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Calidad Institucional

Cinco principios que demuelen el derecho

Hay distintos canales para producir grietas sumamente peligrosas en el edificio jurídico, pero hay cinco que son las más frecuentes. Telegráficamente consideradas, se trata de las teorías del “abuso del derecho”,  “la lesión”, “la imprevisión”, “el enriquecimiento sin causa” y “la penetración” sobre las que han advertido todos los grandes tratados de derecho civil y estaban proscriptas en las normas escritas y no escritas de toda sociedad abierta en la que naturalmente se respeta el haz de contratos diarios e inseparables de la propiedad que se suscriben de facto o de jure en casi todas las acciones del hombre (de compra-venta, de enseñanza, de locación, de transporte, de mutuo, de mandato, de gestión de negocios, de fianza, de donación, societarios, aleatorios, de adhesión y así sucesivamente).

La llamada “teoría del abuso del derecho” ha sido catalogada por autores como Planiol y Ripert como una logomaquía puesto que un mismo acto no puede ser simultáneamente conforme y contrario al derecho. Por medio de esta figura se concede al gobernante la facultad de sacrificar la voluntad, la libertad y la autonomía de una o de ambas partes en pos de la arbitrariedad judicial. Se suelen citar ejemplos en los que se estima una de las partes se ve obligada a cumplir con lo estipulado a pesar de su precaria situación, lo cual no permite ver que son muchas las personas (comenzando por nuestros ancestros de las cavernas) que atraviesan dificultades varias pero si se autoriza a quebrar los contratos las dificultades se extienden en grado sumo tal como ocurre en los países en los que no se respetan las relaciones contractuales.

Por su parte, al introducirse el principio de la “lesión”, también se otorga al juez la facultad de declarar nulo un contrato aun actuando dentro de la esfera del derecho. Si se estimara que una norma no protege adecuadamente las autonomías individuales y, por ende, no hace justicia, debe ser modificada o abrogada. La confiscación del poder judicial de las facultades del legislativo constituye un abuso de poder que vulnera la división de poderes. Por ejemplo, una nota del codificador argentino al Código Civil de 1869 apunta la irrevocabilidad del contrato al sostener que “dejaríamos de ser responsables de nuestras acciones si la ley os permitiera enmendar todos nuestros errores y todas nuestras imprudencias”.

La teoría “de la imprevisión” solo se diferencia de la de la lesión en cuanto a la temporalidad, es decir, que mientras esta se juzga al momento de celebrarse el contrato, aquella es juzgada en el futuro y de ocurrir circunstancias previstas solo por una de las partes o no previstas e imprevisibles, lo cual convierte a la obligación en más onerosa. En este contexto ha escrito Bibiloni que “No hay sociedad posible si por circunstancia de que alguien obtenga provecho de una relación legítima con otro, está obligado al resarcimiento. El que vende o compra o arrienda o ejerce, en fin, la más natural acción, puede obtener lucro de la otra parte, sin que de ahí se deduzca nada porque para eso son los contratos”. El respeto a la palabra empeñada constituye el eje central de una sociedad abierta, lo cual implica el asumir todas las consecuencias de lo pactado.

En cuarto lugar, la teoría del enriquecimiento ilícito tiene dos significados bien diferentes: por un lado el incremento patrimonial debido a causas contrarias al derecho, es decir, debidas a acciones ilícitas y la segunda interpretación, la que en verdad da lugar a esta teoría es el incremento patrimonial como consecuencia de operar conforme a derecho pero declarado nulo por el poder judicial, con lo que, nuevamente, nos encontramos frente a la arbitrariedad y al atropello del Leviatán con las consecuencias devastadoras que significa la suspensión del derecho a manos de la discrecionalidad y la imprevisibilidad, todo lo contrario de lo que requiere la seguridad jurídica.

Por último, la novel “teoría de la penetración” permite que los accionistas de una sociedad anónima sean responsables solidaria e ilimitadamente con sus bienes, respondiendo por los actos de la empresa de la cual son copropietarios, con lo que se extingue la figura de la personería jurídica confundiéndola con las personas de existencia física y demuele la noción misma del carecer societario para entregarla a las resoluciones circunstanciales de gobiernos que abrogan de facto las mismas normas en cuyo contexto se desenvuelven.

