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Piketty y el debate sobre desigualdad

Wall-Street

AMBITO.- En anteriores columnas he tratado el problema de la desigualdad en el mundo desarrollado, especialmente en EE.UU. e Inglaterra. La publicación del libro del economista francés Thomas Piketty ha reavivado el debate. Generalmente, la reacción de muchos liberales es cuestionar las estadísticas. Es decir, argumentar que la desigualdad no ha aumentado. En mi opinión, esto es un error. La desigualdad ha aumentado. No sólo las estadísticas sino también la evidencia anecdótica sugieren que es así. Por lo menos en esos dos países, que conozco bien. También es un error sostener que el aumento progresivo de la desigualdad no es un problema. Justamente es esto lo que empuja a muchas sociedades a votar por la solución facilista que propone el populismo.

El problema es de diagnóstico. Piketty, emulando a Marx, propone una ley inexorable del capitalismo según la cual en las próximas décadas la desigualdad aumentará a niveles intolerables. Esta no es más que la contracara de la tesis de la pauperización creciente del proletariado que proponía el autor de Das Kapital y que los hechos han refutado. La ley que propone Piketty no existe. Como explicó Schumpeter hace más de setenta años, argumentar que bajo el capitalismo la desigualdad tiende aumentar no se sustenta sobre ningún argumento teóricamente válido. Y como han señalado desde Tyler Cowen a Larry Summers, la teoría que propone Piketty tiene serias inconsistencias. Además, su interpretación de los datos y la solución que propone (un impuesto global de 80% a la riqueza) denotan un total desconocimiento de la realidad. Este señor definitivamente vive en una torre de marfil. Es notable que su libro haya tenido la difusión que ha tenido (200.000 copias vendidas de las cuales probablemente menos del 10% han sido leídas). Indudablemente, es un reflejo del espíritu de la época (y del apoyo que recibió de los Nobel Krugman y Stiglitz).

En un artículo reciente, el economista Kenneth Rogoff señaló acertadamente que aunque uno argumentara que en los últimos cuarenta años el capitalismo ha generado mayor desigualdad en EE.UU. e Inglaterra, la realidad es que a nivel global la ha reducido. Es decir, hay mayor convergencia en el ingreso per cápita entre países que hace cuarenta años. La mayor parte de la población del planeta ha experimentado un aumento de su estándar de vida y la pobreza ha disminuido gracias al capitalismo y no gracias a los experimentos utópicos como los que plantea Piketty. Por otra parte, si éste tuviera razón (es decir, si el rendimiento del capital inexorablemente superará al crecimiento del PBI per cápita), en vez de gravar la riqueza lo que habría que hacer es privatizar el sistema de seguridad social.

Pero como mencioné más arriba, el problema es que Piketty aparentemente no entiende como funciona la economía norteamericana ni el modelo capitalista anglosajón (que es distinto a otros, como el que impera en Alemania). Gran parte del aumento de la desigualdad en EE.UU. en las últimas cuatro décadas proviene de una distorsión en el sistema financiero. Esta distorsión no es consecuencia del capitalismo ni de los mercados libres sino de una combinación de shocks y de poder de lobby. Me refiero específicamente a la estructura del sistema financiero que desde fines de los ochenta ha permitido y promovido su excesivo apalancamiento. Esto ha llevado al surgimiento de mega instituciones financieras que son “demasiado grandes para caer” y por ende terminan siendo rescatadas con fondos públicos. La crisis global de 2008 demostró la fragilidad de un sistema financiero excesivamente apalancado. Los bancos son las únicas empresas que pueden endeudarse más de diez veces en relación a su capital. Como ha demostrado el economista Anat Admati, semejante apalancamiento no es necesario para que desarrollen su actividad de intermediarios, que es esencial para la economía.

A esta particular estructura del sistema financiero se sumó una distorsión en la política monetaria que se conoce como el “put de Greenspan.” A partir de la crisis de octubre de 1989, la Reserva Federal adoptó el criterio de que más fácil que pronosticar una burbuja era rescatar a los bancos y a los mercados una vez que estallara. Durante las décadas siguientes, esto en efecto significó un subsidio masivo del estado al sector financiero y a los inversores en general. También generó incentivos perversos que contribuyeron a desencadenar las crisis de 2000 y 2008.

