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¿ES EFECTIVO EL MENSAJE LIBERAL?

Es necesario volver sobre la capacidad de convencimiento de las recetas y consejos de los patrocinadores de la sociedad abierta. Esto debe reconsiderarse de tanto en tanto debido a la escasa llegada del correspondiente mensaje, por lo menos en relación con su contrapartida, es decir, las políticas socialistas. No es cuestión de arremeter e insistir sin hacer, de vez en cuando, un examen de consciencia respecto al camino que se sigue. Parece un tanto petulante el machacar que “la gente” no comprende tal o cual idea sin detenerse a considerar la ineptitud del emisor para trasmitir la idea. Esto último no solo calma más lo nervios sino que obliga a hacer mejor los deberes y reconsiderar el formato del mensaje y pulir su contenido.

Habiendo dicho esto, debemos estudiar cuidadosamente las desventajas naturales del mensaje liberal frente a las propuestas de los diversos matices socialistas. La primera es la llamada “venta de ideas”. Se suele decir que los ejes liberales deben ser sacados de los académicos y traducirlos a idiomas más comprensibles para el común de los mortales. Desde luego que no se trata de trasmitir mensajes crípticos y complicados pero el nudo del asunto es entender que las ideas liberales no están a la venta, no solo porque no se colocan al mejor postor sino, especialmente, porque no se trata de la comercialización de dentífricos o desodorantes. En estos últimos casos, la venta consiste en que el consumidor se percate de las ventajas del producto pero no requiere que se adentre, en regresión, en todo el proceso productivo. Sin embargo, el liberalismo (y cualquier idea seria) demanda que se entienda “todo el proceso productivo”, es decir la fundamentación de los conceptos hasta la gestación misma de la idea. A menos que se sea un dogmático o un fundamentalista, el receptor requiere este hilo argumental, lo cual no necesitamos para adquirir un par de zapatos: es suficiente con que nos guste y que resulten cómodos y baratos.

La idea socialista, en cambio, se parece a la venta de comestibles y equivalentes. El razonamiento no exige análisis ni mirar el asunto desde diversos costados, es suficiente intuir que si se le saca al que tiene y se le entrega a los destinatarios, estos mejorarán su situación en el corto plazo. De más está decir que los socialistas miran la riqueza como un proceso de suma cero y no de suma positiva. No se percatan que en un mercado libre los que ganan más es debido al voto diario de sus congéneres que con sus compras y abstenciones de comprar establecen diferencias patrimoniales, y si a esto se le aplica la guillotina horizontal se perjudica muy especialmente a los más necesitados puesto que la mala asignación de recursos se traduce en disminuciones en las tasas de capitalización que son, precisamente, las que permiten el aumento de salarios reales.

La manía del igualitarismo parece ser el eje central de los socialistas de todos los colores. Ya me he referido en repetidas oportunidades a la tesis de John Rawls sobre la manipulación del los talentos, de modo que no volveré sobre esa crítica. Ahora destaco que la aludida guillotina horizontal y la idea de que la riqueza procede de la suma cero y no de un proceso dinámico de creación de valor (sobre la que se basa el igualitarismo) no permite ver que la igualdad de resultados no solo es una quimera en su faz operativa sino que de entrada ni siquiera puede definirse. Esto último es así debido a que las valorizaciones son subjetivas por lo que la repartición no puede obviar este fenómeno si se quiere igualar con todo el rigor del caso (aunque los sujetos en cuestión digan la verdad no es posible lograr el objetivo ya que no pueden realizarse comparaciones intersubjetivas, y tampoco puede llevarse a cabo la operación “objetivamente” porque los precios están distorsionados por los mismos igualitaristas). Y lo segundo se interpone porque el uso de la fuerza agresiva se deberá mantener permanentemente para evitar que cada uno use y disponga de lo que recibió de modo que los resultados sean distintos (en este contexto resulta bastante gelatinosa por cierto la noción medular de “lo suyo” de la justicia).

En la superficialidad socialista no cabe prestar atención “a lo que se ve y a lo que no se ve” (distinguir lo que es obvio de lo que debe hurgarse) como sugería el decimonónico Frédéric Bastiat. El socialismo apela a lo que a primera vista aparece como conveniente y recurre a la envidia y al resentimiento como arma dialéctica. Como ha escrito Hayek “la economía es contraintuitiva”; en la opereta Pinafore estrenada en Londres en 1878 con música de Arthur Sullivan y letra de William Gilbert se dice (y lo reproduzco en inglés para que no pierda gracia): “Things are seldom what they seem. Skim milk masquerades as cream”.

Es muy curioso y paradójico en verdad que esos mismos socialistas que detestan el mercado instauran sistemas de inaudita injusticia en cuanto a que otorgan privilegios a los amigos del poder para enriquecerse a costa de la gente, lo cual es genuinamente un proceso de suma cero de la misma manera y en el mismo plano que lo es cuando se asalta un banco.

Otra valla para la fluidez del mensaje liberal son gobiernos que usan desaprensivamente la etiqueta liberal pero se abocan a la corrupción escandalosa, al aumento del gasto estatal y la deuda pública en el contexto de severos incrementos impositivos, manejo discrecional del tipo de cambio, la dispersión arancelaria y la ausencia más palmaria de la división de poderes. En esa situación no son pocos los que terminan desconfiando seriamente (y muy injustamente) del liberalismo que en verdad es inexistente en esos climas tóxicos.

Estimo que el tema crucial a explicar por nosotros los liberales radica en la llamada “cuestión social”. En otras palabras, el nexo causal entre la inversión per capita y los ingresos y salarios en términos reales, lo cual se puede comprobar con los niveles de vida que tienen lugar prósperos respecto a los “subdesarrollados”, y que el desempleo es consecuencia de las mal denominadas  “conquistas sociales” que pretenden colocar remuneraciones por encima de lo que permiten las antes referidas tasas de capitalización como si se estuviera frente a un asunto voluntarista que en realidad deriva de la capacidad de marcos institucionales civilizados para captar ahorros internos y externos.

Al analizar cuestiones como la mencionada se dice que se es muy “economicista” sin ver que este aspecto económico-social es definitivo para entender el problema. Nada se gana con sostener que se es partidario de la libertad política pero no de la económica, puesto que es lo mismo que mantener que se desea instaurar la libertad en el continente pero no en el contenido, esto es, libertad en los papeles pero a la gente se le deniega la facultad de disponer del fruto de su trabajo, lo cual significan restricciones para operar en el mercado y la consiguiente asignación de factores productivos.

