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PARA REFLOTAR LA DEMOCRACIA

Lo primero me parece es entender que en nuestros días la democracia ha fenecido y ha mutado en cleptocracia, es decir, gobierno de ladrones de libertades, de propiedades y de sueños de vida. Al efecto de tener esto claro es pertinente tener grabado a fuego el pensamiento de uno de los preclaros exponentes de la revolución más exitosa de lo que va de la historia de la humanidad. Me refiero a Thomas Jefferson quien consignó en Notes on Virginia (1782) que “Un despotismo electo no es el gobierno por el que luchamos” pero eso es en lo que se ha transformado, no solo en buena parte de la región latinoamericana, sino en países europeos y en la propia tierra de Jefferson.

La primera vez quela CorteSupremade Justicia estadounidense se refirió expresamente a la “tiranía de la mayoría” fue en 1900 en el caso Taylor v. Breknam (178 US, 548, 609) y mucho antes que eso el Juez John Marshall redactó en un célebre fallo de esa Corte (Marbury v. Madison) en 1802 donde se lee que “toda ley incompatible conla Constituciónes nula”. Seguramente el fallo más contundente dela CorteSupremade Estados Unidos es el promulgado en 1943 -prestemos especial atención debido a lo macizo del mensaje- en West Vriginia State Board of Education v. Barnette (319 US 624) que reza de este modo: “El propósito dela Declaraciónde Derechos fue sustraer ciertos temas de las vicisitudes de controversias políticas, ubicarlos más allá de las mayorías y de burócratas y consignarlos como principios para ser aplicados por las Cortes. Nuestros derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad, la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de profesar el culto y la de reunión y otros derechos fundamentales no están sujetos al voto y no dependen de ninguna elección”.

Autores contemporáneos como Giovanni Sartori en sus dos volúmenes de la Teoría de la democracia se ha desgañitado explicando que el eje central de la democracia es el respeto por las minorías y Juan A. González Calderón en Curso de derecho constitucional apunta que los demócratas de los números ni de números entienden ya que se basan en dos ecuaciones falsas: 50% más 1% = 100% y 50% menos 1% = 0%. Por su parte, Friedrich Hayek confiesa en Derecho, Legislación y Libertad que “Debo sin reservas admitir que si por democracia se entiende dar vía libre a la ilimitada voluntad de loa mayoría, en modo alguno estoy dispuesto a llamarme demócrata”, porque como había proclamado Benjamin Constant en uno de sus ensayos reunidos en Curso de política constitucional: “La voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto”.

Ahora bien, sabemos que la cuestión de fondo es educativa en el sentido de realizar esfuerzos para influir sobre mentes en cuanto a comprender las ventajas de la sociedad abierta, pero entretanto es indispensable pensar en nuevos procedimientos para maniatar al Leviatán antes que sucumban todos los vestigios de libertad y respeto reciproco. En este sentido vuelvo a insistir una vez más en que en un cuadro de federalismo se consideren las reflexiones de Bruno Leoni para el Poder Judicial en La libertad y la ley, se tomen seriamente las propuestas para el Poder Legislativo que efectuó Hayek en el tercer tomo de su obra mencionada y, para el Poder Ejecutivo, se adopten los consejos de Montesquieu en Del espíritu de las leyes  en cuanto a que “El sufragio por sorteo está en la índole de la democracia”. Esto último -dado que cualquiera puede gobernar- moverá los incentivos de la gente hacia la necesidad de proteger sus vidas y haciendas, es decir, hacia el establecimiento de límites al poder que es precisamente lo que se requiere para sobrevivir a los atropellos de los aparatos estatales. Como ha indicado Popper, la pregunta de Platón sobre quien debe gobernar está mal formulada, el asunto no es de personas sino de instituciones “para que el gobierno haga el menor daño posible” tal como escribe aquel filósofo de la ciencia en La sociedad abierta y sus enemigos.

Frente a los graves problemas mencionados es indispensable usar las neuronas para contener los abusos del poder. Al fin y al cabo en el recorrido humano nunca se llegará a un punto final. Estamos siempre en ebullición en el contexto de un proceso evolutivo. Si las soluciones propuestas no son consideradas adecuadas hay que proponer otras pero quedarse de brazos cruzados esperando que ocurra un milagro no es para nada conveniente ya que no pueden esperarse resultados distintos aplicando las mismas recetas.

