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¿España fuera del euro?

Ante la repercusión en foros económicos de los textos de Balmaseda sobre la salida de España del euro, Carlos Rodríguez Braun debate sobre el tema. 

Leer los textos de Manuel Balmaseda

Al leer el interesante análisis en el que Manuel Balmaseda recomienda que España abandone el euro no pude evitar evocar los argumentos que hace un siglo eran esgrimidos contra el patrón oro. A comienzos de la década de 1920 John Maynard Keynes lanzó durísimos ataques contra ese estándar monetario, al que denominó a barbarous relic.

El economista inglés se equivocaba ahí también, porque el patrón oro no era en absoluto un vestigio tosco y remoto. Aunque dicho metal precioso había desembocado tras una larga evolución en el contenido monetario más universalmente aceptado, el sistema del patrón oro se había establecido en Inglaterra apenas cien años antes, y estaba asociado con la idea relativamente novedosa de la libertad individual. No se trataba sólo de una teoría del dinero sino de arrebatar al poder político la capacidad de manipular la moneda, algo que había hecho sistemáticamente desde que había puesto sus manos sobre ella hacía milenios. No fue casual que uno de los protagonistas de los debates sobre la introducción del gold standard en la Inglaterra de finales del siglo XVII haya sido John Locke. Y tampoco lo fue que el siglo de oro del patrón ídem, el siglo XIX, haya sido también el siglo de oro del libre comercio. La Weltanschauung, por tanto, estaba entonces permeada por la noción liberal que reclama la limitación del poder de los gobiernos y la consiguiente extensión de los derechos y las libertades individuales. Su resultado fue la etapa que media entre las Guerras Napoleónicas y la Primera Guerra Mundial, que, en términos comparativos con lo que había pasado antes y lo que iba a suceder después, estuvo caracterizada por la paz, el progreso económico y, como admitió el propio Keynes, una notable estabilidad de precios.

Pero ese siglo relativamente liberal tocó a su fin. El mundo asistió entre 1914 y 1945 no sólo a la pulverización más brutal de la paz sino también al fin del libre comercio y el patrón oro. La visión predominante del mundo cambió, y se pasó del liberalismo con bastantes matices al intervencionismo cada vez con menos matices. Entre alusiones reiteradas al supuesto predominio de los mercados y el capitalismo liberal, la realidad vino marcada por un intervencionismo creciente a lo largo del siglo XX, que sigue campando a sus anchas, e incluso con vigor renovado tras la crisis económica a comienzos del siglo XXI, un intervencionismo que, haciendo realidad las peores pesadillas de Tocqueville, ha alcanzado unas dosis de intrusión en las vidas y haciendas de los individuos que habrían hecho palidecer a nuestros antepasados decimonónicos.

La moneda formó parte de ese gran movimiento político e ideológico, y quizá no debería ser analizada independientemente de la nueva Weltanschauung. El patrón oro cayó también porque tenía que ver con la libertad, y la libertad y el conjunto de sus instituciones, desde la propiedad privada hasta los contratos voluntarios, desde la responsabilidad individual hasta las creencias, valores, tradiciones y religiones, todos fueron considerados reliquias bárbaras que debían dejar paso a la visión ilustrada y moderna conforme a la cual el Estado organiza racionalmente la sociedad de arriba abajo por el bien de todos. Para hacerlo no ha de enfrentar impedimentos, como los que lo aquejaban en el diecinueve. Así se entiende que en su Breve Tratado sobre la Reforma Monetaria de 1923 Keynes reproche al patrón oro el que sirviera para “maniatar a los Ministros de Hacienda”, es decir, sus virtudes fueron contempladas como vicios; y se entonaron las alabanzas de los bancos centrales, que sustituirían por completo al viejo estándar monetario en la década de 1930. Keynes llega incluso a dedicar ese libro a los gobernadores de los bancos centrales, paradójicamente cuando estaban desatando en varios países unas espectaculares explosiones hiperinflacionarias. Y así, hasta hoy, los economistas en general no han cuestionado el papel del intervencionismo del Estado en la moneda, algo que sólo osan hacer individuos aislados, o integrantes de grupos minoritarios como la Escuela Austriaca de Economía.