Uno de los problemas críticos para entender el liberalismo consiste en el abandono de los experimentos de brujos que compiten para manejar las vidas y las haciendas de la gente. Entre estas alquimias se destaca el keynesianismo, por lo que es de interés recordar siquiera tres tramos de la obra más conocida de Keynes. El primero es cuando escribe que “La prudencia financiera está expuesta a disminuir la demanda global y, por tanto, a perjudicar el bienestar”. El segundo cuando propugna “la eutanasia del rentista y, por consiguiente, la eutanasia del poder de opresión acumulativo de los capitalistas para explotar el valor de escasez del capital”. Y en último término, cuando resume el eje central de su tesis en el prólogo que escribió para esa misma Teoría general de la ocupación el interés y el dinero en el mismo año en que apareció en inglés pero para la edición alemana, en plena época nazi: “La teoría de la producción global, que es la meta del presente libro, puede aplicarse mucho mas fácilmente a las condiciones de un Estado totalitario que la producción y distribución de un determinado volumen de bienes obtenido en condiciones de libre concurrencia y de laissez-faire”. Vale la pena reiterar la idea puesto que hay que retener este pensamiento consignado en 1936: el autor dice que la tesis de su libro “puede aplicarse mucho más fácilmente a las condiciones de un Estado totalitario”.

En otro orden de cosas pero enmarcado en esta tendencia general, no son pocos los que insisten en que cuando la economía flaquea el aparato estatal debe gastar más, como si los recursos no provinieran de la gente con lo que se agrava la situación puesto que los factores de producción se mal asignan debido a imposiciones gubernamentales, necesariamente a contramano de lo que hubiera hecho la gente libremente con el fruto de su trabajo. Aquella política se ha dado en llamar “anticíclica” sin tomar en cuenta que la crisis se origina en las manipulaciones gubernamentales y que no se corrigen con más de lo mismo, a diferencia de las fluctuaciones que responden a cambios en la demanda de la gente.

En resumen, todos los días hay que hacer la gimnasia de pulir, mejorar y actualizar el mensaje liberal pero también deben tenerse muy en cuenta las desventajas en que se encuentra para llegar con el mensaje al efecto de no desanimarse inútilmente y también las dificultades que interponen en el camino por `parte de los antedichos brujos, pero nunca dejarse estar en el ejercicio cotidiano de autocrítica y automejoramiento.

En todo caso, cualquiera sea el destino del liberalismo, es pertinente citar un pensamiento de Hermann Hesse en Pequeñas alegrías que hace hincapié en las recompensas de la honestidad intelectual: “por agradable que resulte la adaptación al espíritu de la época y al medio, son mayores y más duraderos los goces de la sinceridad”.

*PUBLICADO EN DIARIO DE AMÉRICA, NUEVA YORK.

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Argentina: el peronismo vuelve (y los controles de cambio, también)

Iván C. Carrino es analista económico de la Fundación Libertad y Progreso (Argentina). Obtuvo su maestría en Economía de la Escuela Austríaca en la Universidad Rey Juan Carlos (España).

Hace poco más de un año, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner impuso en Argentina un sistema de control de cambios emulando medidas solo vigentes en la actualidad en países como Cuba, Venezuela o Corea del Norte. A propósito de la medida, entonces, vale la pena recordar cómo resultó, hace más de 60 años, la experiencia de restricciones cambiarias bajo el gobierno del General Juan Domingo Perón.

Si bien “el General” no fue el pionero del control de cambios en el país (este comenzó en 1931 en sintonía con la tendencia de crecienteintervencionismo económico que imperaba en el mundo) no renegó de él y le dio un uso que tiene muchos puntos de contacto con la época actual.

La presidencia de Perón, acompañada al principio por unos términos de intercambio favorables, estuvo marcada por el aumento del gasto público y el consecuente déficit fiscal que pasó del 4,5% del PBI, a comienzos de su gestión, al 8,3% durante el último año de mandato, llegando al pico de 15,6% en 1948 (1).

La financiación de estos déficits con la asistencia de la emisión monetaria del Banco Central comenzó a presionar sobre los precios que se elevaron hasta que en marzo de 1952 tocaron el récord máximo de 58,3% anual (2).

La creciente inflación se daba en paralelo con un tipo de cambio múltiple y controlado que buscó siempre facilitarle al gobierno la adquisición de divisas baratas de la exportación para subsidiar ciertas importaciones y otros sectores de la economía nacional. De esta forma, mientras pagaba 3,36 m$n (3) a los exportadores, el Banco Central vendía dólares “básicos” a 4,23 m$n pero “preferenciales” a 3,73 m$n para la importación de ciertos insumos que los funcionarios consideraran deseables para el país.

El tipo de cambio subvaluado incentivaba las importaciones, lo que generó una fuerte caída en las reservas internacionales que, entre 1945 a 1949, pasaron de US$1.600 a 150 millones (4). El gobierno, entonces, decidió restringir la importación imponiendo todo tipo de permisos y autorizaciones, llegando incluso a suspensiones transitorias de los mismos.

Como consecuencia de la combinación entre la política inflacionaria sin precedentes de Perón y el racionamiento de los dólares, aparecieron los mercados negros y la brecha cambiaria llegó al 400%, en 1951, cayendo a solo al 100% hacia el final del mandato.

Este esquema llevó a que, a pesar de los múltiples controles, el gobierno tuviera que devaluar el tipo de cambio oficial en sucesivas oportunidades y —para finales del mandato (1955)— el dólar “oficial” ya cotizaba 242% por encima de su nivel de 1946(5).  Si bien hubo algún intento de estabilización, especialmente a comienzos del segundo gobierno del General, lo cierto es que la inflación seguida de los controles generó, por un lado, un sistema de producción totalmente ineficiente y, por el otro, un clima de incertidumbre generalizada con fuertes presiones devaluatorias que afectaron los niveles de inversión.

A la postre, durante los diez años de gobierno peronista, el PBI per cápita de los argentinos creció un 12% mientras que, en franco contraste, durante el mismo período ese índice había crecido un 22% en Australia y Nueva Zelanda, un 28% en España, un 68% en Italia y un 158% en Austria (6).

En conclusión, parafraseando el célebre slogan del pasado, "Perón vuelve", pero las noticias que trae, no son para nada buenas.

Referencias 1. “El control de cambios en Argentina” (1989), Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL). 2. Cifras del INDEC (Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República Argentina). 3. Se refiere a “pesos moneda nacional”, signo monetario vigente en esa época. 4. Aldo Ferrer (2004), La economía Argentina. Desde sus orígenes hasta principios del siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires. 5. Datos del BCRA (Banco Central de la República Argentina). 6. Ver Gapminder World http://www.gapminder.org/

*Publicada en el Ojo Digital *Originalmente Publicado en The Cato Institute, sitio web en español

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El deporte de alterar las premisas

Algunos individuos prefieren inventarse una historia a su medida antes que conocer la realidad. Optan por hacer una interpretación lineal de cada hecho del pasado y proyectar el futuro con la misma simplicidad.