Por supuesto que estas cinco afrentas al derecho (en el caso argentino incorporadas al Código Civil por el gobierno de facto del general Onganía) no son las únicas por la que los marcos institucionales están en jaque, también se hace de modo flagrante al desconocer los principios de la garantía de la cosa juzgada, la irretroactividad y al incorporar los llamados “derechos sociales” que significan pseudoderechos ya que, al concederlos, necesariamente dañan los derechos de terceros al no tener en cuenta que a todo derecho corresponde una obligación y si estas resultan contrarias al derecho de otros inexorablemente se perjudica seriamente el andamiaje jurídico con lo que, además, se afecta a quienes se pretende mejorar en su condición.

Hoy en día hay lugares en los que los comisarios del momento ni siquiera alegan las teorías anteriormente mencionadas sino que proceden al atropello a los derechos de las personas sin dar explicación alguna como no sea escudado en “la soberanía” de los aparatos estatales sin percatarse de que la soberanía reside en los gobernados que contratan a gobiernos para que los protejan y no para que los ataquen, actuando no como mandantes sino como mandatarios sin límite alguno en sus atribuciones.

Desafortunadamente en la mayor parte de las facultades de derecho el positivismo jurídico ha hecho estragos y se ha perdido la noción de mojones o puntos de referencia de justicia extramuros de la legislación positiva, situación que conduce indefectiblemente al ensanchamiento de un Leviatán completamente desbocado, en desmedro de los derechos de las personas y con lo que cualquier Hitler que asume el poder con suficiente apoyo electoral convierte su legislación pervertida en “normas de justicia”.

Ya se ha señalado y repetido con razón que las declinaciones de los diversos países no se deben a factores exógenos sino internos, comenzando por lo que ocurre en la cabezas de la gente. Michail Rostovtzeff explicó detalladamente en su célebre y voluminosa historia el deterioro en los marcos institucionales y en la economía debido al estatismo que irrumpió en la Romaimperial y Taichi Sakaiya resume el tema en su Historia del futuro. La sociedad del conocimiento: “La causa del desmoronamiento y la extinción del mundo antiguo no fue la obtusa ignorancia y el salvajismo de los bárbaros del norte, sino el cambio ético y estético que estaba en marcha mucho antes […] fueron abandonados desde dentro”.

Hay que estar atento y tener en cuenta lo escrito por Macedonio Fernández en el sentido de que “no todo es vigilia la de los ojos abiertos”, observación muy atinada y oportuna a pesar del solipsismo que patrocinaba este autor. Una corriente ésta que proviene de George Berkeley que paradójicamente conduce a la anulación de la justicia, puesto que si solo lo percibido por la mente es lo que existe no habría puntos de referencia fuera de lo subjetivo. Pues bien, esto no solo está conectado con la demolición del derecho sino que en esta línea argumental un espejismo sería válido, también lo que percibimos puede no existir como una estrella ya muerta y que nos engaña la luz que aun navega en el espacio, y si solo existe lo percibido el que percibe debe serlo por otro y así sucesivamente en regresión ad infinitum con lo que, entonces, nada existiría.

*Publicado en Diario de América, New York
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Los límites de la declaración jurada

LA NACIÓN.- El sistema de declaraciones juradas de bienes de funcionarios públicos es una estrategia de transparencia que, operando de forma aislada, resulta ineficaz. La herramienta consagrada en la ley de ética pública de 1999, que obliga a determinados funcionarios de alto rango a presentar anualmente su estado patrimonial, es sólo un buen gesto, pero resulta ineficiente para desalentar por sí solo el enriquecimiento ilícito.

Basta con observar que sólo en la ciudad de Buenos Aires habría alrededor de 25.000 propiedades inscriptas bajo el nombre de sociedades comerciales offshore, sin que se puedan conocer sus verdaderos dueños. O considerar que, según nuestro país (art. 21 del decreto 1344/98), existen en el mundo 88 paraísos fiscales que, al margen de ser funcionales a las elusiones impositivas, en su hermetismo resultan muy útiles para quienes pretenden ocultar dinero sucio. El abecé del protocolo de actuación del corrupto es no poner a su nombre los bienes mal habidos, utilizando a testaferros para esconder su patrimonio real.

