En educación las casualidades no existen

Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.

ÁMBITO FINANCIERO A lo largo de los últimos años he publicado varias notas resaltando las decisiones del gobierno de Suecia frente al Covid-19, las cuales se diferenciaron de las seguidas por la mayor parte de los países del mundo, protegiendo la vida futura de sus niños y adolescentes, al prácticamente no cerrar las escuelas prescolares, primarias y secundarias (para jóvenes menores de 16 años) durante toda la pandemia.
Suecia es una sociedad que privilegia la libertad, por supuesto, con responsabilidad; en virtud de ello desafió en soledad al resto del mundo. El tiempo le dio la razón. Suecia no sufrió ninguna catástrofe sanitaria, como en mayo 2020 advirtió nuestro presidente Alberto Fernández que le habría de suceder, al utilizarla como contraejemplo de cómo no se debía enfrentar la pandemia. El resultado está la vista, mientras millones de niños de otros países sufrirán las secuelas de casi dos años de confinamiento, Suecia salvó a sus niños.
Lo absurdo del caso es que aún hoy se discute si fue justificable la política seguida por el gobierno sueco, cuando el peso de la prueba debería recaer sobre aquellos países, la gran mayoría, por cierto, que cercenaron irrestrictamente libertades para enfrentar la emergencia sanitaria y cerraron durante largos meses las escuelas.Pero esta no fue la primera vez que Suecia no siguió al rebaño. Desde la década de 1970 el sistema escolar sueco había disminuido considerablemente en calidad. Sólo quienes podían hacer frente a las altas matrículas de las escuelas privadas, mientras a su vez pagaban los elevados impuestos característicos de Suecia, tenían la capacidad de proporcionar una educación de excelencia a sus hijos. El resto de la población debía concurrir a las escuelas públicas de sus municipios. Suena conocido, ¿verdad?En virtud de ello, en 1992, Suecia llevó a cabo una reforma radical de su sistema educativo, a partir de la cual toda familia puede decidir libremente dónde educar a sus hijos, si en instituciones públicas o privadas (denominadas escuelas independientes), con o sin fines de lucro, y el Estado (a nivel Municipal) se limita a proporcionarles un voucher con el cual pagar por dicha educación.

El programa, basado en la tradición sueca de justicia social e igualdad de oportunidades, fue introducido por una coalición de centro derecha, en ese entonces en el gobierno. Per Unckel, ministro de Educación Sueco entre 1991-1994 y gestor de la reforma señalaba que: “la educación era demasiado importante como para dejarla en manos de un sólo productor”.

Es claro que no existen las casualidades, uno de los pocos países del mundo que ha implementado un sistema educativo que privilegia la libertad de los padres para decidir qué es lo mejor para sus hijos, independientemente de sus posibilidades económicas, 30 años después decide, en soledad, mantener abiertas las escuelas durante la pandemia.

Aún hoy, por supuesto, se cuestiona si la reforma educativa sueca ha sido o no un éxito; una vez más el peso de la prueba al revés. ¿No se debería evaluar, por el contrario, si un sistema educativo que no respeta la libertad de las familias para elegir cuál es la escuela más apropiada para sus hijos genera significativamente mejores resultados académicos y favorece en mayor medida la igualdad de oportunidades, que otro que sí lo hace?

Yo creo que sí y me atrevo a desafiar a que alguien me pruebe lo contrario, con la evidencia provista por nuestro país.

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