Una de las características que mejor define al ser humano, es su capacidad de razonar, de pensar, de analizar todo con determinada profundidad, y es incomprensible el modo que han elegido algunos abandonando esta virtud, esta posibilidad que los hace mejores, únicos e irrepetibles.

En la política, como en tantos otros ámbitos de la vida cotidiana, están los que prefieren animarse a razonar y merodear la verdad, pero también los otros, esos que prefieren invertir la dinámica del razonamiento.

Es que mucha gente en este tiempo, demasiada tal vez, ha decidido recorrer el camino inverso a la hora de razonar. Parten de la conclusión, comienzan desde ahí, desde el prejuicio, algo que encaja con su percepción ideológica a priori, pero que no ha sido sometido a análisis alguno.

En ese esquema se elige aquella conclusión que se ensambla con la interpretación de la realidad seleccionada previamente y recién luego se empiezan a plantear la lista de premisas que se ajustan mejor al resultado predilecto. Queda claro que esto no es reflexionar, sino más bien es un esquema dedicado a subvertir toda regla lógica de planteo inteligente.

Cuando un ser humano se resigna, abandonando la posibilidad de pensar y meditar, pues entonces pasa a ser presa de los aparatos de propaganda que ofrecen todas las conclusiones masticadas. Es notable observar como gente pretendidamente inteligente, y que de hecho lo parece, ha caído en la trampa que le proponen los mercantilistas del juego comunicacional.

Ellos utilizan lo que conocen, porque saben que existe una demanda de razonamientos pre elaborados que precisan para contrarrestar lo que resulta evidente, y en ese juego, han desarrollado una industria, económicamente muy rentable dicho sea de paso, para que algunos que abandonaron su oportunidad de pensar por sí mismos, solo compren premisas falsas que sustentan conclusiones idénticamente falaces. La tentación de algunos es muy fuerte. Después de todo es más fácil no tener que pensar que hacerlo.

A los que compran argumentos preconcebidos habrá que recordarles que en el camino dejaron la dignidad, y sobre todo que renunciaron a la posibilidad de tener su propia visión, y enriquecerse en el proceso de recorrer alternativas diferentes.

Que muchos seres humanos, hayan elegido dejar de lado esa alternativa preocupa, pero más aun preocupa que los manipuladores del discurso hayan conseguido instalar la idea de que pueden pensar por los demás. Mucho de esto se ve a diario. La industria de la reflexión elaborada está más vigente que nunca y parece que vino para quedarse.

Depende de cada uno de los individuos que siga teniendo mercado disponible y sobre todo que logre imponer su historia para que todos giren alrededor de ella.

El don de reflexionar permite evolucionar, dejar de lado creencias que son superadas por otras, pero que se imponen por su lógica, porque las premisas van mutando según el avance de la ciencia, de la tecnología, del pensamiento y el conocimiento. Esa actitud implica renunciar a la esencia del ser humano. Y aunque algunos lo sigan haciendo, vale la pena resistirse y honrar esa oportunidad.

Cuando se observa que algunos solo repiten lo que otros ya dijeron, sin aportarle ni un centímetro de impronta propia, tal vez sea tiempo de dudar de sus conclusiones. Al menos eso permitirá revisarlas, chequear que en el camino no se hayan colado supuestos falsos, como habitualmente hacen los que pretenden operar con la verdad.

Hay que tomarse la tarea de reflexionar, de meditar, de pensar, de arriesgarse a encontrar conclusiones equivocadas, o fácilmente rebatibles, o inclusive a no encontrar una muy sólida.

De eso se trata, de tomar ciertos riesgos. No siempre se puede conseguir una conclusión que encaje con la visión previa. Los hechos, la historia, los personajes no siempre hacen lo esperado, ni dicen lo correcto. Tiene que ver con que el ser humano es imperfecto, no siempre logra ser consistente, y suele ser claramente contradictorio, lo que no impide que de tanto en tanto pueda asumirse esa cualidad propia con cierta hidalguía.

Hay que recuperar esa capacidad de discernimiento que es propia del individuo. Cuando se deja de pensar por sí mismo, se corre el riesgo de convertirse en masa, en parte de la manada, en algo que no tiene individualidad, y eso es la negación misma de la especie.

Que muchos hayan claudicado, que hayan cedido su juicio al discurso general, solo porque algunos lo repiten muchas veces y disfrazan con cierta habilidad sus propios relatos, no significa que haya que imitarlos.

Que algunos principios defendidos durante mucho tiempo se desmoronen o encuentren explicaciones distintas a las que se sostuvieron siempre, no significa que se haya perdido el debate, en todo caso se ha ganado la chance de ajustar las ideas a lo posible, a lo real y se ha comprendido el presente con mayor claridad.

Claro está que algunos solo quieren ganar la pulseada panfletaria, para salir del paso y otros, con más ambición ciudadana, entender realmente lo que pasa y la sociedad en la que viven.

Lástima que algunos arrancan desde las conclusiones. Las eligen, las seleccionan y pretenden imponer su discurso discutiendo a diario con una impostada solvencia cuando en realidad solo saben jugar el deporte de alterar las premisas.

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HIPOCRESÍA Y POLÍTICA

Nos estamos refiriendo a la carrera electoral y no a la ciencia política tal como lo manifiesta José Nicolás Matienzo en su tratado de derecho constitucional. Este es el sentido del pensamiento de Hannah Arendt cuando escribe que “Nadie ha puesto en duda que la verdad y la política están más bien en malos términos y nadie, que yo sepa, ha contado a la veracidad entre las virtudes políticas”. Incluso el común de los mortales tiende a justificar las mentiras de los políticos cuando se resigna y exclama “y bueno, es político”. No hay ciudad en la que no aparezcan grandes carteles de políticos en campaña afirmando entre amplias sonrisas que ahora todo será distinto, que esta vez “habrá justicia y seguridad y se eliminará la corrupción”. Esto me recuerda una frase que invito a los lectores a que conjeturen quien puede ser el autor antes de que revele el nombre correspondiente: “Donde no se obedece la ley, la corrupción es la única ley. La corrupción está minando este país. La virtud, el honor y la ley se han esfumado de nuestras vidas”. ¿De quien es esto, dicho y escrito en letras de molde? Pues nada menos que de Al Capone en entrevista publicada en la revista Liberty el 17 de octubre de 1931, lo cual pone al descubierto cierto paralelo con lo que venimos diciendo.