Curiosamente, la hostilidad al patrón oro se transformó en intentos de hacerlo regresar por la puerta trasera. Tal fue el sentido del Sistema de Bretton Woods, en el que Estados Unidos servía de ancla al comprometerse a mantener una cotización fija de su moneda con el oro, a 35 dólares la onza, sueño que duró hasta que el 15 de agosto de 1971 Richard Nixon desvinculó al dólar del oro, momento tras el cual el mundo nunca volvió a tener un sistema monetario internacional propiamente dicho, sino remedos que, una y otra vez, buscaron aproximarse a eso mismo que Keynes condenaba en el gold standard, y que éste hacía naturalmente, dentro de la cosmovisión decimonónica: limitar el poder del Estado. De ahí vinieron los sucesivos acuerdos de divisas, y también el euro, con la idea de que el Banco Central Europeo iba a ser independiente del poder político, y demás fantasías contemporáneas. Ninguno de esos sistemas funcionó en el sentido de garantizar la estabilidad: todos han dado lugar a burbujas y crisis financieras, y a la mencionada inexorable expansión del poder político y legislativo a expensas de las libertades ciudadanas. No sabemos qué sucederá con el euro, pero Manuel Balmaseda nos invita a considerar una solución a sus males: abandonarlo.

Sus argumentos son parecidos a los que plantearon los enemigos del patrón oro y que finalmente acabaron con él. Sostenían que el patrón oro era demasiado rígido, y por eso ampliaba innecesariamente las fluctuaciones económicas, creando burbujas especulativas y acentuando las crisis que sobrevenían cuando aquéllas estallaban. La adhesión al patrón oro prolongaba las recesiones imponiendo severos costes a los trabajadores en términos de pobreza y paro, y a las empresas en términos de pérdida de competitividad. Los costes económicos y sociales de mantenerse en el patrón oro, se aseguraba, eran enormes en comparación con lo que podía suceder si se rompieran los “grilletes dorados” (se decía entonces) o los “grilletes europeos” (diría Balmaseda) y se entregara el manejo de la política monetaria a un banco central nacional que pudiera controlar suficientemente la oferta monetaria y el tipo de cambio ahorrando cuantiosos sacrificios a la comunidad.

Todas las veces que fueron erigidos obstáculos frente a la acción política, fueron derribados empleando razonamientos análogos, aunque algo menos elaborados cuando los postulaban los políticos, que buscaron siempre cómodos chivos expiatorios, entre los cuales las potencias extranjeras y los especuladores fueron claros favoritos. Cuando la política económica y fiscal expansiva de Estados Unidos hizo saltar por los aires el esquema de Bretton-Woods, Richard Nixon empleó para engañar a sus súbditos la misma añagaza que había urdido Franklin Delano Roosevelt para hacer lo propio con los suyos: la necesidad de tener y defender una moneda propia frente a los especuladores. Lo mismo alegan nuestros políticos de hogaño, aunque en su mayoría consideran “propio” al euro…de momento.

Digo de momento porque Manuel Balmaseda puede tener razón cuando pronostica el fin de la moneda europea. Ese fin sobrevendrá cuando las autoridades estimen que el coste político de mantenerla es superior al de eliminarla. Creo, en cambio, que sus críticas al euro no son del todo convincentes, como no lo eran esas mismas críticas en boca de los adversarios del patrón oro, salvo en un punto importante: era verdad que el patrón oro no acabó con las crisis económicas. Quienes lo diseñaron cometieron el error de pensar que la convertibilidad de los billetes de banco en oro bastaba para contener las expansiones monetarias excesivas. De hecho, los más optimistas auguraron tras la reforma monetaria británica de 1844 que el nuevo Banco de Inglaterra podía convertir a las crisis en un fenómeno del pasado. No fue así, claro, y las sucesivas perturbaciones debilitaron gradualmente la confianza en el patrón metálico, en un contexto en el que ya en la segunda mitad del siglo se fue apagando lentamente también el respaldo a los otros ingredientes de la cosmovisión liberal, “reliquias bárbaras” como el libre comercio y el gobierno limitado.

Pero el hecho de que el patrón oro no haya resuelto el problema de las crisis no significa que su sustituto lo haya hecho mejor. Así, cuando Balmaseda recomienda que el Banco de España recupere el control de la moneda para acometer políticas restrictivas, cabe observar que no fue esa la tónica exclusiva antes del euro, período en donde la soberanía monetaria y cambiaria dio lugar en nuestro país (como en muchos otros) a episodios repetidos de inflación, devaluación y también crisis económicas, financieras y bancarias.

Volver al pasado, por tanto, no es garantía de nada. Esto no quiere decir que la catástrofe sea ineluctable: todos los países suelen crecer, más o menos; la cuestión es qué tipo de políticas resultan más propicias o menos dañinas en ese proceso. Y la manipulación de la moneda no puede presentarse como una alquimia inmejorable. Desde luego, si las devaluaciones fueran la receta de la prosperidad, mi Argentina natal sería mucho más rica que Alemania. No sabemos qué habría pasado si la Argentina no acomete a finales de 2001 la receta de la ruptura de la llamada “convertibilidad”, la devaluación del peso y el default de la deuda que Balmaseda nos aconseja para España: a lo mejor también habría padecido una dura recesión en 2002 y se habría recuperado posteriormente, mucho más a pesar de sus gobiernos que gracias a ellos. Sí parece que la Argentina históricamente tendió a crecer más cuando devaluaba menos.