Coincidentemente con estos cambios, a fines de los ochenta surgieron los “hedge funds” y los fondos de “private equity” que junto con los bancos hoy dominan el mercado financiero. Los dos primeros han sido no sólo los grandes beneficiarios del “put” de Greenspan y del apalancamiento creciente (esencia de su estrategia de inversión) sino que también, como lo demuestran las estadísticas, en gran medida explican gran parte del aumento de la desigualdad del ingreso y la riqueza en Estados Unidos. Y esto no tiene nada que ver con el capitalismo.

De hecho, luego de la crisis del treinta el economista liberal Henry Simons propuso una transformación radical del sistema bancario para eliminar su inestabilidad.  Su propuesta consistía en separar la función de crédito de la función de creación de dinero. De haberse adoptado una propuesta como la de Simons la burbuja de crédito y endeudamiento que llevó a la crisis de 2008 no habría ocurrido. Tampoco habría fomentado la gigantización de los bancos ni las apuestas asimétricas y la compensación exagerada de sus ejecutivos.

Para resumir, en EE.UU. la desigualdad ha sido en gran medida consecuencia de un creciente apalancamiento del sector financiero. El apalancamiento promueve el gigantismo, lo cual a su vez requiere los mega rescates cuando estallan las crisis. Es decir, el apalancamiento funciona como una opción “call”, es decir una apuesta asimétrica. Cuando los mercados suben, los ejecutivos de los bancos y los hedge funds ganan fortunas. Cuando caen, sus pérdidas son financiadas por todos los contribuyentes. Aunque el sistema financiero se presenta como un baluarte del capitalismo, en realidad ha sido el gran beneficiario de un subsidio masivo del gobierno. No se trata de eliminar a los bancos, hedge funds y fondos de private equity, que cumplen una función esencial en la economía. Se trata de eliminar las distorsiones que los favorecen injustamente y los subsidios implícitos y explícitos a una actividad que no los necesita para operar eficientemente.

Todo esto tiene poco que ver con la realidad argentina. En nuestro país la pobreza y la desigualdad han aumentado y siguen aumentando, lo cual es muy preocupante. Pero no se puede culpar por ello al capitalismo, ya que no existe. Desde hace setenta años la Argentina vive bajo un “capitalismo sin mercado y un socialismo sin plan.” Es un sistema que asegura la pobreza creciente y la desigualdad.

Publicado en Ámbito Financiero
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¿Hay oposición en la Argentina?

congreso-arg

Siempre es difícil generalizar, recuerdo haber leído la respuesta muy significativa de Chesterton cuando le preguntaron que opinaba de los franceses: “No sé porque no los conozco a todos”.

De cualquier manera, salvo muy honrosas excepciones de aquellos que por el momento no tienen posibilidad de estar bien posicionados en una carrera electoral, en última instancia, la llamada oposición no es tal.

Decimos esto porque en las reiteradas declaraciones los supuestos opositores revelan su disgusto por los modales, la arrogancia y el espíritu confrontativo del actual gobierno pero, en la práctica, adhieren con entusiasmo al eje central de las medidas adoptadas. Esto se ha mostrado una y otra vez en muy diversas circunstancias.

Estimo que esto puede ilustrarse con lo sucedido la noche anterior a la redacción de la presente nota. No quiero hacer nombres propios puesto que la batalla cultural debe debatirse en el plano de las ideas y no en el plano personal. Fue en un programa televisivo de gran audiencia y el entrevistado era un político muy relevante de un partido tradicional.

El conductor abrió el programa preguntándole al personaje de marras que opinaba de lo que había dicho la titular del Poder Ejecutivo en cuanto a lo que esperaba se preserve de su legado y enumeró algunas de sus medidas. El político entrevistado dijo con énfasis que la lista que detalló la mandataria le pareció corta y que podía alargar a ese racconto otras medidas “pero con la condición que sean bien administradas y no haya corrupción”.