Por esto es que toda la tradición liberal desconfía grandemente del poder y apunta al establecimiento de severos límites al Leviatán “al efecto de que haga el menor daño posible” como nos dice Karl Popper al oponerse a la visión ingenua y sumamente peligrosa del “filósofo rey” de Platón. Por eso, en esta instancia del proceso de evolución cultural, es que el liberal permanentemente propone nuevas vallas al poder que siempre se intentan sortear por parte de los gobernantes. Por todo esto es que Ernst Cassirer sostiene que nunca se llegará a una instancia definitiva en política y que “los politólogos del futuro nos mirarán tal como hoy mira un químico moderno al un alquimista de la antigüedad”. Pero se suele caer en la trampa y confiar en los políticos una y otra vez, es como aconsejaba el periodista inglés Claud Cockburn: “no creas nada hasta que no haya sido oficialmente desmentido”.

En realidad todo el problema surge porque se piensa que es más fácil que los gobernantes dirijan las vidas y manejen las haciendas de los gobernados en lugar de dejar que cada uno lo haga por si mismo en un proceso de coordinación espontánea en el que se respeta el conocimiento fraccionado y disperso en lugar de concentra ignorancia en ampulosas juntas de planificación estatal. Salvando las distancias, también resulta contraintuitivo lo que asevera Meiklejohn en su tratado de literatura inglesa de 1928 cuando explica que es más fácil escribir poesía que hacerlo en prosa, a pesar de que al lego le parezca que es como decir que es posible correr antes de aprender a caminar. El verso es lo primero que apareció en la historia de la literatura puesto que no solo es más sencillo de retener al efecto de trasmitir de boca en boca sino que era lo que primero servía para animar fiestas y alegrar las calles, además de lo que señala Borges en cuanto a que es más fácil debido a que se coloca el texto en una métrica y no se larga al vacío en una cadencia sin reglas fijas (mil años antes de Cristo los escritos atribuidos a Homero están estampados en forma de poesía, incluso antes de quela Bibliacomenzara a componerse después del cautiverio de Babilonia).

A pesar de que se repiten los estrepitosos fracasos del socialismo, sigue en pie la triada Antonio Gramsci (sobre educación), Edward Bernstein (sobre los procesos electorales) y Rosa Luxemburg (sobre la aplicación a nivel internacional). A pesar de ello, sigue vigente la influencia de Sorel con su sindicalismo intimidatorio y violento y de Jacques Maritain con su cristianismo crítico de la institución de la propiedad privada y sus denuestos al capitalismo y a la tradición de pensamiento liberal.

Tal vez pueda ilustrarse la hipocresía a la que aludimos con un par de ejemplos de estos tiempos y referidos a un mismo asunto para no abundar en otros casos también de resonancia mundial. Acaba de salir a la luz que el general de la policía Mauricio Santoyo Velazco era narcotraficante mientras actuaba como jefe de seguridad de Álvaro Uribe quien, como presidente colombiano, se enfrentó en encarnizadas trifulcas con las mafias de las drogas, y el general Hugo Banzer, mientras ejercía la presidencia de Bolivia y recibía cuantiosos fondos del gobierno estadounidense para combatir las drogas, era narcotraficante junto a su hermano e hijastro.

El problema de las hipocresías políticas es que se intentan disimular por medio de las reiteradas e incondicionales alabanzas de los cortesanos que suelen rodear al poder. En este sentido, es oportuno citar a Erasmo quien se preguntaba “¿Qué os puedo decir que ya no sepaís de los cortesanos? Los más sumisos, serviles, estúpidos y abyectos de los hombres y, sin embargo, quieren aparecer en el candelero”. No resulta tarea sencilla el penetrar en las espesas capas de los alcahuetes que adulan a los gobernantes debido a la prédica autoritaria que acepta que los políticos en campaña halagan a los votantes potenciales pero cuando asumen tratan a los gobernados como si fueran sus empleados en lugar de comprender que el asunto es exactamente al revés, situación que abre las puertas a la hipocresía y al engaño permanente.

En el teatro, la música, la literatura y el cine hay infinidad de ilustraciones sobre este problema. Mozart puso expresó los abusos del poder en Las bodas de Fígaro de Beaumarchais (puesto preso por el rey y censurada su obra) y Hernich Böll describió magníficamente el doble discurso en Opiniones de un payaso. Es bueno repasar el eje central de la producción cinematográfica de Woody Allen titulada Zelig al efecto de comprobar la técnica genuflexa de adaptarse a todas las circunstancias con un abandono total de valores y principios. Pero es que en esta instancia del proceso de evolución cultural la política debe sustentarse en los cambiantes gustos de las mayorías circunstanciales, por eso es que Ortega y Gasset consignó en el sexto tomo de El espectador que “No hay salud política cuando el gobierno no gobierna con la adhesión de las mayorías sociales. Tal vez por esto la política me parece siempre una faena de segunda clase”. Y es que el consiguiente y persistente zigzagueo de los políticos hace que autores como Guillermo Cabrera Infante escriba que “la política es una de las formas de amnesia”.

Y como apunta Murray Rothbard, resulta por lo menos ingenuo -en verdad muy tonto- el afirmar que “el gobierno somos todos, en cuyo caso deberíamos sostener que los judíos no fueron asesinados por los nazis sino que se suicidaron en masa”. Por su parte, en su magnífica obra El mediterráneo Emil Ludwig escribe que “Las obras de la mente y del arte sobreviven a sus creadores, pero las acciones de los reyes y estadistas, papas, presidentes y generales cuyos nombres llenan algunos períodos de la historia, perecen con sus autores o poco después de ellos”.

Estimamos que lo primero para mitigar y atenuar el problema de los políticos consiste en abandonar el absurdo y rastrero trato de “excelentismo” y “reverendísimo” a quienes ocupan circunstancialmente el gobierno lo cual tiende a invertir los roles de empleado-empleador y, en segundo lugar, ejercitar las neuronas al efecto de introducir nuevos y renovados límites para evitar los atropellos del Leviatán y exigir transparencia en los actos de gobierno y auditoría de su gestión en el contexto de marcos institucionales que aseguren y garanticen las autonomías individuales de los gobernados. Se trata de una faena permanente puesto que como han dicho y repetido los Padres Fundadores en Estados Unidos “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Todo esto mientras continúan los debates sobre otros paradigmas referidos a la pretendida refutación de los argumentos convencionales sobre los bienes públicos, el dilema del prisionero y el significado de la asimetría de la información, puesto que nunca se llegará a una meta final en lo que es un intrincado proceso de corroboraciones siempre provisorias.