Tampoco cabe olvidar que la devaluación, frente al ajuste interno de los precios, resuelve una complicación relevante sobre el que nuestro autor no presenta un análisis satisfactorio: como advirtió Juan de Mariana en 1609, la depreciación de la moneda es un impuesto.

Convendría completar su planteamiento con una profundización en el tema del gasto público. Balmaseda pasa sobre éste con demasiada prisa, como si su volumen o crecimiento no tuvieran que ver con la burbuja, la crisis, y la lenta o incluso abortada recuperación. El autor coincide con la excusa blandida por José Luis Rodríguez Zapatero, que adujo que él no es responsable de nada porque en su etapa presidencial, hasta la crisis, el Tesoro gozó de superávits sucesivos y la deuda pública disminuyó su peso sobre el PIB, como si el aumento del gasto público por encima del crecimiento del PIB hubiese carecido de importancia entonces y, lo que es aún más asombroso, también careciera de ella hoy. Eso es difícilmente sostenible; para comprenderlo basta conjeturar qué habría sucedido si los gobiernos hubiesen contenido el crecimiento del gasto por debajo del de la economía: la deuda pública habría caído mucho más, e incluso podría haber prácticamente desaparecido tras el largo período expansivo, y la crisis habría podido ser afrontada por una Hacienda Pública que no habría subido los impuestos precisamente en el peor momento.

Balmaseda parece pensar que el gasto no sólo no es un problema serio sino, en consonancia con las mayoritarias voces antiliberales (los socialistas de todos los partidos, que diría Hayek), considera que lo único que hace falta es recortar “gastos superfluos, ineficiencias y corrupción en las Administraciones Públicas” —como si no hubiese complicaciones de sostenibilidad a medio plazo en las partidas más genuinas, eficientes, necesarias y honradas del Welfare State— pero nunca bajar realmente el gasto público porque eso tiene efectos recesivos —efectos que algunos no consideramos incuestionables. Tampoco reconoce que la expansión del gasto y los impuestos, junto al retraso en la reforma y apertura de los mercados, es lo que explica que el ajuste haya sido protagonizado esencialmente por el sector privado, y pagado onerosamente en términos de paro y actividad, pero no por el público, que sólo lo ha hecho empujado por las circunstancias, tarde y mal, es decir, entorpeciendo y demorando la recuperación, cuando no revirtiéndola. Si ese ajuste se hubiese hecho en 2009, junto con el del sector privado, la dura deflación interna de los costes no sería ahora tan necesaria ni tan profunda, y la recuperación podría haber sido más dinámica, temprana y perdurable.

¿Qué problemas se resolverían con la devaluación-más-impago? Sospecho que sobre todo serían problemas que aquejan a los gobernantes. No sería necesario subir tanto los impuestos explícitos sobre los ciudadanos españoles, que pagarían más de modo implícito, y el Estado “resolvería” el problema de la deuda pública, o la deuda privada socializada, sobre la base de un muy antiguo recurso: no la pagaría. Esto redistribuiría los daños de modo posiblemente satisfactorio para nuestras autoridades, en el sentido de que los damnificados serían en una significativa proporción extranjeros que no votan en España. Apuntemos de paso que en los cálculos sobre lo bien que les fue a la Argentina u otros países que decretaron el default muy rara vez se incluye el valor del daño perpetrado contra los acreedores.

Políticamente, por tanto, la devaluación-más-impago puede ser rentable. Económicamente ya resulta menos claro, porque es un proceso que dificulta el ajuste de precios relativos necesario para reparar los daños de la recesión, reasignar los recursos de modo más eficiente, y disponer a la economía para volver a crecer —a lo que habría que añadir el coste en términos de restricción del acceso a la financiación internacional.

En suma, la recomendación de que el poder político deje de forzar a sus súbditos a utilizar una moneda que también utilizan otros, y que en vez de ello “renacionalice” la coacción y los fuerce a utilizar una moneda que sólo utilizan ellos no aborda las cuestiones de fondo, descansa sobre una excesiva confianza en el control político del dinero y la economía, no representa una solución nítidamente superior a la apertura de los mercados y la reducción de gastos e impuestos dentro del euro, y persiste en no atender a la libertad y los derechos de los ciudadanos, como si fueran reliquias bárbaras.