Como este artículo no es solo para argentinos, ilustraré lo dicho con un solo ejemplo que será comprendido por todos y, además, si tuviera que analizar todos los puntos mencionados en esa entrevista necesitaría mucho más espacio del que brinda una nota periodística. El ejemplo alude a la estatización de Aerolíneas Argentinas como “línea de bandera” que actualmente arroja pérdidas diarias millonarias. A esto se refirió el entrevistado: sostuvo que le parecía muy bien la estatización de la empresa de aeronavegación puesto que el país no debía renunciar a la soberanía pero, como queda dicho, “bien administrada”.

Con esto queda claro que no se ha entendido nada de nada. En primer lugar, empresa estatal constituye una contradicción en términos. Una empresa no es un simulacro o un pasatiempo: o se asuenen riesgos con patrimonios propios y se gana o se pierde según se satisfaga o no las necesidades del prójimo, o se está ubicado en una entidad política que asigna recursos fuera de los rigores del mercado, es decir, según criterios de la burocracia del momento.

En segundo término, esa entidad política, mal llamada empresa estatal, inexorablemente significa en el momento de su constitución un derroche de capital, esto es, habrá utilizado los recursos en una forma distinta de lo que lo hubieran hecho sus titulares, lo cual, a su vez, se traduce en reducción de salarios e ingresos en términos reales puesto que éstos dependen de las tasas de capitalización. Entonces, por la naturaleza misma de este burdo simulacro, no puede estar “bien administrada”…y a raíz de estas declaraciones grandilocuentes, recordemos al pasar que “entre lo sublime y lo ridículo hay solo un paso”.

Tercero,  si se sostiene que la entidad política de marras no hará daño porque “compite” con empresas de igual ramo, debe aclararse que no hay tal cosa ni puede haberlo. Esto es así porque la entidad política, por definición, cuenta con privilegios de muy diversa naturaleza y si se contra-argumenta que se prohibirán los privilegios y que, por tanto, habrá genuina competencia, debe responderse que, entonces, no tiene ningún sentido que dicha entidad opere en el ámbito político y que, para probar el punto de la real competencia el único modo es competir, es decir, zambullirse en el mercado con todos los antedichos rigores.

Cuarto, si se señala que esa entidad arroja ganancias y presta buenos servicios debe puntualizarse que -si los balances están bien confeccionados y no adolecen de la denominada “contabilidad creativa” llena de fraudes- y exhibe beneficios netos, la pregunta debe estar dirigida a indagar si las tarifas correspondientes no estarán demasiado altas. El único modo de conocer el nivel de tarifas reales es en el contexto del proceso de mercado. En esta misma línea argumental, por ello es que la proliferación de entidades políticas del tipo de las que venimos comentando necesariamente distorsionan precios. Y como los precios son los únicos indicadores en el mercado, su desfiguración redunda en contabilidades irreales, las cuales bloquean la posibilidad de cálculo económico.

En cuanto a que “el servicio es bueno”, la conclusión carece de base se sustentación ya que el tema central radica en visualizar cuales son los sectores que la gente hubiera preferido si no se hubieran esterilizado sus recursos en la prestación de un servicio o la producción de un bien que, dadas las circunstancias, no es prioritario a los ojos de los consumidores.

Quinto, el tan vapuleado tema sobre la conveniencia de constituir las entidades políticas bajo el disfraz de empresa debido a que se trata de sectores estratégicos o vitales es autodestructivo ya que cuanto más estratégico y vital el sector, mayores son las razones que funcionen bien. Es cierto que desafortunadamente en ciertos países avanzados existen algunas empresas estatales para mal de sus habitantes, pero ésta política se diluye entre muchas otras de corte civilizado. En nuestro caso, en cambio, se acumulan esperpentos.

Y, por último, sexto, como se ha señalado, la soberanía es aplicable solo a los individuos como indicación de sus derechos inalienables que son superiores y anteriores a la misma existencia del gobierno, aparato cuya misión en una sociedad abierta es velar por su protección y garantía. La “soberanía” de la zanahoria, de un avión, de un dique o de un trozo de tierra es tan estúpido que no resiste análisis serio. En realidad hay un estrecho correlato entre la lesión de derechos y la tan cacareada “soberanía” de las cosas y los artefactos.