En estos días en que se están conociendo las declaraciones juradas de altos funcionarios, empezando por la Presidenta, conviene recordar estas circunstancias que debilitan al sistema de declaraciones de bienes. Olvidarlo sería peligroso, porque podría paralizar nuevas acciones de transparencia. Y aquí peligran las buenas intenciones, ya que a las declaraciones se las podría interpretar como una forma de gatopardismo; es decir, una de esas batallas de cambio que, en los términos literarios de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (autor de El Gatopardo), se libran para que todo siga como está.

La trampa de los testaferros, que resuena en la actualidad por el affaire que alcanza al vicepresidente de la Nación, está presente en casi todas las investigaciones de corrupción, como los casos Jaime, Schoklender, IBM-Banco Nación y Skanska.

En julio de 1998, momento en que se debatía en el Senado la ley que estableció el sistema de declaraciones juradas, el representante de Salta (Ulloa) advirtió: "Apoyo decididamente el régimen de declaraciones juradas; son necesarias. Pero no debemos engañarnos y creer que podemos descuidar todos los demás sistemas de contralor del Estado, sobre todo cuando sabemos que existen paraísos fiscales, cuentas numeradas, testaferros y toda una ingeniería para el ocultamiento".

Desde los organismos especializados no se querían ver aquellas debilidades y se exacerbaban los beneficios. En una publicación de 2004, la Oficina Anticorrupción concluía que el sistema es un fuerte incentivo para que los funcionarios públicos se mantengan dentro de la legalidad. Explicaba, en términos de racionalidad económica de las acciones, que ocultar el verdadero patrimonio designando testaferros y asesorándose contablemente para presentar una declaración jurada que no despertara sospechas aumentaría el costo de quien incurre en conductas ilícitas y eso reduciría el ingreso neto proveniente de los sobornos percibidos, lo que sería un factor desalentador. Pero es obvio que el costo de los usuales mecanismos de encubrimiento de lo robado suele ser ínfimo en proporción al botín.

También resulta obvio que se pueden lograr mayores resultados con un efectivo control sobre el patrimonio de un número limitado de funcionarios que sobre la inmensa cantidad de actos en los que intervienen los operadores de toda la burocracia estatal. De ahí la importancia de exigir métodos más eficaces que complementen al actual sistema de declaraciones juradas. La solución no es fácil, pero, ante todo, se debe comenzar por admitir las falencias de la actual herramienta y considerarla tan sólo como el primer filtro. Eso ya sería un logro, ya que inauguraría un ciclo de búsqueda de alternativas para complementarlo (también merecen un análisis especial las circunstancias que generan el déficit del sistema).

Al momento de evaluar nuevas propuestas de fiscalización, corresponde estudiar el engranaje del sistema impositivo, que también reposa sobre la base de declaraciones juradas. Una de las razones del éxito relativo de este mecanismo es que el circuito de manifestaciones de los contribuyentes se cierra con una interesante ingeniería de control sobre su veracidad, cada día más aceitada por los avances de la tecnología.

Vemos que al régimen de declaraciones juradas de los funcionarios, pese a comprender un universo mucho más limitado, omite esa segunda fase. Esa omisión puede explicar parte de su ineficacia.

Es precisamente en esa instancia de control en donde se confirman ciertos parámetros objetivos y cuantificables que establecen el real nivel de vida de una persona: consumos con tarjetas de crédito y débito, pago de cuotas de colegios privados, movimientos bancarios, viajes, etcétera.

Las oficinas de recaudación de impuestos acuden a esos indicadores y cotejan varias bases de datos para encontrar inconsistencias impositivas de los contribuyentes.

Por ejemplo, este año la AFIP descubrió irregularidades en 318 monotributistas, al detectar que habían viajado al exterior una cantidad de veces que no se correspondía con el nivel de ingresos que declaraban ante esa administración.

En el sistema de declaraciones juradas de los funcionarios, en cambio, no existe un control posterior material, por lo que se cierra la oportunidad de indagar en la rutina de consumos del funcionario y su grupo familiar para someterla a un control ciudadano. Se puede argüir que una iniciativa así avanzaría sobre la vida privada del funcionario. El argumento podría resultar admisible. Sin embargo, la razonabilidad del control se justifica por el menor umbral de expectativa de privacidad que poseen los servidores públicos. Tal como interpretó recientemente la Corte Interamericana de Derechos Humanos (caso Fontevecchia), los funcionarios "se exponen voluntariamente al escrutinio de la sociedad, lo cual los puede llevar a un mayor riesgo de sufrir afectaciones a su derecho a la vida privada".