Tal como nos han enseñado autores como Ronald Coase, Harold Demsetz y Douglas North, debemos centrarnos en los incentivos que producen las diversas normas, y en el caso que nos ocupa está visto que alianzas y coaliciones circunstanciales tienden al atropello de las autonomías individuales y a degradar las metas originales de la democracia, convirtiéndola en una macabra caricatura. Es hora de reflotar la democracia mientras estemos a tiempo. Y, se entiende, no se trata de la ruleta rusa de mayorías ilimitadas, es como ha escrito James M. Buchanan “Resulta de una importancia crucial que recapturemos la sabiduría del siglo dieciocho respecto a la necesidad de contralores y balances y descartemos de una vez por todas la noción de un romanticismo idiota de que mientras los procesos son considerados democráticos todo vale” (en “Constitutional Imperatives for the 1990`s. The Legal Order for a Free and Productive Economy”).

Por otra parte, sin perjuicio de insistir en lo aquí consignado para dar tiempo a que evolucionen los debates sobre externalidades y al efecto de mantener la mente despejada de telarañas y estar atento a otras variantes, transcribo un pensamiento de quien fuera el dirigente conservador argentino más destacado de su tiempo en su país, el célebre ex diputado Emilio Hardoy quien escribió en el último capítulo de su último libro No he vivido en vano: “Ante todo declaro que el poder es, en sí mismo, maldito. ¿Por qué un hombre revestido de un inmenso poder puede imponer a otros su voluntad? ¿Por qué el Estado puede encarnarse en un hombre e impulsar a un pueblo entero hacia la guerra o la paz, la prosperidad o la miseria, el progreso o el fracaso? ¿Por qué un hombre puede mandarme a mí, que soy también un hombre libre por la voluntad de Dios? ¿Por qué un hombre provisto de autoridad, boato, riqueza, privilegios y honores puede obligarnos? Únicamente los vicios y debilidades de la naturaleza humana permiten esbozar una justificación moralmente insuficiente […] el que ha mandado debe hacerse perdonar el poder que, de un modo u otro, siempre ha usurpado…” (p. 459).

*PUBLICADO EN DIARIO DE AMÉRCIA, NUEVA YORK.
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¿Cultura mata a ley?

A fines de 2011 un lector del diario “La Nación” en carta dirigida al matutino preguntaba porqué no se cumplían las prescripciones de la Carta Orgánica del Banco Central de la República Argentina, que lo obligaban a defender la estabilidad de la moneda y no recibir órdenes, indicaciones o instrucciones del Poder Ejecutivo Nacional. La respuesta del Gobierno fue hacer aprobar por el Congreso una Carta Orgánica que cambió radicalmente la naturaleza y la misión del Banco Central. Es claro que la ley que en 1992 estableció las prerrogativas y obligaciones de esta institución es contraria a la cultura inflacionaria prevaleciente en el país, lo que significa que su violación no preocupa demasiado a la mayoría de la población y – lamentablemente – tampoco a la mayoría de la dirigencia. Es un caso parecido al del artículo 29 de la Constitución, que tiene por “infames traidores a la patria” a los legisladores que votan poderes extraordinarios, pero cuya violación reiterada no genera sanciones porque también es contrario a la cultura prevaleciente: en este caso, la cultura de caudillos. Ambos casos se inscribirían dentro del caso general que dice que en la Argentina cuando una ley es contraria a la cultura prevaleciente, a menos que la dirigencia haga un esfuerzo explícito para que la ley se cumpla, la misma será ignorada y nadie será sancionado.

De la tolerancia de nuestra sociedad a la inflación tenemos pruebas no lejanas. En la segunda mitad del siglo pasado la Argentina fue literalmente adicta a este medio de redistribuir riqueza y financiar el gasto público. Y esto porque se trata de un impuesto que las personas ricas y/o aquellas medianamente informadas logran eludir (sin incumplir ninguna ley), en tanto que los más pobres y/o los menos informados pagan, pero sin llegar nunca a comprender su verdadera naturaleza. La dificultad de estos últimos para comprender la naturaleza monetaria de la inflación hace que “compren” el mensaje de los demagogos que les dicen que la culpa es de quienes “suben los precios”. ¿Que mejor para muchos dirigentes políticos y empresariales inmorales e irresponsables que un impuesto por el que no hay que rendir cuentas y que mientras se mantiene dentro de ciertos límites no es resistido por nadie? Más aún, gracias a la ignorancia de unos y a la mala fe de otros, hasta se llega a afirmar que sin inflación no habría crecimiento, afirmación a la que habría que responder preguntando cómo hicieron para crecer los países que tienen el doble o el triple del ingreso per capita argentino y un décimo de nuestra inflación.