Y, de más está decir, no se trata de insinuar que en el sector privado están los “buenos” y en el gubernamental los “malos”, muy lejos de ello, se trata nada más y nada menos que de los incentivos: la forma en que se enciende la luz y se toma café en una repartición estatal es muy distinta de lo que ocurre en una empresa privada.

¡Ah no! se exclama, aun admitiendo todo lo demás lo que quiere la oposición es una buena calidad institucional. Pero es que si se admite lo demás, no hay forma de contar con marcos institucionales civilizados ¿o es que cuentan con que el Poder Judicial dictará la inconstitucionalidad de todas las medidas estatistas “bien administradas” que suscriben?

Con esto no quiero cargar excesivamente las tintas contra la supuesta oposición, solo muestro la coincidencia con el eje central de lo que viene sucediendo descartando los modales, la soberbia y el espíritu confrontativo.

Tampoco quiero cargar las tintas por otro motivo más de fondo y es que los políticos fuera del gobierno tampoco pueden recurrir a un discurso que la opinión pública no puede digerir puesto que convengamos que propuestas alberdianas hoy en la Argentina (aludiendo al autor intelectual de nuestra Constitución fundadora, Juan Bautista Alberdi) serían masivamente rechazadas y repudiadas.

Por esto, como resumen de esta nota, enfatizo una vez más en la imperiosa necesidad de preocuparse y ocuparse de la educación y el debate abierto de ideas como único camino para permitir que los políticos del futuro puedan articular un discurso compatible con la libertad. Un estatismo sin corrupción sigue generando todos los daños del estatismo aun sin caer en la indecencia y la desfachatez del robo desde las instancias encargadas de velar por los derechos de la gente.

Para terminar, lo voy a parafasear a mi estimadísmo James Buchanan en las últimas líneas de su libro (con Richard Wagner) dedicado a criticar las propuestas clave de Keynes: ¿estará próximo el día en que elijamos el sentido común del liberalismo y transitaremos “el camino menos frecuentado” que se consigna en los célebres versos de Robert Frost, o insistiremos en la senda más recorrida de la pobreza colectiva?

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La inmensa tarea de los reyes de España

rey juan carlos

Francisco Franco murió en 1975 seguro de que el futuro de España estaba “atado y bien atado”. Nunca he creído la hipótesis de que el Caudillo preparó una transición post mórtem hacia la democracia. Franco era un hombre de orden y cuartel, melancólicamente convencido de que los “demonios familiares” del separatismo y la anarquía inevitablemente conducirían a los españoles a la catástrofe, a menos que una mano dura lo evitara.

Afortunadamente, Juan Carlos, el joven Borbón seleccionado, educado y designado por Franco para continuar su régimen autoritario al frente del Estado, tenía una idea diferente de España. Sabía que sólo podía o valía la pena reinar en una nación democrática en la que la Corona estuviera subordinada a la Constitución y al Parlamento, como era la norma en el norte de Europa occidental.

El monarca no perdió tiempo. Con la ayuda de las Cortes, acertadamente reclutó a Adolfo Suárez como Presidente de Gobierno. Fue el negociador ideal para lograr un cambio que parecía imposible: a trancas y barrancas, porque no fue fácil, los franquistas se transformaron en demócratas, los socialistas abandonaron el marxismo, los comunistas renunciaron al leninismo, los vascos y catalanes silenciaron y aplazaron sus pulsiones nacionalistas, el ejército se subordinó a la jefatura de los civiles –salvo el limitado espasmo golpista de 1981--, la Iglesia Católica bendijo la metamorfosis, y todos admitieron la monarquía.

Juan Carlos, heredero de una dinastía desacreditada ante los ojos de los españoles, dos veces derribada por una sociedad que no amaba ni respetaba a la familia real, a lo que se agregaba el origen espurio de su poder, arbitrariamente impuesto por Franco, los necesitaba a todos para poder reinar con legitimidad moral (tenía la política), pero todos necesitaban a Juan Carlos para ocupar cierto espacio en un orden democrático que surgió milagrosamente en apenas tres años.