Estas simples medidas de control llevarían al corrupto que se pretende preservar a operar en una marginalidad sofocante, aunque todavía le quedaría por explicar, por ejemplo, eventuales viajes al exterior (registrados por las bases de datos brindadas por la Dirección Nacional de Migraciones) que no estén al alcance de sus ingresos oficiales

Acorralado, aquel funcionario sólo podrá optar por recurrir a una fachada de negocios para blanquear sus ingresos espurios y así intentar justificar su alto estilo de vida. Por todo esto, quedaría ahora sí mucho más expuesto a verse obligado a brindar explicaciones ante la sociedad y a caer en contradicciones.

A 13 años de establecida la estrategia de las declaraciones juradas, en materia de corrupción pública estamos en condiciones de exigir un verdadero cambio para que algo cambie.

*Publicado en La Nación
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Todos somos pasajeros

LA NACIÓN.- López tuvo una semana rara. Se pescó una gripe feroz y se quedó guardado en cama. La enfermedad, cuando no es grave, suele abrir un paréntesis inquietante en la rutina cotidiana, una zona de riesgo en donde los presupuestos que nos sostienen se resquebrajan. Eso fue lo que le pasó a López. Fueron días, en todo caso, en los que este abnegado bancario y padre de familia se salió del mundo y miró todo desde afuera. Con ayuda de la televisión, obviamente. Cuando uno no tiene nada que hacer, además de mirar la tele, también piensa. Práctico y sin dobleces, López no se perdió en la cuadratura del círculo ni en la crítica a la razón pura. Apenas se entregó a los pensamientos que le despertaban las imágenes de la TV. Lo curioso es que las cosas de todos los días lo llevaron a las ideas más extrañas.

Todo empezó el lunes por la tarde, después de que su mujer retirara amorosamente la bandeja con el plato de sopa vacío. En lugar de abandonarse a la tibieza de la siesta, López se estiró hasta el control remoto y encendió la tele. Ese fue su error. Por su salud, no debió haberlo hecho. En el noticiero, una imagen le reveló que el mundo estaba patas para arriba: dos enfermeros cargaban a un hombre en una camilla y se dirigían hacia una ambulancia del SAME, estacionada en pleno hall de la estación Retiro. López, que viaja en tren todos los días para llegar a su trabajo, sabe que lo más habitual y saludable es salir de la estación caminando y no acostado, como suelen viajar quienes son transportados en una camilla. Sin embargo, en un rapto de lucidez, se dijo que ya no hay garantías. Afiebrado, le pareció que las ambulancias del SAME se estaban volviendo parte del paisaje en las terminales de los trenes metropolitanos, casi como los quioscos de revistas o los barcitos al paso.

Enseguida supo que el señor de la camilla era un pasajero del Mitre que debía llegar a Retiro poco antes de las dos de la tarde y parado sobre sus dos pies. Pues ni lo uno ni lo otro. Mientras lo subían a la ambulancia, una voz en off repitió que el último vagón del tren en el que viajaba este buen hombre había descarrilado a unos 600 metros de la terminal para impactar contra una torre de luz. La cámara mostró la torre, y López, entrenado por su mujer en el pensamiento positivo, agradeció que fuera de madera añeja, vencida por el tiempo y la intemperie. Beneficios del subdesarrollo. Podría haber sido peor. Aun así, había muchos heridos. Según el movilero, se habían vivido escenas de pánico.

Desde el refugio de sus sábanas, López sintió el pánico en carne propia: ese pobre hombre que se llevaban en camilla podría haber sido él. O un familiar suyo. O uno de esos rostros anónimos con los que se reencontraba cada mañana en esos vagones en ruinas que se obstinaban, como viejas bestias, en seguir rodando cuando habían sido abandonados a la buena de Dios. Conmovido, se sintió uno más entre los desesperados que, después de Once y de los accidentes casi diarios que se registran en el Mitre y en el Sarmiento (él podía atestiguar más de una decena en el último mes), todavía se atrevían a abordar esas trampas de hierro. O, si lo quería ver de otro modo, entre aquellos que para llegar al trabajo o a la facultad simplemente no tenían otra alternativa.