En todo caso debe subrayarse que en esta instancia del proceso de evolución cultural los ejes centrales dela Repúblicason la protección al derecho (más conocida como igualdad ante la ley) y la alternancia en el gobierno, puesto que la llamada división horizontal de poderes se torna en algo sumamente gelatinoso cuando ha avanzado lo suficiente el espíritu autoritario: los tres poderes tiene iniciativa propia en cuanto a la liquidación de la sociedad abierta y las informaciones y transparencia de los actos de los integrantes del aparato estatal se convierten en una mera contienda de estadísticas y hechos falsos.

Es de esperar que las verdades sobre los abusos de poder surjan sin tapujos pues como reza el dicho popular “no se puede tapar el sol con la mano”, que para decirlo en forma mucho más poética lo cito a Pablo Neruda (aunque no es mi referente favorito, especialmente por sus cantos de admiración al asesino Stalin): “se podrán cortar todas las flores, pero no se podrá detener la primavera”.

A diferencia de Neruda y Bertolt Brecht que abdicaron de su dignidad para rendirle pleitesía al criminal de marras, Ossop Mandelstam murió en cautiverio en un campo de concentración soviético por haberse plantado con un poema que en parte reza así: “Una chusma de jefes de cuellos flacos lo rodea/infrahombres con los que él se divierte y juega/Uno silva, otro maulla, otro gime/Solo él parlotea y disctamina/Forja ukase tras ukase como herraduras/A uno en la ingle golpea, a otro en la frente, en el ojo, en la ceja”. Desde este pequeño rincón le rindo sentido homenaje a este poeta de ejemplar coraje moral que puso en evidencia una de las tantas hipocresías que rodean a los tristemente célebres megalómanos de todos los rincones del planeta.

Que gran paradoja (por no decir que gran estupidez) resulta -dice Spencer en El exceso de legislación- que se siga confiando en los aparatos de la fuerza cuando, por un lado, son deficientes en la administración de la justicia y más bien atacan a las personas eficientes y, por otro, se observa que los privados y no los burócratas son los responsables de todas las innovaciones en la agricultura, en la industria, en los seguros, de haber surcado mares, de haber comunicado lugares remotos, de la electricidad, de la refrigeración, de las artes, de la música, de las arquitecturas colosales, de los avances en la medicina, la alimentación y tantas otras maravillas. Tiene razón Alberdi cuando escribe sobre el gran empresario William Wheelwright que las estatuas, los nombres de calles y similares no deberían estar dedicados a militares y gobernantes que poner palos en la rueda y, en su lugar, instalar las estampas de pioneros-empresarios, es decir, creadores de riqueza (y combatir a los que se disfrazan de empresarios pero, por ser amigos del poder, amasan fortunas fruto del privilegio y la explotación de consumidores incautos).

Solo las ideas compatibles con una sociedad abierta permiten el progreso moral y material, de allí la importancia de la educación. Por eso resulta tan ilustrativo (y conmovedor) lo dicho por Paul Groussac refiriéndose al destacado argentino José Manuel Estrada: “Lo que él ha sido y ha querido ser, por excelencia, es un profesor, un conductor de almas y excitador de espíritus”. Por otra parte, en la época de la masiva carnicería humana parida en tierras stalinistas y copiada con entusiasmo en Alemania, Sophie Scholl, a los 22 años de edad, cuando iba en camino al patíbulo para ser decapitada por haber establecido el movimiento anti-nazi Rosa Blanca, se preguntaba en voz alta “¿cómo puede esperarse que el bien prevalezca cuando prácticamente nadie se entrega al bien?”

*PUBLICADO EN DIARIO DE AMÉRICA, NUEVA YORK.

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Carlos Alberto Montaner: Las falacias del igualitarismo

Discurso brindado en Jaque a la Libertad, de Fundación Libertad y Progreso Buenos Aires, 30 de octubre de 2012

Comienzo estos papeles aludiendo al último tercio del siglo XVIII, cuando se forjó nuestro mundo contemporáneo desde el punto de vista político, jurídico, y, en gran medida, económico.

Parto de la base de que seguimos siendo hijos de la Ilustración y del pensamiento de hombres como John Locke, Montesquieu, el irreverente Voltaire y tal vez, sobre todo, del ejemplo de la revolución americana.

Las ideas que pusieron en circulación, el Estado que entonces diseñaron –autoridad limitada, poderes que se equilibran, constitucionalismo, partidos que compiten, alternancia en el poder, propiedad privada, mercado– y las actitudes que preconizaron para sustituir al viejo régimen absolutista –meritocracia y competencia– mantienen todavía una vigencia casi total.

Hoy no sólo las 30 naciones más exitosas del planeta se comportan, más o menos, con arreglo a ese modelo de Estado, sino resulta evidente que los países que abandonan los sistemas dictatoriales, generalmente opresivos y estatistas, como la URSS y sus satélites, tratan de desplazarse en la dirección del tipo de gobierno creado por los estadounidenses.

Esa subordinación nuestra a una cosmovisión bicentenaria no debe sorprendernos. Al fin y a la postre, todavía viven en nosotros, y le dan forma y sentido a nuestros juicios críticos, numerosos aspectos de las ideas de Platón o Aristóteles o los milenarios principios morales del judeocristianismo.

Igualitarismo, desigualdades y darwinismo psicológico

En consonancia con esta observación, me atrevo a afirmar que el gran debate intelectual de Occidente en los dos últimos siglos gira en torno a las desigualdades económicas y a los diferentes desempeños de los individuos y, por tanto, de las sociedades.

Cuando en 1776 Adam Smith publica La riqueza de las naciones está intentando explicarse cómo y por qué ciertos países, y especialmente Gran Bretaña, han conseguido abandonar la pobreza.

La aparición de la obra coincide exactamente con la divulgación de la Declaración de Independencia de Estados Unidos escrita por Thomas Jefferson, donde se establece la igualdad esencial de todos los hombres. Dice el texto en uno de sus párrafos fundamentales:

“Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados”.

Pero en ese fragmento tan conocido del famoso documento, radican los dos elementos que constituyen la médula del problema. Por una parte, todos los hombres son creados iguales, mas por la otra, todos tienen derecho a la búsqueda de la felicidad.

Sólo que la felicidad es un estado anímico absolutamente subjetivo. Una persona puede encontrar la felicidad orando en el desierto, vestida de harapos, como los anacoretas, o puede hallarla en un palacete rodeado de riquezas materiales.

Puede sentirse feliz y realizado trabajando intensamente en pos de ciertos objetivos filantrópicos, o, de lo contrario, dedicado al ocio, a la contemplación o la vida lúdica. Todo depende de sus valores y de las necesidades psíquicas y emocionales que posea.