Alguien podrá acotar que en 1991 la Argentina reaccionó y se autoimpuso el severísimo régimen antiinflacionario de la convertibilidad. Primero: esa reacción tuvo lugar tras nada menos que cuarenta y cinco años de altas y mega inflaciones, y fue cuando el fenómeno había adquirido las características de una hiperinflación fuera de control, que provoca miedo y parálisis (ver cuadro al pie de la nota). Segundo: El amor virtuoso por la estabilidad no nos duró mucho, ya que once años más tarde volvimos a las andadas con una obscena devaluación del peso y la ruptura alegre de toda la juridicidad monetaria y financiera preexistente.

La ley que estableció la Carta Orgánica del banco central fue aprobada por el Congreso en septiembre de 1992 cuando la sociedad estaba todavía bajo el shock de las hiperinflaciones de 1989 a1991. Dicha ley tomó algo de las normas que crearon al Banco Central de la República Argentina en 1935 – normas que habían sido arrasadas en 1946 – y le dio a la institución los mandatos y la autonomía que tienen los bancos centrales exitosos. Alarma y desilusiona la complicidad de parte tan grande de la dirigencia con el incumplimiento de esta ley y con algo – como la alta inflación – que se sabe objetivamente malo. Convencida que la inflación no es su responsabilidad (porque descree del vínculo entre el crecimiento de los precios y el de la cantidad de dinero) y que la Carta Orgánica vigente no refleja la voluntad de la mayoría, la presidente del banco central la ignora olímpicamente. Y no tiene – ni teme – sanción porque sabe que juega a favor de la cultura general, como tampoco la tienen los legisladores que votan superpoderes para el Poder Ejecutivo. Porque cuando la mayoría dirigente es irresponsable y timorata, (in)cultura mata a ley.

  La creciente inflación argentina entre 1945 y 1990
(1)   Cociente entre los índices de precios al consumidor correspondientes al último y primer mes del período indicado. (2)   Tasa porcentual anual compuesta de aumento del Índice de Precios al Consumidor. Fuente: Cálculos propios sobre datos del INDEC y del mercado de cambios
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La deuda se paga con la “maquinita”

EL CRONISTA.- El Ministro de Economía Hernán Lorenzino dijo respecto al pago de la deuda: “Lo hacemos con recursos genuinos y no apelando a la maquinita de la deuda”.

Es cierto que el Gobierno no abona los vencimientos colocando más pasivos, pero el resto no es verdad. La única ‘maquinita‘ que tiene el gobierno para financiarse es la de fabricar pesos y cobrarnos el impuesto inflacionario, que no es precisamente un “recurso genuino”. Cuando el Banco Central da la información que justifica el aumento de la cantidad de base monetaria, sólo pone las transferencias que hace en pesos como consecuencia del financiamiento al gobierno.

Sin embargo, no hay diferencia entre que emita dinero local y compre divisas para dárselas al Poder Ejecutivo, a que le dé directamente los pesos y éste adquiera los dólares en el mercado.

Entendido el punto, se puede corregir la información del Central y, en el justificativo del incremento de la oferta de moneda, como financiamiento al gobierno, sumar las reservas que se le transfirieron. Al hacerlo encontramos que, en 2010, ese monto fue equivalente a casi 120% del aumento de moneda local; lo que obligó al BCRA a sacar parte del mercado, colocando pasivos remunerados propios. Es decir, no sólo emitió, sino que se endeudó para financiar al Poder Ejecutivo.

En tanto, en 2011, le dio recursos al gobierno por casi 117% de lo que creció la base monetaria y, para no afectar negativamente el mercado de crédito en un año electoral, sacaron el exceso vendiendo reservas internacionales. Aunque, también, podemos decir que le transfirió al Poder Ejecutivo todo lo que aumentó la cantidad de pesos mas gran parte de lo que perdió de su stock de divisas.

Así, la solvencia del Banco Central se diluyó para financiar al gobierno, incrementando sus pasivos y perdiendo sus activos valiosos, a cambio de deuda pública imposible de vender a un precio razonable en el mercado; lo que motivó el “corralito verde”.