Cada mañana había en esos rostros una tristeza mayor. Ya no se oían quejas por las demoras eternas, la decrepitud de los vagones o el modo en que había que empujar para subir a la formación. Sólo importaba llegar sanos y salvos. Lo vio claro: cada vez son más, y él entre ellos, los que viajan en los trenes con la resignación y el temor del que anda por una ciudad sitiada por la guerra. Se oyen las detonaciones a lo lejos, pero en algún momento la bomba te puede caer encima. Y las bombas, se dijo López, que es manso como un cordero pero no tonto, van a seguir cayendo mientras ninguno de los responsables de las llamas y las colisiones casi diarias vaya preso por orden de un juez.

También había tristeza en los rostros de las gentes que, siempre en la pantalla, hacían colas de media cuadra para ver cómo los colectivos seguían de largo. Un periodista informó que el paro de subtes seguiría por tiempo indeterminado, y López pensó que el paisaje en ruinas, la intemperie propia de la guerra, iban más allá de lo que ocurría en las vías del Sarmiento y el Mitre. Aquí el asunto era una disputa entre el gobierno nacional y la administración municipal. Cristina y Macri coincidían en algo: ninguno de los dos tenía nada que ver con los subtes. Y los subtes seguían abandonados. Como los trenes, a los que el Gobierno olvidó sin culpa mientras arrojaba 13 millones de dólares diarios (los números eran lo suyo, y López no podía olvidar la cifra) al agujero negro de las concesionarias del servicio. ¿Dónde estaba toda esa plata? Corrupción y precariedad, pensó el contable, son dos caras de la misma moneda.

Con un poco de suerte, se dijo, la gripe se estiraría otra semana. Lo único que le importaba ahora era no dejar la cama. No quería ser otra alma errante en una ciudad sumida en el caos y la orfandad. Sin embargo, cuando iba a entregarse al pozo de la depresión se activó su costado estoico, casi místico, esa fortaleza inexplicable que le permitía distinguir la rosa en el lodazal y lo salvaba de los golpes que este país reserva a los suyos.

La idea que lo rescató fue la más extraña de todas. Con su indiferencia criminal, con su inacción, el Gobierno nos hace un inapreciable favor: nos somete al ejercicio cotidiano de la humildad. Nadie vive para siempre. En este mundo, todos somos pasajeros. Nuestras vidas penden de un hilo y ahí están los trenes metropolitanos para recordárnoslo.

*Publicado en La Nación, Buenos Aires
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La Locura en el Poder

En estos días estaba releyendo un interesante libro de Vivian Green: La Locura en el Poder: de Calígula a los tiranos del siglo XX, en el cual analiza la vida de algunos tiranos del pasado que han sido tildados de locos, la naturaleza de su locura y las consecuencias de sus trastornos para la historia de sus respectivos países.

En el capítulo 3, Grenn habla de la locura de cuatro monarcas ingleses: Juan Sin Tierra, Eduardo II, Ricardo II y Enrique VI. Los tres últimos fueron destituidos y asesinados.

Juan Sin Tierra aplicó impuestos abusivos que generaron la sublevación de los nobles y obligaron al rey a firmar la famosa Carta Magna en 1215 por la cual se establecieron una serie de garantías y libertades.

Analizando el caso de Juan, Green se pregunta: ¿qué elementos concretos existen para proponer que era un desequilibrado mental? Y responde que Petit-Dutaillis propone que Juan padecía de un trastorno bipolar de la personalidad, porque su vida fluctuaba entre períodos de gran energía y otros de letargo.

Más adelante Green afirma: “Es probable que la falta de cordura del rey se revele con más nitidez en su inseguridad, que lo llevó a ser cruel y vengativo con sus rivales y a sospechar de todos, amigos y enemigos por igual. No dudaba en descartar a quienes le eran leales…Su círculo de consejeros era cada vez más estrecho y el soberano se apoyó en mercenarios extranjeros como Gerard d’Athis. A pesar de que era capaz y autoritario, finalmente Juan se vio envuelto en una situación que no pudo controlar. El déficit del Tesoro lo llevó a exigir altos impuestos a la nobleza, de modo que creció el descontento entre sus miembros”.