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Precisamente, una de las causas del fracaso de las dictaduras totalitarias, y de los inmensos perjuicios que generan, ya sean las de inspiración marxistas, o las fascistas, sus primas hermanas ideológicas, radica en que la clase dirigente en esos regímenes se arroga el derecho a definir para todas las personas cuáles son las características de la felicidad y cómo cada uno debe vivir para poder encontrarla.

No hay malestar mayor para cualquier ciudadano que sufrir la arrogancia de unos funcionarios, dueños de la verdad absoluta, empeñados en negarnos lo que disfrutamos y exigirnos lo que detestamos, imponiéndonos sus gustos y preferencias en todos los órdenes de la existencia y en todos los aspectos de la conducta, hasta tejer una camisa de fuerza social en la que, como suelen decir en los paraísos socialistas en una frase teñida por la melancolía: todo lo que no está prohibido, es obligatorio. De ahí que en esos Estados no hay felicidad posible.

En ellos, buscar la felicidad propia, que es la única que existe, generalmente conduce a uno de los cuatro destinos que los Estados totalitarios les deparan a los ciudadanosdesadaptados: la muerte, la cárcel, el exilio o la marginación social.

Vale la pena, en este punto, consignar la primera falacia del igualitarismo:

El reconocimiento de que todas las personas tienen los mismos derechos no implica que obtengan, y ni siquiera que deseen, los mismos resultados. Los Estados que tratan de uniformar los resultados, aunque estén llenos de buenas intenciones, lo que provocan es una profunda infelicidad en los ciudadanos sujetos a esas arbitrarias imposiciones.

Ante esta afirmación, no faltan quienes alegan que hay algo instintivo en la especie humana que nos lleva a rechazar las diferencias en los modos y niveles de vida, especialmente cuando contemplamos personas rodeadas de riquezas frente a otras que apenas pueden alimentarse.

En realidad, puede admitirse que, en efecto, existe un rechazo instintivo, pero no exactamente de los grados de riqueza, sino de la forma de adquirirla.

Se sabe, por experimentos con primates, esos parientes nuestros tan cercanos, que cuando la recompensa que reciben por la misma conducta es diferente, el chimpancé agraviado enseña los colmillos y manifiesta su inconformidad.

Por ejemplo, a dos chimpancés se les enseña a la vez el mismo comportamiento y a cada uno se le da como premio dos plátanos cuando hacen correctamente lo que se les pide. Pero si, cuando repiten el truco, uno recibe los dos plátanos y el otro sólo uno, el que recibe la menor recompensa suele protestar.

Es posible, pues, hablar de una oscura pulsión hacia la justicia a la que llamaremos instinto, pero se basa en el agravio comparativo de premiar a alguien arbitrariamente. De alguna manera, el fin del absolutismo y de la clase aristocrática responde a esa búsqueda instintiva de la equidad, pero la verdadera equidad no estaba fundada en el reparto igualitario de los bienes materiales, sino en la obtención de recompensas y distinciones como consecuencia de los méritos basados en el conocimiento, el trabajo, la eficacia, y la competencia entre personas y empresas.

La idea, muy norteamericana, de que nadie estaba por encima de la ley y nadie, por lo tanto, merecía privilegios, había arraigado en el corazón del nuevo Estado gestado por los padres fundadores, al extremo de prohibir constitucionalmente la aceptación de rangos aristocráticos.

Habían llegado a formular ese principio por razones éticas más que económicas, pero lo cierto es que inesperadamente ahí estaba el núcleo central del fenómeno del desarrollo y la prosperidad crecientes: meritocracia y competencia.

Nadie reparó, o a nadie le importó, que ambos factores, tanto la meritocracia como la competencia, no sólo inevitablemente generaran desigualdades, sino que ésas eran las causas del éxito.

La meritocracia crea un orden social que premia y distingue a los que más saben, a los que mejor hacen su trabajo, a quienes cumplen las reglas con más probidad. La meritocracia establece la supremacía de los mejores, lo que suele traducirse en un mayor reconocimiento general y, por supuesto, en más bienes materiales.

Ese orden social crea lo que en la cultura inglesa llaman ganadores y perdedores, pero es posible que, cuando los triunfos no están fundados en el capricho ni en la arbitrariedad, sino en el talento y el esfuerzo objetivo de las personas, la aceptación de esa jerarquía también responda a nuestros instintos.

Al fin y al cabo, todos sabemos que dentro de nuestra psiquis se enfrentan dos tendencias no siempre conciliables: por una parte están las fuerzas centrípetas que nos unen al grupo (distintas formas de tribalismo, como el nacionalismo o el vínculo afectivo a equipos deportivos), y de la otra, las fuerzas centrífugas que nos llevan a tratar de fortalecer nuestro yo para destacar nuestra individualidad y alejarnos del grupo.

Esa fuerza centrífuga nos conduce a competir con los demás y, cuando es extrema, cuando es patológica, se hace insoportable y la llamamos narcisismo.

Para el narcisista, el otro ha desaparecido y la única función de los demás seres humanos es ponerse a su servicio. Quien no lo hace es una especie de traidor. El narcisista carece de empatía y por eso es insoportable.

Por la otra punta del asunto, cuando la autoestima es muy baja, el individuo sufre. Se siente inferior a las personas que lo rodean y ello le causa un hondo malestar psicológico.

De ahí que podamos consignar otra falacia del igualitarismo:

No es verdad que instintivamente las personas tiendan a procurar la igualdad. Si hay, realmente, una urgencia natural, ésta nos lleva a destacarnos, a tratar de triunfar, a competir y a superar a los otros. Y este fenómeno, que pudiéramos calificar comodarwinismo psicológico, está en la raíz del desarrollo de las sociedades, aunque  dé lugar a desequilibrios y desigualdades. Tratar de ahogarlo, como suelen hacer en las sociedades totalitarias, es una receta segura para la infelicidad individual y para el fracaso colectivo.

El sueño americano y las desigualdades

Uno de los conceptos que mejor resume esta realidad es el que englobamos tras la frase “el sueño americano”. En rigor, pudiéramos sustituir esa expresión por otra más larga y más clara como “el deseo natural de toda persona razonable y laboriosa a mejorar su nivel de vida con su propio y legítimo esfuerzo”.

En el pasado hubo un sueño argentino, cuando cientos de miles de inmigrantes europeos se desplazaron al mayor y acaso mejor dotado de los países hispanoamericanos. También hubo un sueño cubano, especialmente entre 1902 y 1930. En ese periodo, la inmigración europea, casi toda española, prácticamente duplicó a la población nacional originalmente censada en millón y medio de nativos.

Y, hasta hace poco, pudo hablarse de un sueño español, dado que en el curso de poco más de una década casi un millón de hispanoamericanos volvieron a su vieja casa cultural en busca de un mejor destino.

