Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.
La crisis de deuda y déficits iniciada en 2008 está mostrando de manera descarnada un fenómeno ya anticipado por muchos: la decadencia de Occidente (refiriéndonos tanto a Europa como a Estados Unidos). En «Suicide of a Superpower: Will America Survive to 2025?», que se ha convertido en un bestseller, el excandidato republicano Pat Buchanan argumenta que Estados Unidos se está desintegrando moral, étnica, cultural y económicamente mientras China acapara cada vez más poder. No hay que ser tan pesimista como Buchanan. Otros analistas más moderados coinciden en que, en el siglo XXI, la declinación de Occidente y el ascenso de China son inexorables.
Pero no deberían serlo. De hecho, al igual que hace 500 años, la gran reserva de Occidente está en América Latina. Como explica el analista Parag Khanna en un artículo publicado recientemente en la influyente revista Foreign Policy, si Estados Unidos quiere ganarle a China la pulseada por la supremacía económica y política en el siglo XXI, deberá enfocar su atención en América del Sur. Como señala Khanna, el primer objetivo de la geopolítica es el acceso a los recursos, que nuestro continente tiene en abundancia. Un 30% de la biocapacidad del planeta reside en América del Sur. La selva amazónica es el «pulmón» del mundo y el cono sur el granero del mundo. La mayor parte de la producción mundial de bananas, azúcar, naranjas, café, soja y salmón, así como una parte significativa de la producción de carne bovina y porcina, provienen de Sudamérica. La región también cuenta con grandes depósitos de plata, cobre, plomo, estaño, zinc, mineral de hierro y litio. Como si esto fuera poco, existen vastas reservas convencionales de petróleo y gas en Venezuela, a las que se suman reservas offshore en Brasil y de «shale» gas en la Argentina (sólo superadas por las de China y EE.UU.). Con una población de casi 900 millones de personas (un 12% de la población mundial) y un PBI de 6 billones de dólares, América Latina tiene una economía que casi equipara a China (en dólares corrientes). Además, su población es más joven y más urbanizada que la de Asia. China hace tiempo que se percató del enorme potencial de América del Sur y por esa razón en estos últimos años se ha convertido en el principal inversor extranjero y un socio comercial cada vez más importante.
¿Pero es factible una alianza entre América Latina y Occidente? Los países latinoamericanos no deberían mirar con indiferencia lo que está pasando en el mundo desarrollado. Los unen a Occidente lazos históricos, étnicos, culturales y geográficos. Lamentablemente cierta miopía política, diferencias étnicas y culturales, recelos nacionalistas y falta de liderazgo en ambos hemisferios conspiran en contra de una alianza. La historia regional y la experiencia europea tampoco permite abrigar muchas esperanzas respecto de la capacidad de estos países de coordinar sus políticas frente a China o Estados Unidos. Con excepción de Brasil, Chile y Colombia no parecen tener políticas de Estado de largo plazo respecto de su inserción en el mundo. Además, existe una fuerte prevención histórica en contra del «imperialismo yanqui» en la región. Por otra parte, es necesario reconocer que se necesitan dos para bailar el tango.
¿Qué se puede esperar de Washington? Hace poco más de 50 años, al asumir la presidencia, John F. Kennedy anunció la iniciativa diplomática más ambiciosa que Estados Unidos lanzara alguna vez en América Latina: la Alianza para el Progreso. «A nuestras repúblicas hermanas al sur de nuestras fronteras les ofrecemos un compromiso especial -de convertir buenas palabras en buenas acciones en una nueva alianza para el progreso para ayudar a los hombres y gobiernos libres a despojarse de las cadenas de la pobreza», dijo Kennedy en su discurso inaugural. Poco tiempo después anunció frente a diplomáticos latinoamericanos los lineamientos de esa iniciativa. «Nuestros pueblos comparten una herencia común -la búsqueda de la dignidad y la libertad del hombre», explicó Kennedy. «Permítanme ser el primero en admitir que los norteamericanos no siempre han comprendido la importancia de esta misión común». Su objetivo era que la década del sesenta fuera una década histórica de progreso democrático y económico en todo el continente. Más allá de una necesidad geopolítica (frenar el avance del comunismo en este hemisferio), Kennedy sinceramente creía que América Latina requería los mejores esfuerzos y la mayor atención por parte del Gobierno de Estados Unidos. Su trágica muerte le quitó el ímpetu vital a esta gran iniciativa. Hoy, en vista de la crisis financiera en Occidente y el crecimiento imparable de la economía china, la «Alianza para el Progreso» quizás muestra el camino que Estados Unidos debería seguir. Pero hasta ahora su estrategia hacia la región ha sido mucho más errática que la de China.
Obama puede revivir el espíritu que animó a Kennedy hace cincuenta años e intentar forjar una alianza en la que América Latina juegue el papel de un verdadero socio y no el de un mero subordinado. Su discurso en Santiago en marzo de este año fue un paso importante en esa dirección. Claramente inspirado en Kennedy, Obama prometió intentar «forjar alianzas de igualdad y responsabilidad compartida, sobre la base de intereses futuros, respeto mutuo y valores comunes» en las que no habría socios secundarios sino socios en igualdad de condiciones. También enfatizó que la región es más importante que nunca para la prosperidad y seguridad de Estados Unidos. La firma de acuerdos comerciales con Colombia y Panamá es una buena señal, pero obviamente está muy lejos de ser una política de alcance continental. Quizás Obama tenga planes más ambiciosos para la región, pero se viene un año de elecciones y su reelección no está asegurada. China, en cambio, seguirá manteniendo invariable su estrategia hacia la región.
Un mundo multipolar en el que el poder de China equipare al de Estados Unidos puede ser beneficioso para América Latina. Pero un mundo en el que China desplace a Estados Unidos probablemente no, a pesar de que pueda haber más complementariedad con la economía china que con la norteamericana (especialmente en el cono sur). Este último escenario no es tan descabellado ni tan lejano. Según The Economist, la economía china superará en tamaño a la de Estados Unidos en 2020. A los países latinoamericanos siempre les será más fácil negociar con Washington que con Pekín. Además, si no adoptan estrategias de largo plazo y políticas de Estado pueden terminar jugando para el gigante asiático el mismo papel que jugaron históricamente para Occidente: el de meros proveedores de materias primas.
¿Qué debería hacer la Argentina frente a esta situación? Para empezar, aprender de los errores del pasado. A fines del siglo XIX nuestro país forjó una alianza con Inglaterra que transformó y potenció su economía. Pero luego de la crisis de 1930 nuestros líderes no supieron (o no pudieron) adaptarse a un nuevo orden internacional en el que Inglaterra era desplazada por Estados Unidos como la primera potencia económica mundial. Al iniciarse el siglo XXI es clave consensuar una estrategia de inserción en el mundo que tenga en cuenta los recursos y las limitaciones de la Argentina. El tema es complejo y requiere un análisis objetivo y despolitizado. Afortunadamente, el país cuenta con suficientes expertos en el tema. Es sólo cuestión de convocarlos.