Termino felicitando a Manuel Balmaseda por su análisis inteligente y provocador, compartiendo con él su visión de la gestión y desarrollo de la burbuja financiera e inmobiliaria, y agradeciéndole por no habernos abrumado a sus lectores con las cálidas novelas rosa europeístas sobre la importancia del euro para la paz, como si las guerras no fueran producto de los mismos estados que imponen las monedas y los bancos centrales públicos nacionales o plurinacionales, o para la preservación del Estado del Bienestar, como si fuera gratis. Subrayo nuevamente que su pronóstico puede ser acertado. Sólo son defectos menores el que lo sea por las razones equivocadas, el que no ataque suficientemente los problemas fundamentales, y el que testimonie una vez más el viejo triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

*Publicado en El Imparcial, Madrid.
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El euro no es el problema de Europa, tampoco su mejor alternativa

10 de Febrero de 2012

Al dar un vistazo a la situación actual en que se encuentra la eurozona, se observa que le acechan una cantidad de problemas no menores: la inflación es superior a la meta fijada por el Banco Central Europeo, el desempleo continúa aumentando, Grecia se contrae por quinto año consecutivo mientras se negocia su rescate, la producción industrial en noviembre cayó un 0,3% en términos interanuales, se estima que la eurozona precisa alrededor de u$s 600.000 millones para rescatar a los países con alta deuda y por último, las calificadoras de riesgo bajaron de posición a varios países. Por lo tanto, cabe preguntarse si el euro fue un acierto o un error. Es necesario aclarar que la crisis es fiscal y no monetaria, con lo cual el principal punto a analizar para solucionar la crisis es regular el gasto de los gobiernos. De todos modos la unificación de la moneda con curso forzoso se encuentra lejos de ayudar.

Es cierto que muchos países, antes de la implementación de la moneda única, se encontraban en peor situación que la actual y prefieren el euro a su moneda antigua. Sin embargo, la discusión no debería ser si antes se estaba peor o no; más bien debería debatirse si el euro es la solución adecuada. En todos los países la moneda se maneja monopólicamente por un Banco Central, ¿Por qué pasar de varios monopolios pequeños a uno centralizado debería ser la solución? Friedrich Hayek, premio nobel de economía en 1974, planteó la propuesta de competencia de monedas, es decir, ¿por qué obligar a los ciudadanos a realizar sus transacciones con la moneda única? Después de todo, si ésta tiene problemas no existirán sustitutos. Si la moneda única perjudica a la economía, es porque existe curso forzoso, ya que si no fuera así los mismos ciudadanos podrían sustituir el euro por otra divisa (dólar, libra, franco suizo, etc.) en caso de que no confíen en la propia, éste es el sentido de la competencia de monedas.

¿Es la propuesta de Hayek descabellada? Teniendo en cuenta que el origen del dinero fue resultado de un proceso espontáneo del mercado, la respuesta es no. Tiempo atrás, las personas realizaban sus transacciones con el trueque y poco a poco se instauró el oro como moneda. El oro es un ejemplo del resultado de un proceso de competencia de mercancías en donde terminó estableciéndose la más confiable. Hasta el mismo Keynes admitió que el oro logró brindar un siglo de estabilidad económica con niveles de inflación bajos. Los Banco Centrales y las entidades monopólicas del Estado son posteriores a la moneda.

La crisis de Europa es fiscal y ese es el punto en el que deben trabajar los gobernantes. Mientras el problema posea un tinte fiscal ningún régimen monetario lo solucionará. Sin embargo, la ventaja de la libre competencia de monedas sin curso forzoso son las posibilidades que brinda a los ciudadanos otorgándoles sustitutos y facilidad para operar en momentos de crisis como el que vive la eurozona hoy en día. Si le sumamos la disciplina fiscal y el respeto al estado de derecho, obtendremos los tres pilares fundamentales para lograr un desarrollo económico sostenido.

*Publicado en Cronista, Buenos Aires.
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La Indolencia es siempre onerosa

Hemos escuchado hasta el cansancio esa frase que muchos ciudadanos repiten y que insiste en aquello de “no me interesa la política”. Se podría decir que todos tenemos derecho a tener preferencias, asuntos que nos interesen y otros que realmente no nos generen reacción alguna.

Y esto es absolutamente correcto desde la visión del ejercicio pleno de sus derechos. Pero a veces, cuando de libertades se trata, algunos omiten, tal vez deliberadamente, que la contracara de una elección autónoma es la responsabilidad.