Pero observemos de cerca ese impulso: el inmigrante busca oportunidades para separarse del nivel social al que pertenece en su tribu de origen.

La audacia y ese fuego interior que lo lleva a dejarlo todo, y a veces hasta jugarse la vida en una balsa, en una patera, o colocándose en manos de un coyote, por lograr un mejor destino para él y para su familia, es una verdadera declaración de principios contra el igualitarismo.

Ese emigrante quiere ser distinto, quiere sobresalir. Va a Estados Unidos porque no se trata de un sueño, sino de una realidad: él sabe que si trabaja duro y cumple las reglas, logra integrar los niveles sociales medios del país.

No es un sueño: es un pacto no escrito. Un pacto abierto que lo autoriza a pensar que sus hijos, mejor educados y con total dominio del idioma, pueden ascender por la amistosa ladera social del único país que conozco en el que los inmigrantes, nacidos en el exterior, aunque hablen el inglés con cierto acento extranjero, a base de esfuerzo y talento, pueden escalar las más altas posiciones en la esfera pública, como ha sido el caso de Henry Kissinger, del exsenador Mel Martínez o del exgobernador de California Arnold Schwarzenegger.

Es el caso, también, en la esfera privada de, triunfadores antológicos como Roberto Goizueta, un exiliado cubano que presidió con un éxito extraordinario a Coca-Cola, la empresa emblemática del capitalismo norteamericano, o George Soros, el magnate financiero nacido en Hungría y ciudadano de Estados Unidos, alguien capaz de estremecer el mercado o sacudir países con sus compras y ventas de acciones, valores o monedas.

La falacia de los defensores del igualitarismo, quienes, paradójicamente, dicen ser proinmigrantes, es obvia:

Por definición, los inmigrantes son los mayores adversarios del igualitarismo. Quieren ser diferentes a la sociedad y al grupo que dejaron en su país de origen. Quieren escalar por la ladera económica. Buscan mejores condiciones de vida y reconocimiento social. Es absurdo percibir a los inmigrantes como pobres que buscan ayuda pública. Lo que procuran es oportunidades para, precisamente, escapar de la manada.

La torcida ética del igualitarismo

Durante milenios, y muy especialmente desde la entronización del cristianismo en Occidente, fue muy frecuente la crítica a quienes detentaban el poder económico.

En esencia, la crítica a los poderosos se basaba en dos consideraciones: la idea de que la riqueza no se expandía y el comercio de bienes y servicios era una especie de suma-cero. Lo que uno ganaba, otro lo perdía.

La segunda consideración tenía más fundamento. Desde el surgimiento de estructuras sociales complejas como consecuencia del desarrollo de la agricultura, aparecieron los privilegios y las dignidades.

La clase dirigente, esto es, el jefe, los guerreros y los chamanes, extraían unas rentas abusivas de los campesinos mediante la violencia y la coerción.

Era natural sentir esas obligaciones como algo profundamente injusto.

Cuando se incrementaron la producción artesanal y, en consecuencia, el número de comerciantes, todos situados en burgos o centros urbanos, los privilegios se acentuaron.

Estos factores económicos pactaron con la clase dirigente y crearon lo que el Premio Nobel de Economía Douglass North llama “sociedades de acceso limitado”.

El dinero de los productores sostenía a los poderosos y el favor de los poderosos incrementaba el dinero de los productores. Era difícil entrar en ese círculo vicioso –nunca mejor dicho– de los ganadores.

Esa fórmula (que todavía perdura en la mayoría de los países del planeta) duró, precisamente, hasta que en Estados Unidos, sin proponérselo, echaron las bases de un modelo diferente de Estado, basado en la igualdad de derechos, la competencia y la meritocracia.

En Estados Unidos los privilegios eran mal vistos y todos debían colocarse bajo el imperio de la ley y la autoridad de la Constitución. Ganar con ventaja era censurable y, muchas veces, constituía un delito.

No obstante, lo que cambió poco fue el juicio moral sobre quienes poseían la riqueza y los que nada tenían.

La visión ética siguió siendo la que se empleaba para juzgar a las sociedades de acceso limitado, sin advertir que comenzaban a forjarse (sigo con la denominación de Douglas North),sociedades de acceso abierto en las que el desempeño económico brotaba, en gran medida, del esfuerzo y la responsabilidad individuales.

En español se abrió paso una palabra cargada de censura: había que transferir fondos a losdesposeídos. Es decir, a las personas a las que los otros, de alguna manera, les habían usurpado sus posesiones.

Por supuesto, era humanamente correcto a ayudar a quienes tenían grandes necesidades, pero el planteamiento estaba teñido por la culpabilidad, como si los que nada tenían fueran las víctimas de los que habían creado y acumulado riquezas.

No entendían algo que José Martí, el más ilustre de todos los cubanos, explicó en su prólogo a un libro del autor Rafael Castro Palomino a fines del siglo XIX. Cito:

“Pero los pobres sin éxito en la vida, que enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito; los trabajadores sin fortuna que se encienden en ira contra los trabajadores con fortuna, son locos que quieren negar a la naturaleza humana el legítimo uso de las facultades que vienen con ella”.

Se estableció entonces la idea de que la manera justa de rescatar a los pobres de su miseria era mediante las transferencias constantes de los poderosos a los menesterosos.

Pero lo perjudicial de esas transferencias no era, obviamente, que se usaran para ayudar a los pobres a superar su inferioridad económica mediante el aprendizaje o el apoyo a iniciativas empresariales, como sucede con los microcréditos, algo generalmente muy positivo, sino que, en muchos casos, especialmente en América Latina, se convirtieron en instrumentos de los partidos políticos populistas para fomentar el clientelismo, con lo cual se perpetuaba el problema en lugar de solucionarlo.

El PRI mexicano, tras ejercer el poder durante siete décadas, mantenía en la pobreza, una pobreza agradecida, todo hay que decirlo, a más del 50% de la población que era, por cierto, donde obtenía su mayor respaldo electoral.

Algo no muy diferente a lo que sucede en Venezuela, donde la popularidad de Hugo Chávez se sostiene en los sectores D y E de la población, los más pobres, cooptados mediante una estrategia fatal de asistencialismo.

En todo caso, el fenómeno del transferencismo ha hecho metástasis hacia otras zonas de la convivencia y hoy afecta a las relaciones internacionales.

El esquema de pensamiento es similar: de la misma manera que muchas personas creen que la pobreza de un vasto sector de la sociedad se debe a la riqueza de unos pocos, son legiones quienes suponen que la riqueza de las naciones poderosas es producto de la explotación de las más débiles, lo que dicta la necesidad de establecer transferencias internacionales para paliar este incalificable atropello.