Green concluye de la siguiente manera: “Ahora bien, si no estaba loco, ¿puede asegurarse que era completamente normal? ¿Los rasgos de su personalidad, algunos heredados de sus ancestros, pueden haberlo llevado al borde de la locura? No sin reparos, le daremos el beneficio de la duda, si bien los ocasionales momentos de letargo, la ira y la crueldad, y la obsesiva desconfianza permiten sugerir que Juan fue víctima de un desorden agudo de la personalidad”.

Sobre Eduardo II Green analiza su relación con los hombres, pero al referirse a su reinado comenta: “El rey intentó hacerse de un grupo de súbditos leales, pero, a pesar de contar con el dinero para comprar cualquier apoyo, no tuvo éxito. Entonces decidió consolidar su poder mediante la acumulación de riquezas en las arcas reales por medio de la aplicación de impuestos abusivos y la confiscación de propiedades pertenecientes a los nobles de dudosa lealtad, lo cual limitaría el control que la nobleza ejercía sobre el monarca”. Y agrega más adelante: “Hacia 1323, el descontento alcanzaba a todos los niveles de la sociedad. Algunos habitantes de Coventry, irritados por la conducta del prior local…contrataron a un mago, John de Nottingham, para que asesinara al rey…Si bien el plan fracasó, demuestra el estado de desesperación del pueblo”.

El final de Eduardo II fue trágico. La reina Isabel, enfrentada con su esposo, consiguió el apoyo de un grupo de nobles que Eduardo había mandado al exilio en Francia y Eduardo tuvo que huir del trono pero finalmente fue capturado y asesinado.

Green considera que Eduardo ansiaba ser amado, pero era incapaz de dar y recibir afecto y que cuando estaba bajo presión tendía a perder los estribos, entre otras causas por ser una persona insegura.

Sobre Ricardo II la autora comenta que su biógrafo Anthony Bedford Steel cree que Ricardo era esquizofrénico, lo que explica las inauditas decisiones que tomaba y la desastrosa política que aplicó, decisiones que lo llevaron a un desgraciado final.

Dice Green: “Llegó a ser tan egocéntrico que estuvo al borde del narcisismo. Se vestía con ropas magníficas, se preocupaba por su aspecto y dedicaba mucho tiempo a su peinado”. La obsesión de Ricardo II, bisnieto de Juan Sin Tierra, era fortalecer su poder. Agrega: “Al igual que su bisabuelo, Ricardo pensaba que para ser un rey poderoso había que acumular una gran fortuna, para lo cual recurrió a métodos ilegítimos”.

Steel, su biógrafo, afirma que cuando enviudó: “su neurosis se agravó rápidamente y para él, el mundo exterior era un mero reflejo de lo que se había transformado en una idea fija: el sagrado misterio y la naturaleza ilimitada del poder real”.

Finalmente Ricardo tuvo que abdicar y lo dejaron morir por inanición confinado en el castillo de Pontefrac.

Vivian Green concluye que ninguno de estos tres monarcas estaban locos en un sentido estricto y considera que no fueron psicóticos sin neuróticos.

Saltando siglos y llegando al XX, en el capítulo 16 Green analiza los grandes dictadores del siglo pasado. La autora afirma que “un dictador es un político cuya mente, enferma de poder, va por un solo carril, y cuyo deseo consiste en imponer su voluntad y sus valores a todos los ciudadanos y eliminar a quienes no los aceptan. La búsqueda y la conservación del poder se convierten en el único objetivo de su existencia”.

Luego agrega: “Para reforzar su imagen, los dictadores necesitaban hacerla aparecer más imponente de lo que era, entonces buscaban la adulación pública, organizaban ceremonias grandilocuentes y fomentaban de magníficos monumentos. Además, necesitaban acabar con la oposición, fuera esta real o imaginaria. Pero en medio de todas las cortes de sicofantes y la adulación ilimitada, los dictadores estuvieron siempre aislados de la realidad y conservaron su personalidad trastornada, de modo que dentro del autoengaño en que vivían tomaron decisiones que quizás, en última instancia, bien pueden haber sido suicidas o autodestructivas”.

