras. De cada dólar que gasta el gobierno central norteamericano, 42 centavos son deuda (que hoy significa el 105% del PBI), en el contexto de haber duplicado en términos reales el gasto público durante la última década y con un déficit fiscal del 14% del PBI.
Muchos de los avances del Leviatán sobre el sector privado se presentaron como programas transitorios, cosa que nos recuerda a lo dicho por Milton Friedman: “nada hay más permanente que un programa transitorio de gobierno”. Además de los adiposos departamentos del gobierno en lo doméstico que invaden la privacidad en base a insolentes y costosas intervenciones, hay dos áreas de la política exterior que se hace necesario revisar.
La primera es la llamada “ayuda externa” que alienta a países cuyos gobernantes adoptan políticas que provocan que los mejores cerebros busquen refugio en otros lares y sus escasos capitales son ahuyentados hacia otros horizontes. Acaba de publicarse un libro de Dambisa Moyo, nacida y criada en Zambia, con una maestría en administración pública en Harvard (1997) y un doctorado en economía de Oxford (2002). Su obra trata de los despropósitos descomunales de la ayuda externa, titulada Dead Aid. Why Aid is Not Working.
La segunda área clave a revisar respecto a su política exterior se refiere a la política en el resto del mundo por la que Estados Unidos mantiene 700 bases militares en 120 países, además de los frentes de batalla. Conviene contrastar esto con lo expuesto reiteradamente por los Padres Fundadores -incluyendo el Gral. Washington- en cuanto a las graves consecuencias de aventuras militares en otras naciones.