En Naciones Unidas hasta se ha fijado un porcentaje fijo del Producto Bruto Nacional para cumplir con ese deber: el 0.8%.

En realidad, esas transferencias, manejadas entre burocracias públicas, sirven de muy poco. En la década de los sesenta del siglo pasado América Latina, dentro de la llamada Alianza para el progreso, se tragó treinta mil millones de dólares sin resultados apreciables.

Y esto fue verdad incluso dentro del campo socialista, donde se suponía que la planificación centralizada manejara mejor los recursos: sólo la pequeña Cuba fagocitó entre 60 y 100 mil millones de dólares de subsidio soviético –depende del economista que saque la cuenta- durante los treinta años que la Isla figuró como un satélite de Moscú.

La falacia de la política de transferencias, defendida por los partidarios del igualitarismo, es inocultable:

Las transferencias de quienes tienen a quienes no tienen, ya sean personas o países, no alivian la pobreza, sino tienden a convertirla en un problema crónico. Y la razón más evidente es que esos recursos los utilizan las clases políticas dirigentes para amaestrar conciencias y llenar estómagos agradecidos. Por otra parte, las transferencias poseen un potencial factor de disgregación cuando los donantes sienten que son esquilmados por los donados. Ese fenómeno lo vemos en la Unión Europea, donde un número creciente de electores de países como Alemania u Holanda prefiere terminar con la alianza antes que continuar subsidiando a sociedades que tienen actitudes diferentes hacia el trabajo y la responsabilidad individual.

Esos electores piensan, con cierta razón, que si los griegos desean vivir como los suecos, deben trabajar como ellos y no esperar que un flujo constante de transferencias los indulte del enorme esfuerzo, disciplina y buen gobierno que ello requiere.

La desigualdad y la competencia

Otro de los caballos de batalla de los partidarios del igualitarismo es la desconfianza en la competencia y en el progreso. Desconfían de la producción extranjera porque, supuestamente, destruye puestos de trabajo nacionales.

Es curiosísimo que quienes suelen calificarse como progresistas suelen ser quienes con mayor virulencia se oponen a los cambios tecnológicos y a los avances de la ciencia, basados en la hipótesis, a veces cierta, de que sustituyen mano de obra.

No en balde, las sociedades dominadas por esos progresistas son las que menos progresan.

La verdad es que el progreso, al menos en una primera etapa, siempre genera perdedores.

La imprenta acabó con miles de copistas que devengaban su salario escribiendo a mano, pero poco a poco fueron sustituidos por los obreros de artes gráficas.

La luz eléctrica casi liquida la enorme industria de las velas y las cererías, mas aceleró todos los procesos productivos, modificó los horarios de trabajo y creó miles de nuevas actividades.

Es tan obvio que el progreso termina por beneficiarnos a todos, aunque a corto plazo perjudique a algunos, que no vale la pena continuar dando ejemplos.

Pero el progreso se sostiene, precisamente, en la desigualdad y en el desequilibrio. Esa es su naturaleza.

Hay espíritus inquietos, desiguales, que se proponen hacer nuevas cosas, o hacer las viejas cosas de manera diferente. Suelen ser individuos creativos, rompedores, que traen cierto benévolo desasosiego a nuestra convivencia.

Joseph Schumpeter hablaba de la destrucción creadora del mercado. Los consumidores e inversionistas, con sus recursos y sus preferencias, destruían y construían empresas constantemente.

Tenía razón. Y no era un fenómeno perverso, sino beneficioso. Es así como mejor se asigna el capital y, al cabo, como más rendimiento produce, más empresas genera, y con ellas más puestos de trabajo.

Hace unos días, nada menos que Kodak se declaró en bancarrota. La destruyeron la tecnología digital y los teléfonos inteligentes que son, además, cámaras de fotografía. Kodak no supo o no pudo adaptarse a los tiempos modernos. Newsweek tampoco, y con esa revista cientos de diarios de papel y numerosas editoriales han cerrado sus puertas.

Internet es una especie de gigantesco tornado que arrasa y absorbe todo lo que se le acerca: periódicos, libros, música, escuelas, radio, televisión. Todo. Esos formidables cambios, naturalmente, conllevan altibajos. Dislocan la producción y la remuneración de los agentes económicos.

Pero también explican las diferencias de ingresos. Quienes han tenido la suerte o la visión de formar parte de las actividades preferidas por el mercado, que suelen ser las de tecnología punta, reciben mayores beneficios.

Por eso prosperan muchos individuos y muchas empresas más allá de la media. Y por eso, cuando en una sociedad proliferan este tipo de empresas, no sólo el enriquecimiento individual y colectivo es ostensible: también disminuyen las diferencias que separan a quienes tienen más de quienes tienen menos.

La principal razón que explica por qué el Coeficiente Gini de los países escandinavos o de Suiza es más justo que el de las naciones latinoamericanas o africanas, no radica en el alto nivel de impuestos que pagan los ciudadanos de esos países, sino por la calidad del tejido empresarial que poseen, hecho que posibilita el pago de salarios altos. De donde se deduce y desmiente otra falacia proclamada por los igualitaristas:

Si lo que se desea es reducir las abismales diferencias que existen en nuestros países entre los que tienen más y los que tienen menos, la fórmula es desarrollar un tejido empresarial complejo y moderno, con alto valor agregado, como ha hecho Israel, por ejemplo, la nación que más empresas incuba y genera de acuerdo con su población, lo que implica darle una gran importancia a la tecnología y a la ciencia.

Termino con una observación inevitable: no hay que luchar para que todos dispongan del mismo modo de vida. Eso es contraproducente, contra natura, empobrecedor. Hay que luchar para que las personas tengan una educación y una información adecuadas. Hay que inducir el comportamiento individual responsable para crear ciudadanos convencidos de que una de sus tareas y obligaciones es sostener al Estado, y no que el Estado los sostenga a ellos.

La calidad de una sociedad, en suma, no se mide por el grado de igualdad que exista entre sus miembros, sino por las posibilidades de vivir y crear riquezas en libertad sin necesidad de la asistencia colectiva. Se mide, en suma, por las posibilidades que tienen los ciudadanos de buscar en ellas la felicidad individual.

Aquellos Estados que se ven obligados a asistir a una parte sustancial de los ciudadanos, y no sólo a los que están objetivamente incapacitados, no son Estados benevolentes y generosos, sino Estados fallidos precipitados a la violencia, el atraso, el desorden y la crispación creciente de la sociedad.

Eso es lo que nos ha enseñado la historia.

PUBLICADO EN elblogdemontaner.com

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