Actividad comercial VS “profesión científica”: la clave para liberar el corretaje inmobiliario
Por Jorge Amoreo Casotti CEO & Founder en Proptech Pint
“Las ideas nuevas surgen cuando dejamos de pensar de la manera habitual.”
Edward de Bono (1970)
Como se ha mencionado anteriormente, en 1973, bajo el amparo de los últimos días del período denominado por historiadores como del Estado Burocrático Autoritario, un decreto dictatorial sancionado por el régimen de Lanusse cimentó las bases para transformar, de manera tan arbitraria como absurda, una de las actividades comerciales más relevantes para el dinamismo económico de cualquier nación en una supuesta "profesión científica" al sancionar la Ley 20.266. El pretexto: "vigilar y castigar". La consecuencia: la llave para que la intermediación inmobiliaria sea secuestrada por una telaraña de regulaciones, burocracias provinciales y un ejército de funcionarios irrelevantes, más preocupados por construir aventuras políticas personales pro intervencionismo estatal, que por dinamizar el mercado que juraban representar, protegidos por la mencionada norma, y su posterior endurecimiento en 1999 con la Ley 25.028.
Esta anomalía, como tantas veces ocurre en las economías intervenidas, dio curso a la creación de los llamados colegios profesionales inmobiliarios, organismos que no solo encarnan una distorsión conceptual respecto de la verdadera naturaleza del corretaje, sino que además constituyen otra rareza global, tan exótica como nuestras constantes crisis inflacionarias o los sindicatos rentistas aliados al poder. Su propósito real ha sido claro desde el primer día: blindar privilegios, construir castas burocráticas y extraer recursos mediante coerción legal, bajo el falso pretexto de la profesionalización.
La clave de la supervivencia de los Colegios no es su prestigio ni su utilidad, sino su carácter obligatorio otorgado por el monopolio legal de la fuerza. Sin ese escudo, muchos de estos colegios se disolverían ante el primer soplo de competencia. No podrían sobrevivir un solo trimestre si debieran atraer profesionales por mérito, ofrecer certificaciones voluntarias, o competir contra modelos más eficientes, modernos, y alineados con las verdaderas demandas del mercado, que dicho sea de paso, son personas de carne y hueso con necesidades inmobiliarias de todo tipo.
Algunos, quizás los menos, podrían reconvertirse en instituciones de referencia: lugares donde formarse, validar reputación, y consolidar conocimientos. Pero para eso, deberán abandonar el control, renunciar a los tribunales disciplinarios que hoy operan como inquisiciones administrativas, y ofrecer servicios deseables en lugar de rituales absurdos. La matrícula, los límites territoriales, y la fijación de honorarios mínimos no son garantías de profesionalismo: son herramientas obsoletas de control de precios, profundamente nocivas para la competencia y aún más para los consumidores.
En realidad, son los propios profesionales obligados a inscribirse quienes expresan, con creciente incomodidad, su rechazo por estos sistemas autoritarios. Nadie quiere que un burócrata con ínfulas de dirigente le diga dónde puede trabajar, cuánto debe cobrar, o si está “habilitado” a brindar un servicio que el consumidor ya valora. La verdadera profesionalización no surge de una matrícula impuesta, sino de la reputación, del prestigio ganado en el día a día, y de la experiencia validada en la práctica. Es hora de que la intermediación inmobiliaria regrese a su cauce natural: ser una actividad comercial en libre competencia.
El ejemplo de España, que a comienzos del siglo desreguló el corretaje con el Real Decreto Ley 4/2000 de Liberación de la Industria Inmobiliaria, debería servirnos de inspiración. Tras una crisis profunda, esa reforma agilizó todos los indicadores de la actividad, eliminó la matrícula obligatoria y permitió que cualquier ciudadano con capacidades pudiera operar en el mercado libremente. El resultado fue contundente: mayor competencia, menores costos, mejor servicio y más innovación. Lejos de la desprofesionalización anunciada por los profetas del miedo, se consolidó un ecosistema más dinámico, transparente y accesible.
Hoy, a 52 años de aquel 10 de abril de 1973 en que se promulgo el Decreto-Ley 20.266, y tras el posterior endurecimiento que resultó con la Ley 25.028 en 1999, Argentina se encuentra ante una oportunidad histórica: la de declarar, con firmeza y sin eufemismos, que la intermediación inmobiliaria dejará de estar en manos del Estado, de sus burócratas, y de los “referentes institucionales” que se auto-perciben guardianes de una industria que ni comprenden ni dinamizan. El verdadero protagonismo debe volver a los emprendedores, empresarios y personas de comportamientos profesional que se esfuerzan por crear valor, satisfacer necesidades, generar confianza y construir reputación en el terreno fértil de la libre competencia.
Hoy, el corretaje inmobiliario, en la Argentina liberal del presidente Milei, y un país que desde su Constitución dice promover la libre empresa y la libre asociación, se encuentra más reprimido que en la propia Venezuela del dictador Maduro o que la mismísima España hiper-regulada del socialista Pedro Sánchez. Esa es la magnitud del problema. Durante décadas, los colegios solo sembraron desconfianza, utilizando el poder delegado por la ley para operar con una lógica inquisitorial. Ya no es posible seguir sosteniendo el mito de que regulan por el bien común. Lo que los mantiene vivos es el mandato de “vigilar y castigar”, no la vocación de mejorar la industria.
Es urgente restaurar el sentido original de la actividad inmobiliaria. No hay ningún motivo económico, técnico ni jurídico por el cual la intermediación deba continuar como una supuesta "profesión científica". Se trata de una actividad comercial, como lo es el corretaje bursátil, la intermediación aeronáutica o la venta de automóviles. Ninguna de estas áreas necesita matrículas obligatorias, ni rituales burocráticos, ni “órdenes” de control profesional. Funcionan bajo el imperio de la libertad, la competencia, los contratos civiles y las leyes de defensa del consumidor. Y funcionan bien.
Desregular con inteligencia no significa desordenar, sino abrir la puerta al progreso. Implica devolver la responsabilidad a quienes la ejercen, y la elección a quienes la demandan. Es reemplazar la imposición por la elección, el monopolio por la competencia, el control por la confianza y principalmente reemplazar la politiquería por el emprendedurismo. Es permitir que universidades, cámaras privadas, plataformas digitales o asociaciones voluntarias ofrezcan modelos diversos de certificación y formación, y que el mercado valide cuáles aportan verdadero valor, y cúales no.
Una reforma así optimizaría no solo los servicios, sino también los contenidos formativos, los canales de contratación, y los mecanismos de evaluación. Se consolidarían sistemas de reputación y transparencia, tal como ocurre en los ecosistemas digitales más avanzados del mundo, y se fomentaría una cultura de excelencia basada en el mérito, no en la sumisión.
La intermediación inmobiliaria no necesita más guardianes de la irrelevancia. Necesita pioneros del futuro. Profesionales comprometidos con el cliente, con la calidad, con la eficiencia y con la libertad. El momento es ahora. No para administrar lo que existe, sino para liberar lo que puede ser. Y lo que puede ser es un mercado más justo, más libre y más competitivo, en el que los únicos que importen sean los consumidores y los creadores de valor.

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