La transacción funcionó espléndidamente, al menos por un tiempo. Los españoles, como se ha dicho mil veces, no se hicieron monárquicos, pero sí juancarlistas. Casi todo el país le agradeció al Rey el establecimiento de la democracia y su actitud decidida cuando varios militares trataron de derribar el gobierno por la fuerza. El consenso general era que sin la tutela de Juan Carlos y su predicamento en las Fuerzas Armadas, el tránsito hacia la democracia se habría interrumpido.

Esa primera transición duró 39 años. Algo más que el franquismo. En ese periodo, con aciertos y fallos, los grandes partidos gobernaron en el ámbito nacional o regional, solos o en coalición, y las instituciones funcionaron razonablemente bien. Sólo faltaba por ponerse a prueba la transmisión de la autoridad dentro de la monarquía.

Acaba de suceder. Con la abdicación de Juan Carlos I y la asunción al trono de su hijo, quien reinará como Felipe VI junto a Letizia, la reina, se cierra el ciclo y comienza una segunda etapa en la que las prioridades generales son otras: propiciar la creación de empleo, lo que entraña generar el surgimiento de empresas; combatir la corrupción; enfrentarse constructivamente al separatismo vasco y catalán, si ello es posible; y revitalizar la monarquía, hoy muy devaluada por los escándalos económicos del yerno del rey, Iñaki Urdangarín, y por el comportamiento un tanto frívolo de Juan Carlos I, quien se marchó con una “amiga” a África a cazar elefantes en medio de una severa crisis económica.

La inmensa tarea que Felipe y Letizia tienen por delante desde el día uno de su reinado, es convertir a los españoles de juancarlistas desengañados en monárquicos convencidos de la utilidad de una institución que los conecta con su vieja historia nacional y forma parte de las señas de identidad colectivas, como sucede en Holanda, Inglaterra o Escandinavia.

Los dos tienen el talento, la formación, las virtudes y la simpatía que se necesitan para poder consolidar la monarquía, pero esa peculiar institución no se sostiene de manera autónoma, sino dentro de la estructura de un Estado que tiene que funcionar con probidad y eficiencia, para ganarse el respeto de una sociedad que necesariamente debe percibir que posee posibilidades de mejorar progresivamente su calidad de vida si hace los necesarios esfuerzos.

El prestigio de Juan Carlos creció mientras España prosperaba y cayó en picado cuando la economía se hundió. Felipe y Letizia serán pronto los reyes de España. Están llenos de buenas intenciones, pero les  tocará a Rajoy y a los que vengan detrás gobernar bien para que la monarquía se sostenga. En 1981 el rey salvó a la democracia. Ahora la democracia debe salvar a los reyes.

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Es menester transformar el sistema carcelario

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Son demasiadas las sociedades que siguen preocupadas por el avance del fenómeno de la inseguridad. Algo hay que hacer. La impotencia, la bronca y la ausencia de ideas, hace que el debate recorra carriles secundarios.

La discusión sigue sin rumbo siendo rehén de las reacciones espasmódicas que se suceden frente a cada delito que conmociona a la comunidad. Cierta tendencia a la simplificación empuja a copiar sin pensar, a suponer que solo se trata de imitar modelos aparentemente eficaces.

La problemática es compleja y por lo tanto su solución también. No puede desconocerse que los problemas se pueden mitigar, que es posible minimizar impactos y hasta atenuar las consecuencias indeseadas, pero nada se soluciona realmente si no se atacan las causas profundas.

Cuando se analiza de modo erróneo un asunto no solo no se encuentran soluciones aptas, sino que todo empeora, extendiéndolo en el tiempo con desbastadores efectos que no desaparecen y hasta se multiplican.

Algunos plantean que un probable remedio a tanta inseguridad es el camino de endurecer las penas como sucede en tantos otros países. Los que sostienen esta postura dicen que los humanos "son hijos del rigor" y que un sistema punitivo contundente desestimula a los que cometen delitos.

