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Luis Suárez, la mentalidad conspirativa y el subdesarrollo

LuisSuárez

Las reacciones que ha despertado el caso Luis Suárez ilustran un problema cultural cuya significancia excede en mucho el ámbito futbolístico. Con su actitud autodestructiva, Suarez, uno de los futbolistas mejor pagados del planeta, no sólo dañó la imagen de Uruguay sino que además comprometió las chances de su equipo en el Mundial. Sin embargo, luego de su expulsión del torneo fue recibido como un héroe nacional y en su país nadie se atreve a criticarlo, al menos públicamente. Es decir, mientras que en el resto del mundo la mayoría de la gente considera deplorable y sancionable la actitud del jugador, la mayoría de los uruguayos (y también ciertos comentaristas de la Argentina) intentan justificarlo y sostienen que la sanción que se le aplicó es evidencia de una conspiración internacional urdida por la FIFA, Brasil, Inglaterra e Italia.

El razonamiento que utilizan quienes así piensan surge de una particular manera de interpretar el mundo. Los psicólogos definen la mentalidad conspirativa como una obsesión por explicar todo lo negativo que le ocurre a una persona, un país o al mundo como consecuencia de una conspiración siniestra urdida en secreto por una elite con intenciones perversas. Las conspiraciones indudablemente existen. El problema surge cuando constituyen la base sobre la que un individuo interpreta la realidad.

La mentalidad conspirativa se guía por tres principios fundamentales: primero, nada ocurre por accidente; segundo, nada es lo que parece; y, tercero, todo está conectado. Es decir, para quienes creen en las teorías conspirativas todo lo que sucede es el resultado buscado de una decisión que forma parte de un “plan maestro” urdido por poderes ocultos que buscan únicamente su beneficio. Las apariencias engañan porque esos poderes obviamente quieren confundir a la opinión pública y ocultar su identidad. Y cómo todo obedece a un plan maestro, hay conexiones que no son obvias a simple vista pero si para el investigador diligente, que para demostrar su teoría se basa en relaciones irrelevantes o inexistentes y construye organigramas de poder imaginarios. Como explica el politólogo norteamericano Michael Barkun: “No sólo los eventos no ocurren al azar sino que la clara identificación del mal le da a quien cree en las teorías conspirativas un enemigo definido contra el que puede luchar, lo cual le da un sentido a su vida.”

Varios estudios confirman que quienes creen en teorías conspirativas viven en entornos caracterizados por la anomia, la falta de confianza y la inseguridad laboral. Otros estudios han confirmado que también influyen el autoritarismo y un bajo nivel de auto-estima. En general quienes están mas predispuestos a creer en teorías conspirativas son aquellos individuos que experimentan enajenación, impotencia y resentimiento.

Esto explica por qué en sociedades decadentes o subdesarrolladas la mentalidad conspirativa está tan arraigada. El subdesarrollo en gran medida es un problema cultural. Esto es así por varias razones. En primer lugar, la mentalidad conspirativa impide el proceso de aprendizaje tanto a nivel del individuo como el de la sociedad. Es decir, en vez de corregirse, las conductas o actitudes autodestructivas se justifican y perpetúan, generándose un círculo vicioso del cual es muy difícil salir. En segundo lugar, tanto la mentalidad conspirativa como el resentimiento que genera son antitéticas a la confianza. Ésta es a su vez es esencial para el progreso, que requiere coordinación y cooperación entre personas que apenas se conocen entre sí. Es decir, la confianza es un ingrediente clave para el desarrollo económico y cívico de una sociedad.

Otro problema relacionado con el anterior es que el resentimiento que inevitablemente genera la mentalidad conspirativa constituye una materia prima dúctil que los líderes populistas aprovechan para beneficio propio. Según Nietzche, el resentimiento es una enfermedad psicológica que afecta a quienes responsabilizan a otros por su posición en la sociedad. Desde su perspectiva, fomentarlo era una manera de disminuir al hombre y hacerlo más mediocre. De ahí su crítica al socialismo, al que consideraba no una ideología sino la expresión política del resentimiento y una metodología para llegar al poder. La prédica de una falsa “moralidad altruista” al servicio del egoísmo (o la ambición) personal era en opinión de Nietzche una de las grandes mentiras del siglo XIX. Es una mentira que los líderes populistas han abusado con gran efecto desde entonces.  Al fomentar el resentimiento, el populismo inevitablemente socava las bases de la democracia, ya que como explica el sociólogo Héctor Leis, “cuanto mayor sea la reivindicación de inocencia y falta de responsabilidad de individuos y grupos frente a su bajo desempeño social y político, mayor será́ el odio y menor la capacidad de la sociedad para construir mecanismos de estado con validez universal.”