En 2012, el gasto público sigue siendo excesivo y presiona a que el BCRA emita a tasas que vuelven a rondar el 40%; lo que resulta en altísima inflación (superior al 25% ia.) y en una mayor debilidad de la autoridad monetaria, profundizando el “cepo cambiario”.

Esta historia ya la vivimos más de 20 veces, en los últimos 70 años, de sostenerse en el tiempo, terminará en una crisis cambiaria y bancaria, con todo lo que ya conocemos. Lástima que no hayamos aprendido de tantos tropiezos y nos empeñemos en repetir viejos errores.

*PUBLICADO EN EL CRONISTA, 17 DE DICIEMBRE DE 2012

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Un abismo de diferencias

Desde hace algún tiempo quienes siguen de cerca la economía de los EE.UU. hablan con temor de los que los norteamericanos llaman “the fiscal cliff”, expresión que se puede traducir por el “abismo” o el “precipicio” fiscal. A los sufridos argentinos la expresión nos retrotrae a algunos momentos de nuestra historia, como los segundos trimestres de 1975, 1982 y 1989 y la segunda mitad de 2001, períodos en los que por distintas circunstancias se acumulaban en el horizonte fuertes dudas sobre el valor de ciertas obligaciones financieras, ya los títulos de deuda emitidos por la República, ya el dinero de curso legal emitido por el Banco Central, y toda la gama de obligaciones privadas denominadas en esa moneda. Formada en tales circunstancias, nuestra imagen de un “abismo fiscal” es la caída al vacío o derrumbe por un precipicio de la moneda y de las obligaciones fiscales, materializado en un masivo “default” y en una gran devaluación.

Nada más opuesto del abismo fiscal que se teme en los EE.UU. para el 1º de enero de 2013. Lo allá está en juego es el “default” o caída automática de una serie de programas de gasto público y de rebajas de impuestos que, de ocurrir podrían justamente fortalecer las obligaciones del Tesoro de los EE.UU. y el dólar. Lo que caería al abismo o al precipicio, entonces, no serían las obligaciones financieras ni el dólar, sino las perspectivas inmediatas de crecimiento de la economía. Esta diferencia abismal, valga la redundancia, entre los abismos fiscales de allá y de aquí es lo que distingue a una sociedad que lleva casi cuatrocientos años de evolución en la dirección de superar sus falencias y contradicciones y que cuando tal evolución fue traumática, como la guerra civil en torno a la cuestión de la esclavitud o el abandono del patrón oro, trató de preservar al máximo el respeto por los derechos civiles de la mayoría de la población.

Hace algo más de un año escribí una nota en la que trataba de distinguir entre los países que cuidaron la reputación de su moneda y de sus obligaciones y los que no. Se afirmaba allí que solo una pequeña cantidad de países hizo los deberes bastante bien, no estando ciertamente la Argentina en ese grupo. Solo cinco estados soberanos con economías grandes (los EE.UU., el Reino Unido, Alemania, la Confederación Suiza y el Japón), aún sin ser absolutamente virtuosos, exhibieron la prudencia necesaria como ganarse la reputación de emitir monedas confiables. Así, en diversas épocas y medidas, el dólar, la libra, el marco (hoy llamado euro), el franco suizo y el yen fueron reemplazando a los metales y demás monedas como certezas últimas de liquidez y valor.

¿Por qué lograron semejante privilegio? Por la solidez de sus instituciones políticas que lograron – como ocurrirá en los EE.UU. el 1/1/2103 – que los eventuales ciclos de desvalorización de sus monedas no derivaran en alta inflación. Por lo general estas monedas han subido o han bajado para corregir ciertos desequilibrios o “sentimientos” percibidos por los mercados. Si bien a lo largo de varios años se pudieron acumular cambios importantes, los movimientos fueron graduales, con fluctuaciones diarias pequeñas que hicieron posible mantener correspondencia entre los cambios de valor y las tasas de interés, evitando la percepción de licuaciones groseras. Si bien en algunas etapas de su historia algunos de estos países exhibieron políticas fiscales imprudentes, nunca recurrieron de manera impune o sistemática a la emisión de moneda como fuente de financiamiento. También mostraron tener instituciones y/o dirigencias capaces de impedir aumentos nominales de salarios desconectados de la realidad.