En realidad se trata de un punto atendible, pero también totalmente opinable. No todos los que delinquen se detienen a evaluar racionalmente las penas que eventualmente recibirán, sino que en realidad suponen que no serán descubiertos ni aprehendidos.

La asignatura pendiente es analizar a fondo el tema de las cárceles. Si los que promueven la mano dura con penas más elevadas triunfaran en su prédica no alcanzarían las cárceles actuales. Pero lo más grave, es que sin una modificación conceptual respecto a como funciona el sistema penitenciario, solo se lograría un resultado más negativo.

La Constitución Nacional dice sabiamente que "las cárceles de la Confederación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice." Resulta contradictorio que una sociedad que se cuestiona su escaso apego al cumplimiento de la ley, no haya tomado nota de este aspecto tan evidente. Tal vez porque en este caso la máxima norma del país no interprete los deseos de los ciudadanos que en realidad quieren que los delincuentes sean castigados y no reinsertados en la comunidad.

Las prisiones en este país, como en tantos otros, se han constituido en un centro de capacitación especializado de delincuentes. Una persona que ha incurrido en un delito, sale de ese patético ámbito, luego de años, con mayor formación en lo incorrecto. Sus diálogos interminables con criminales de mayor trayectoria y experiencia le hacen conocer nuevos métodos y variadas fechorías que ni siquiera conocía.

Pero al mismo tiempo, su permanencia en prisión solo le ha servido para ser humillado, tratado como un animal, sometido a vejaciones de todo orden y sin posibilidad de reeducarse, aun si así lo hubiera deseado.

Este proceso por el que ha terminado en prisión, por los errores que ha cometido, por las malas decisiones que ha tomado en su vida, lo ha llevado a un lugar donde no es considerado persona, donde otros seres humanos le harán sentir como el peor de todos, recordándole que es material de descarte, y que el como persona no vale la pena.

Del penal solo se sale con más resentimiento, con más odio y desprecio por los demás, solo listo para una revancha, para una venganza y no con ganas de enderezar el rumbo de sus vidas y empezar de cero.

Los excesos cometidos en las cárceles, la violencia y corrupción, y este clima de malas actitudes y sentimientos no es desconocido por las autoridades, ni por los funcionarios judiciales, ni tampoco por la sociedad. De alguna manera, los ciudadanos pretenden que en la cárcel los detenidos sean realmente castigados. Eso explica porque sucede lo que todos conocen. Lo triste es que nadie se haga cargo y se prefiera tener esta actitud irresponsablemente cómplice de avalar con silencio lo inadmisible.

Se pueden endurecer las penas y hasta discutir el procedimiento de las leyes, su velocidad a la hora de aplicarse, la actitud de los jueces y la educación de los ciudadanos. Seguramente todo ello sirve, pero mientras la herramienta que la sociedad tiene para reinsertar personas equivocadas sea el actual régimen penitenciario esto no tiene un horizonte positivo a la vista.

Ni la mejor legislación que pueda soñarse, ni un optimo esquema de selección para que sean hombres probos los encargados de impartir justicia, ni tampoco un rediseño de los contenidos de la educación formal alcanzarán para encontrar el sendero. Es imprescindible que los que han cometido delitos tengan una oportunidad, al menos una, de corregir sus errores, de arrepentirse, y volver a ser parte integrante de la comunidad, pero ya no repletos de malos sentimientos, sino con el entusiasmo de intentar una vida nueva y mejor. Por eso es menester transformar el sistema carcelario.

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La obviedad que nos rehusamos a aceptar

banco-central-argentina Nuevo artículo de Iván Cachanosky en el PanAm Post en Español.
Sólo existe el monopolio de la moneda desde que se crearon los Bancos Centrales. Antes de eso las monedas competían en el mercado, y así se formaron espontáneamente monedas muy fuertes que mantenían su poder adquisitivo. En Argentina, el Banco Central se creó en 1935. Si uno se tomara el trabajo de calcular cuánto fue la inflación desde 1940 hasta el 2013, llegaría a la astronómica cifra de 4.835.716.461.499%.
Leer la nota completa en el PanAm Post.
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