Por supuesto que el libro de Vivian Green es mucho más rico de los párrafos que extraje del mismo. Quedan muchos otros personajes de la historia para analizar. Lo cierto es que cuando leí este libor un par de años atrás, llegué a la conclusión que cuando se analiza la política y la economía de un país, no es un dato menor el estado mental de sus gobernantes o, como reza el título del libro, como influye en los países La locura en el poder porque muchas veces las decisiones de los tiranos no responden a un lógica determinada, sino a las arbitrariedades que sus caprichos los llevan a adoptar.

Obviamente que los economistas no podemos evaluar el comportamiento psiquiátrico de los gobernantes, solo preguntarnos por qué adoptan ciertas medidas. Y si no encontramos una respuesta lógica a esa medida, solo podemos decir las consecuencias de las mismas.

En síntesis, el libro, además de ser muy interesante desde el punto de vista histórico, me hizo pensar que la locura en el poder es una variable más a considerar cuando se formulan posibles evoluciones de la economía.

*Publicado en Economía Para Todos
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Pensamiento Lateral para el conflicto por el subte

Popularizado por Edward de Bono, el pensamiento lateral “se caracteriza por producir ideas que estén fuera del patrón de pensamiento habitual”1. En este artículo trataremos de aplicarlo al conflicto por el subte.

Dentro del patrón de pensamiento habitual, los argentinos pensamos que los servicios públicos los debe pagar el gobierno (nacional, municipal, provincial…) y que la solución al conflicto del subte pasa porque los líderes lleguen a un amistoso acuerdo.

Sin embargo, si miramos los incentivos que las partes tienen, se observa que difícilmente la solución se alcance por esta vía:

  • Por un lado, al gobierno nacional le conviene la situación de caos porque genera la idea de que si Macri no puede administrar la pequeña ciudad de Buenos Aires entonces menos podrá administrar eficientemente el país. Es decir, el caos le quita del medio un adversario político que podría ganarle las elecciones de 2015.
  • Por el otro lado, a Macri también le conviene porque sabe que si acepta el traspaso sin fondos para subsidios tendrá que elevar la tarifa y enfrentar el costo político necesariamente asociado a ello. Es decir que mientras el subtepass siga costando $2,5 y se crea que el caos es culpa de los “palos en la rueda” de Cristina, Mauricio incrementa sus chances de obtener una victoria en 2015.
  • En tercer lugar, cualquiera sea el deseo de los “metrodelegados” para el 2015, lo cierto es que poco interés tienen en que los pasajeros del subte viajen bien. Lo que a ellos interesa es conseguir compensación salarial y demás cuestiones sindicales que poco se relacionan con la calidad del servicio.

Como se observa, ninguna de las partes del conflicto tiene interés alguno en mejorar la calidad de vida de los que vivimos y trabajamos en Buenos Aires. Ergo, parece al menos ingenua la petición de que ambos gobiernos y los sindicalistas lleguen a un acuerdo por el cual las cosas comiencen a funcionar.

He aquí, entonces, donde entra el pensamiento lateral. Si lo importante es que la gente viaje bien, cómo podemos hacer para que los incentivos se alineen en ese sentido. Es decir, ¿existe un mundo en el que podamos evitar, por un lado, la lucha por los subsidios y, por el otro, mejorar el salario de los trabajadores y normalizar el servicio para los usuarios, todo al mismo tiempo?

Tal vez sea mucho pedir, pero si pensamos fuera del patrón de pensamiento habitual podríamos sugerir que, de ahora en más, el gobierno nacional y el municipal traspasen la propiedad y la administración total del subte a los metrodelegados (sin ningún compromiso económico, es decir, sin subsidios) para que estos lo administren como administrarían una cooperativa.

En el futuro, los trabajadores del subte establecerían una tarifa que sirva para solventar gastos de mantenimiento, inversiones, infraestructura y – por qué no – mejoras salariales. Además, los trabajadores tendrían todo el incentivo para atraer clientes, con lo que tanto servicio como tarifa tendrían que estar acorde a las necesidades de los usuarios.

Por último, es imposible afirmar que esto terminaría la guerra política entre la presidenta Cristina Fernández y el Jefe de Gobierno Mauricio Macri. Pero con seguridad podemos decir que éstas no versarán más sobre el tema en cuestión y que, al menos en lo que al subte refiere, no se volverá a dar esta vergonzosa “toma” de la que somos rehenes más de un millón de personas.


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