Estas historias tienen poco en común con la de la Argentina de hoy, donde, cuando no se acumulan deudas por encima de lo que los mercados perciben como prudente, la cantidad de dinero crece a tasas de dos dígitos para financiar al Tesoro, donde por decreto se otorgan o se avalan aumentos de salarios también de dos dígitos y/o donde la moneda se deprecia masivamente, ya en el mercado oficial ya en el mercado libre, con la consiguiente licuación de todos los activos y contratos nominados en dinero. En las antípodas del pensamiento presidencial – que presume de estas y otras heterodoxias – solo copiando las mejores virtudes de los países desarrollados es que podremos crecer sin sorpresas, crisis y volatilidad. Entonces nuestra percepción de un abismo fiscal se parecerá más a la de los EE.UU. y menos a las pesadillas de nuestro pasado.

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SIN LIBERTAD DE PRENSA NO HAY LIBERTAD

Todos los tiranos y tiranuelos del globo siempre apuntan a restringir y eliminar la expresión libre en medios de comunicación. Con o sin votos, los megalómanos no resisten la crítica puesto que se consideran iluminados y los que se oponen a semejante pretensión son vituperados, perseguidos y silenciados por los comisarios del pensamiento. La petulancia y la soberbia de estos mequetrefes es ilimitada y la búsqueda de todas las artimañas posibles nunca alcanza para la mordaza.

He escrito en varias oportunidades sobre este tema vital (la última en “La Nación” de Buenos Aires el 10 de abril del corriente año bajo el título de “Asalto a la libertad de prensa”), pero es menester insistir dada la cantidad creciente de amenazas que se ciernen a diario en distintas partes del mundo.

Es sabido que Thomas Jefferson, dada la importancia superlativa que le atribuía al asunto, ha escrito que “ante la alternativa de un gobierno sin prensa libre o prensa libre sin gobierno, me inclino decididamente por esto último”. También es sabido que los sicarios del Leviatán desbocado no argumentan, apuntan a la aniquilación del pensamiento y la consiguiente expresión del mismo so pretexto de que ideas distintas a las oficiales “son desestabilizadores”, “afectan el orden público”, “comprometen la seguridad del Estado”, “invaden secretos de Estado” y sandeces similares.

Puede resumirse el asunto aquí tratado en el siguiente decálogo. Primero, absolutamente todo debe permitirse que se exprese lo cual no es óbice para que los que se sientan damnificados de algún modo recurran a la Justicia para su debida reparación. De lo que se trata es de abrogar toda posibilidad de censura previa. Segundo, lo anterior incluye ideas consideradas disolventes, las cuales deben ser discutidas abiertamente pero nunca aplicar criterios inquisitoriales. Tercero, no deben existir agencias oficiales de noticias al efecto de evitar la tentación de utilizarlas políticamente.

Cuarto, el espectro electomagnético y las señales televisivas (y las respectivas definiciones de los anchos de banda) deben asignarse en propiedad y eliminar la peligrosa figura de la concesión. Quinto, los gobiernos no deben contar con medios de comunicación estatales ni involucrarse en relación alguna con la prensa oral o escrita, lo cual naturalmente excluye también -por la consiguiente incompatibilidad- a proveedores del gobierno. Sexto, no debe existir organismo de control de ningún tipo incluido los llamados horarios para menores en un contexto de satélites que toman señales de muy diversos husos horarios, situaciones que quedan reservadas a los padres y a las codificaciones y limitaciones de los propios medios.

Séptimo, afecta la libertad de prensa el establecerse topes monetarios para la financiación de campañas electorales puesto que la independencia de los gobiernos respecto a pretendidos empresarios que esperan favores a cambio debe ser por la vía institucional a través de la preservación de las respectivas independencias en un sistema republicano a través de  normas compatibles con el derecho para evitar la cópula entre el poder y el mundo de los negocios. Octavo, bajo ningún concepto se debe promulgar una “ley de medios” ya que esto significa restringir la libertad de prensa, lo cual también excluye la posibilidad de efectuar distinciones entre capital extranjero y el nacional. Noveno, la red de Internet debe quedar al margen de las garras gubernamentales, del mismo modo que los operadores de cable. Y décimo, el cuarto poder bajo ninguna circunstancia debe estar obligado a revelar sus fuentes de información.

El conocimiento está disperso entre millones de personas y para sacar partida de ello es necesario que las puertas y ventanas se encuentren abiertas de par en par para que cada uno exprese libremente su punto de vista al efecto de los fértiles intercambios de ideas y para dar lugar a eventuales refutaciones de las corroboraciones siempre provisorias.