Como el tema da para mucho mas que un simple artículo, vale la pena a esta altura rescatar algunas conclusiones. En primer lugar, Suárez es el principal responsable de lo que le ha ocurrido a él y a la selección uruguaya. Negarlo sólo contribuirá a que no modifique su conducta. Y si no la modifica, tanto él como la selección uruguaya se verán perjudicados. Que la sanción haya sido excesiva o que la FIFA sea corrupta son temas discutibles pero secundarios. Algo parecido se puede decir respecto a la Argentina. Los principales responsables de lo que pasa en el país desde hace décadas no son los fondos buitres, el FMI o el capitalismo financiero internacional sino los argentinos. Tanto el problema como su solución están dentro de nuestras fronteras. Cuanto antes nos demos cuenta, más chances tendremos de resolverlo.

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El misterioso caso de los comunistas incapaces de aprender

Jorge-Giordani

Jorge Giordani es un viejo comunista que hasta hace pocas fechas fue el Ministro de Planificación y Finanzas del chavismo, primero con Hugo Chávez y luego con Nicolás Maduro. Tiene fama de haber sido un funcionario honrado en un gobierno en el que abundan los rateros.

Nadie, sin embargo, ha acusado a Giordani de ser competente. Sería una peligrosa temeridad. No se metía la plata de los demás en el bolsillo. Lo que hacía era destruirla en esa trituradora implacable de riqueza que es la ideología marxista. Es uno de los responsables del hundimiento económico del país. Cuando llegó al poder había seis millones y medio de pobres. Cuando lo dejó, hace unos días, la cifra había aumentado a más de nueve.

Giordani se despidió del cargo con una larga carta en la que culpa a los demás del desastre económico venezolano. Sus culpables son el irresponsable gasto público, la corrupción, PDVSA y el pobre Nicolás Maduro, quien supuestamente ha traicionado al socialismo y al legado inmarcesible de Hugo Chávez. (Inmarcesible, Nicolás, quiere decir que no se marchita. Y marchita no es una marcha pequeña de estudiantes indignados, sino un verbo que procede del latín).

El ingeniero Giordani no es capaz de advertir que el error intelectual está en el presupuesto ideológico. Cuando se debilitan los derechos de propiedad y las decisiones económicas las toman los funcionarios; cuando se potencia la aparición del estado-empresario y se estatiza el aparato productivo; cuando se eliminan las principales libertades porque la crítica se convierte en traición a la patria; inevitablemente surge la escasez, se deteriora progresivamente el entorno físico por falta de mantenimiento, y comienza un acelerado proceso de empobrecimiento colectivo que no tiene fin ni alivio. Mañana siempre será peor que hoy.

Mientras los venezolanos leían la carta de Giordani, los cubanos, asombrados, repasaban otra misiva escrita por el comunista, escritor y exembajador Rolando López del Amo, jubilado en La Habana tras haber ocupado diversos cargos de primer rango en la diplomacia castrista.

El señor López del Amo tiene una explicación parcialmente diferente a la de Giordani. Supone que el responsable del desastre cubano es el burocratismo, ese enmarañado ejército de funcionarios indolentes que no deja que el país avance. Como es una persona seria, no culpa al embargo norteamericano, ni a la sequía, ni a los ciclones, porque el país no padece hace tiempo estos fenómenos naturales. Cree que el mal está en otra parte: es la malvada gente que entorpece la marcha gloriosa del socialismo.

Termina su carta con un conmovedor llamado a sus camaradas: “Estamos en el año 56 de nuestra experiencia revolucionaria  y no podemos continuar cometiendo los mismos errores ni ofreciendo las mismas justificaciones. Se impone un cambio de mentalidad, de actitud, de estructuras y de personas para lograr el sueño colectivo de un socialismo próspero y sostenible”.

¡Madre mía! Estamos ante un comunista inaccesible al desaliento. ¡Qué gente más dura de molleras! Cincuenta y seis años de fracasos continuados y barbarie, de “oprobio y bobería”, como Borges decía del peronismo, no le han bastado para entender que el sistema no sirve para nada en ninguna latitud. Ni con los laboriosos alemanes o norcoreanos, ni con los muy serios checos y húngaros, y mucho menos con los caribeños de Cuba o Venezuela.

Es posible, sin embargo, que Raúl Castro, finalmente, haya comprendido esta dolorosa verdad. Lo triste es que la educación del hermano de Fidel  ha durado más de medio siglo y costado miles de vidas y la ruina completa de una nación. (Fidel, en cambio, es indiferente a la realidad y morirá defendiendo las mismas tonterías de siempre). En todo caso, mientras el embajador López del Amo escribía su carta, el zar de la economía cubana, un excoronel llamado Marino Murillo, anunciaba que todos los restaurantes del país serían privatizados.

Es el principio del fin del loco proyecto marxista del colectivismo, pero no de la dictadura. Ahora, poco a poco, sin prisa, pero sin tregua, como le gusta repetir a Raúl Castro, quieren desmantelar el socialismo y gobernar con mano férrea un país pseudo capitalista. Ya no son marxistas. Son, simplemente, una banda autoritaria de gente decidida a mandar a palos. Puros matones.

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El precio de no involucrarse

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Es demasiada la gente que se queja. La paradoja es que son los mismos que hacen bastante poco por cambiar el curso de los acontecimientos. A ellos les molesta mucho lo que ocurre a diario, pero a la hora de participar, despliegan una interminable lista razones por las cuales no serán de la partida y delegarán en otros esa vital tarea.

Muchos prefieren ser solo espectadores de lo que sucede y de ningún modo tomar la responsabilidad de asumir el protagonismo necesario que les permita modificar la realidad. A Edmund Burke se le atribuye aquella frase que dice que "lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada". Una descripción casi perfecta de la actualidad.

Una sensación generalizada invade a la sociedad y es que la política no ofrece a los mejores. Se dice que son mediocres, que no tienen ideas y que abundan los deshonestos en esa labor. No menos cierto es que esas características son más que frecuentes también en otras áreas del quehacer cívico. Es que la dirigencia en general no es muy diferente en promedio. Los que lideran las organizaciones de la sociedad civil, los clubes, las comisiones barriales, los consorcios de los edificios, los sindicatos, las entidades empresarias, las colegiaciones profesionales, no escapan a esta regla casi universal y en todo caso no hacen más que confirmarla.

Obviamente que también están las excepciones. Existe gente fuera de serie, especial, con grandes aptitudes. Pero el problema es justamente que no es un hecho habitual y frecuente, sino bastante inusual y por lo tanto escaso.

Es evidente que los mejores no ocupan los lugares claves de conducción y queda claro que no es casualidad. Existe una deliberada decisión individual de no ser parte. Eso es innegable. Los más capaces parecen haber elegido premeditadamente no participar, no integrarse, ni cooperar en lo mínimo.

Muchos afirman que no quieren ensuciarse, que la política implica embarrarse y que entonces la determinación pasa por no entrar a ese mundo infinitamente ingrato. Otros creen que solo han optado por dedicarse por completo a lo profesional, a los negocios, a la actividad propia, suponiendo que así se puede progresar.

Cualquiera sea la razón que lleve a estas personas a no sumarse al necesario proceso de cambio, lo que es indudable, es que el sendero seleccionado no resulta gratuito. Esta decisión tiene un enorme costo directo en la vida de cada ciudadano y en el de la comunidad toda.

Ser gobernado por mediocres, o inclusive por los peores, tiene consecuencias que están a la vista. Solo así se puede explicar que naciones con abundantes riquezas naturales, con tantas posibilidades de desarrollo, hayan sido pésimamente administradas y convivan con la pobreza.

Hay que poner mucho ahínco para lograr tan malos rendimientos, en tan poco tiempo. La ineptitud es la verdadera madre de estos infinitos fracasos y de los innumerables desaciertos que pueden recordarse.

Como los incompetentes no pueden gobernar con habilidad, orientan sus energías a construir ingeniosos mecanismos para saquear a los ciudadanos y quedarse con el fruto de su esfuerzo. Hay que reconocer que han demostrado una notable destreza y que han sido inmensamente eficaces para generar corrupción. Sin ellos, este presente no sería posible.

Los más sobresalientes suelen ser excelentes en lo suyo, pero tal vez no sean tan inteligentes como parecen. Ellos creen estar a salvo de todo haciendo lo suyo, lo que saben, siempre en el ámbito de lo privado. Después de todo, para eso se han preparado a lo largo de sus vidas. No han percibido que no alcanza con ser exitosos. Eso no sirve, al menos no en sociedades como estas, en las que el poder lo pueden ejercer los peores.

Nadie espera que los mejores ingresen masivamente a los partidos políticos. Solo sería deseable si pudieran garantizar que disponen de la fortaleza moral suficiente para no claudicar frente a las múltiples tentaciones que propone el poder. Las agrupaciones políticas pueden ser el instrumento apto para cambiar el estado de cosas y corregir el rumbo.