La libertad de prensa o libertad de expresión significa eso y simultáneamente hace de contralor insustituible al poder de turno, al tiempo que informa de los actos de gobierno a la población en un proceso abierto de competencia. Quienes estimen que pueden imprimir o decir de mejor manera lo pueden hacer instalando otro medio (y si no disponen de los recursos necesarios los reclutan en el mercado si es que lo que proponen resultara atractivo y viable).

Uno de los argumentos que usan los aparatos estatales para controlar los medios es el imputarles una situación de monopolio (o, en su defecto, de “posición dominante”) cuando, en verdad, los que ocupan circunstancialmente el poder son los que cobijan la idea de ser ellos los monopolistas de la información, con la diferencia que lo hacen recurriendo por la fuerza a los dineros de los contribuyentes.

Conviene en este sentido clarificar el tema del monopolio cuya única situación dañina es cuando lo detenta el gobierno -en este caso respecto a la prensa- o cuando la legislación lo otorga a un operador del sector privado. En un sentido más general debe precisarse que el monopolio es consubstancial al progreso puesto que si hubiera una ley antimonopólica la innovación quedaría clausurada y la humanidad no hubiera pasado del garrote ya que el primero que ensayó el arco y la flecha era monopolista, concepto que modernamente se aplica, por ejemplo, a los que introducen nuevas computadoras, novedosos medicamentos etc.

Se ha dicho que el monopolista cobra el precio que decidan sus dueños, lo cual no es correcto: cobra el precio más alto que puede del mismo modo que lo hacen todos los comerciantes y están también limitados por la elasticidad de la demanda y dependerá del producto de que se trate puesto que las ventas del monopolista de tornillos cuadrados probablemente sea cero. En todo caso, el mercado siempre debe estar abierto para que cualquiera desde cualquier punto del planeta -y sin ninguna restricción- pueda competir en caso que se estime atractivo el reglón en cuestión (lo cual también limita la idea de “posición dominante” en un mundo globalizado y competitivo por las noticias).

Cuando se hace alusión a la competencia no se está definiendo a priori cuantos proveedores de cierto bien o servicio debe haber, pueden existir miles, uno o ninguno (y las situaciones no son irrevocables sino cambiantes), como queda dicho el tema crucial es que el mercado se encuentre abierto y libre de trabas de toda índole para que, en nuestro caso, cualquiera que contemple un proyecto periodístico lo pueda ejecutar (lo cual, claro está, no garantiza su éxito).

Al efecto de tender a la pluralidad de voces es también indispensable que el mercado se encuentre totalmente abierto, no solo en cuanto a lo que en esta nota dejamos consignado, sino a la libertad plena de incorporar la tecnología que se considere conveniente y comerciar con quienes ofrecen las mejores condiciones, independientemente del lugar geográfico en que se encuentren. Surge un silogismo de hierro en esta materia: si no hay libertad de prensa con sus denuncias, críticas y límites al poder, el Leviatán se hace más adiposo y grotesco, ergo, corroe, deglute y destroza las libertades individuales.

Si se adoptan actitudes timoratas, por ejemplo, en cuanto a mendigar la distribución de pautas publicitarias que reparte una agencia oficial de noticias, en lugar de pedir su abolición se está en verdad negociando la cadena de la esclavitud pidiendo que el amo la alargue lo cual es un signo de sometimiento que trae aparejados avances adicionales sobre las autonomías individuales.

Si se adopta una actitud vacilante frente a los atropellos a la prensa, en lugar de enfrentarlos en su raíz autoritaria se terminará promulgando una constitución como la soviética del 31 de enero de 1924 en la que se lee que “Para garantizar una verdadera libertad de opinión, la República Socialista Federal Soviética elimina la dependencia de la prensa capitalista…” concepción que va junto a  la meticulosa descripción orwelliana del Ministerio de la Verdad. Desafortunadamente en la actualidad hay muchos ejemplos de gobernantes desaforados que la embisten contra la libertad de expresión y la democracia. Solo para citar un ejemplo veamos lo que dijo el Presidente de Ecuador, Rafael Correa, en Canal Uno, en el programa de Andrés Carrión, el 26 de agosto de 2007: “¿Qué es la libertad de expresión? Que ahora llamen al Presidente ignorante…perdóneme, si eso es libertad de expresión yo no estoy de acuerdo con esa libertad de expresión. Se lo digo muy claramente: si  eso es democracia, yo no estoy de acuerdo con la democracia”.

*PUBLICADO EN DIARIO DE AMÉRICA, NUEVA YORK.

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