Pero existe otra alternativa. Los partidos configuran una variante, la más habitual, pero no la única. Tampoco se puede pretender que individuos con un colosal talento, abandonen sus profesiones y oficios. Pero si al menos pudieran integrarse a la sociedad civil en cualquiera de las diversas oportunidades existentes, si le dedicaran solo parte de su tiempo, dinero y sacrificio a ser protagonistas en serio y comprometerse, tal vez se podría escribir el futuro de otro modo y soñar con una sociedad mejor.

Lamentablemente son pocos los que lo han comprendido. No participar es oneroso. Es descomunalmente caro. Algunos ya lo entendieron y están intentando ser parte a su manera. Otros, ni siquiera eso. Siguen sin percibir el elevado costo que pagan por no participar. Se trata del precio de no involucrarse.

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Sobre los mitológicos buitres

sobre los míticos buitres

INFOBAE.- Lamentablemente, en la Argentina, se ha impuesto un relato sobre lo que está sucediendo con el juicio de los holdouts en EEUU que tiene más de mítico que de realidad. Empecemos con la desmitificación:

a)     No hay que pagarles, son Fondos Buitres: Sería bueno preguntarle a quien acuñó y a quienes difundieron el apelativo “buitre”, un ave que se alimenta de la carroña, en qué lugar nos pone tal apelativo a los argentinos. Pasando a temas más serios, un bonista que tiene un título en cesación de pagos posee un derecho contra el Estado argentino que está determinado por las condiciones de su emisión original. Esto es independiente de que tenga el 1% o el 90% de lo que fue colocado. Actualmente, los títulos son emitidos con cláusulas por las que, si una determinada mayoría acepta cambiar las condiciones de emisión, la totalidad de los tenedores quedan incluidos. Sin embargo, la deuda que cayó de cesación de pagos no contenía dicha cláusula. Por otro lado, cuando un tenedor original vende sus títulos, quien los adquiere también lo hace con los derechos plenos que éste tenía contra el emisor, no importa cuánto haya pagado por esos papeles ni cuándo los haya comprado. En una palabra, desde un punto de vista legal, ser un tenedor original de un bono es lo mismo que poseerlo porque lo compró barato luego de la cesación de pagos.

b)     El fallo de Griesa afectará negativamente al mercado de capitales de EEUU: Esto es un absurdo. ¿Dónde preferiría un ahorrista o inversor colocar o prestar su dinero? ¿En una jurisdicción donde los jueces van a hacer respetar lo libremente pactado entre las partes o en donde las posiciones políticas determinarán si se tiene derechos o no? Sin duda que este tipo de fallos son los que hacen más confiables e incrementan el flujo de inversiones a los mercados financieros de EEUU, que son el corazón del mundo por el grado de respeto a los derechos y de los contratos.

c)      El apoyo a los holdouts de la Justicia de EEUU complicará el endeudamiento de los países pobres y/o emergentes:El Poder Ejecutivo local presentó la “gesta” contra los holdouts como una causa global contra el anarco-capitalismo y a favor de los países emergentes. En realidad, debieron acotarla a aquellos que, por la mala gestión de sus gobiernos, entran en default. Por lo que vimos en el punto anterior, el fallo de la Justicia de EE.UU. beneficia al conjunto de los emergentes; ya que hará más fácil y barato colocar deuda en dicha plaza. Para evitar que le suceda lo que a la Argentina, basta con poner la cláusula por la cuál con un porcentaje mínimo de aceptación de los tenedores, se generalizan los cambios de condiciones.

d)     La estrategia judicial del gobierno argentino: Si bien difícilmente hubiéramos tenido un fallo favorable, sí hubiera sido posible evitar que incluyera la decisión de que, si el gobierno lo incumple, se le embarguen los fondos que se envíen para pagar a la deuda estructurada. Imagínese que Ud. le debe dinero a alguien y, como no le paga, éste le hace un juicio. Entonces, el juez los llama a ambos al tribunal y, cuando usted entra a la sala, patea la puerta y grita que no piensa abonar lo adeudado aún si el magistrado falla en ese sentido. Eso es lo que ha hecho el gobierno argentino durante todo el trámite judicial. Ahora, entenderá el porqué de la decisión del Juez Griesa y de que tanto la Cámara de Apelaciones como la Corte Suprema se hayan negado a revisarla. En la Argentina, ante cualquier deuda fiscal que estime la AFIP, inmediatamente embargan las cuentas para exigir el pago. ¿Acá está bien y allá no?

e)     La Ley Cerrojo impedía que se le pague a los holdouts: Suponga usted que luego, durante el juicio que le hizo su acreedor, va a verlo al juez con toda su familia y le explica que, en una reunión, decidieron por unanimidad que no van a reconocer la deuda que tienen. ¿Qué pensará el magistrado? El gobierno argentino hizo sancionar en el Congreso una Ley por la que se desconocía el pasivo con los holdouts o sea el absurdo de que el deudor determine qué debe y qué no. Para colmo, el “cerrojo” se abría cuando al gobierno le convenía y, si no, era inviolable. De hecho, se suspendió para el canje de 2010 y ahora también lo está. Poco serio, ¿no?

Queda claro que la Justicia de EEUU falló de acuerdo a derecho, es decir, según las condiciones que libremente pactó el Estado argentino cuando emitió los bonos cuyo pago se reclama. No hay tal fantasía como una conspiración internacional anarco capitalista que abarque al Juez Griesa, a los de la Cámara de Apelación y a la Corte Suprema de dicho país. Entonces, debemos pensar qué es lo mejor para el país y, sin duda, es negociar una forma de pago con los litigantes que nos permita cumplir con el fallo. Si lo logramos, se cumplirá el deseo del gobierno de tener mayor acceso al crédito a tasas de un dígito. Si no, entraremos en una crisis con todo lo que eso significa en términos cambiarios, inflacionarios, de recesión y desempleo. Demandemos responsabilidad a nuestros políticos.

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La tortuga y la liebre de la economía latinoamericana

INFOBAE.- Es conocida la fábula de la tortuga y la liebre. La liebre rápida se reía de lo lento que caminaba la tortuga, hasta que un día la tortuga la desafió a correr una carrera. Para sorpresa de los animales del reino, la tortuga, que iba lento pero a paso sostenido terminó ganando el desafío.

Algo parecido sucede en la economía latinoamericana. A principios de la década pasada, fundamentalmente luego de la crisis argentina, nuestro país se volvió la estrella del crecimiento emergente. Incluso premios Nobel alabaron nuestro modelo enfocándose solo en el crecimiento de nuestro PBI. Lo mismo le pasó a Venezuela, que crecía a tasas altas ayudada por los precios del petróleo y una política económica marcadamente expansiva.

Si observamos el gráfico de más abajo, que muestra el crecimiento de algunos países sudamericanos (se toma un promedio móvil de tres años para suavizar las líneas), se ve claramente que Argentina y Venezuela eran, hasta el 2006-2007, la liebre.

Éramos los más rápidos y nos reíamos de los demás. El gasto público crecía, también la emisión monetaria y manteníamos un tipo de cambio competitivo para estimular el crecimiento. La idea fundamental: impulsar el consumo y el mercado interno. Las instituciones, que afectan principalmente la inversión de largo plazo, no eran una variable importante.

La tortuga (en nuestro caso, Chile, Colombia y Perú) optó por un camino diferente. Los países vecinos se preocuparon mucho más que nosotros por sus instituciones, empezando por sus monedas, que se apreciaron frente al dólar durante todo el período. Por otro lado, saludaron y le dieron una cálida bienvenida a las inversiones del exterior, a la espera de que eso fuera lo que, gracias a la mejora de la productividad, estimulara el consumo y la balanza comercial.

Además, mantuvieron a raya las cuentas públicas. Con aumentos de gasto, sí, pero siempre dentro de las posibilidades de un financiamiento razonable.

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En nuestro caso y en el venezolano, el gasto se financió con emisión monetaria y finalmente las variables se descontrolaron. Hoy la inflación es el peso más importante que acarrea la economía. Porque distorsiona los precios relativos y genera malas inversiones, y porque achica el horizonte de planificación, llegando incluso a paralizar la actividad económica. A esto se le suma, además, una batería de innumerables controles y regulaciones que solo sirven para ahogar aún más a los sectores productivos.

No es extraño que hoy hasta el INDEC reconozca la recesión y que las perspectivas para los años venideros tengan a Argentina y Venezuela en los últimos puestos del ránking regional de crecimiento. Viendo las cosas desde esta perspectiva, parece mucho más razonable recorrer el camino de la tortuga. En ese contexto, tal vez no volvamos a tener “tasas chinas” de crecimiento. Pero ¿quién las necesita? Lo que necesitamos es un crecimiento sostenido y sostenible, algo que solo se logra con apertura económica, respeto por la propiedad privada y equilibrio fiscal.

Lo demás es el camino de la liebre, que luego de tanto ensayarlo, ya debería tenernos cansados.

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