Dicho de otro modo, todos tenemos derecho a hacer lo que nos venga en gana, pero las decisiones libres tienen inexorablemente una consecuencia. Es inevitable. Lo deseemos o no, nuestras elecciones tienen impacto, en nosotros, y otras veces en nuestro entorno más o menos cercano inclusive.

Suponer que se puede decidir con neutralidad en el efecto de las decisiones, es ocultar su relevancia, minimizar su importancia. Pretender desconocer esta dinámica es un mecanismo de defensa, que intenta quitarnos incumbencias en lo decidido.

Y en la política, aquella frase mencionada recurrentemente, de “no me interesa” o “no me importa” tiene irremediablemente secuelas. Es probable que mucho de lo que nos pasa tenga que ver con esto.

Solo así se puede explicar tanta docilidad ciudadana para aceptar casi con complicidad, la corrupción estructural y la mentira como discurso cotidiano, la acumulación de poder como único objetivo y la demagogia clientelista como forma exclusiva de construcción electoral.

Por eso cuando se intenta esclarecer buena parte de lo que nos sucede como sociedad y se prescinde de este ingrediente central, se comete un error grosero.

Las atrocidades de la humanidad, se explican no solo por medio de la perversidad de algunos personajes, la maldad crónica de otros, y sus inmorales mecanismos de funcionamiento.

Ninguna de esas abominables historias se hubieran podido pensar siquiera, instrumentar mucho menos, sin la vital connivencia explicita o el indispensable silencio colaborativo de una inmensa mayoría de ciudadanos apáticos y votantes con pereza endémica.

Estamos como estamos porque hacemos lo que hacemos. O también porque en este caso muchos deciden mirar al costado, hacerse los distraídos, y convertirse en abúlicos militantes.

La política lo sabe, abusa de esta característica evidente, es consciente que la indolencia de muchos termina siendo más que funcional a sus intereses. Saben, a ciencia cierta, que sus andanzas son posibles, solo en un escenario de ciudadanos despreocupados.

Cierta creencia folclórica en estas latitudes dice “a los gobiernos no les conviene educar al pueblo, porque de ese modo pueden someterlo”. Habrá que decir que es una verdad a medias. Es posible que algunos políticos así lo piensen y hasta ejecuten acciones en esta línea. Pero con absoluta honestidad intelectual, habrá que decir que no es ese el fenómeno que explica lo que vivimos. Muy por el contrario, lo que nos sucede no es responsabilidad de los que no tienen acceso a la educación, ni disponen de la posibilidad de razonar con más profundidad, o inclusive de los que no tienen tiempo para dedicarse a cuestiones más relevantes.

Son justamente los que han tenido la oportunidad de educarse, los que tienen un mejor pasar, los que disponen de tiempo y no luchan por su supervivencia cotidiana, los que han bajado los brazos, los que han claudicado y los que dicen aquello de que “la política no me interesa”.

Y vale la pena insistir. Puede no interesar la política. Lo que es inevitable es padecer las consecuencias de esa decisión. Cuando los ciudadanos no nos interesamos por ella, terminamos pagando cara esa opción, porque los que ejercen el poder se ocupan de que tengamos nuestro merecido. Ellos, con la imprescindible cooperación de la desidia cívica, avanzan, dan pasos firmes, aplastan derechos, se apropian del esfuerzo ajeno y deciden por todos.

La pereza no termina siendo gratuita. Las pocas ganas de participar, de ser protagonista del presente, tiene precio…. y es alto, demasiado elevado.

Podemos seguir apostando a este modelo que lleva décadas, donde frente a cada atrocidad solo le oponemos el silencio, una actitud displicente, una mirada pasiva, que se queja, pero que deja hacer, que se indigna pero que prefiere día a día la comodidad de la inacción ciudadana.

Lo otro es asumir con autocrítica que lo que nos pasa, lo que no nos convence y nos disgusta, acontece en buena medida, no tanto por la perversidad ajena sino gracias a nuestra permanente de desgano cívico.

La verdad es que podríamos seguir en esta posición de reafirmar, hasta con cierto orgullo, que “la política no nos interesa”. Lo que no podremos evitar, en ningún momento, es que las consecuencias de esa decisión impacten de modo brutal y despiadado. Así será y seguirá siendo de ese modo, al menos que en algún instante comprendamos que la indolencia es siempre onerosa.

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Juan Manuel de Rosas: Perfil de un Tirano

En no pocos lares ha habido (y hay) imitadores de Calígula. Uno de ellos fue parido en tierras argentinas y utilizó el apellido Rosas (aunque fue bautizado Ortiz de Rozas, según algunos “por respeto a las rosas”). En varias de sus obras, Isidoro Ruiz Moreno destaca que este personaje se declaró enemigo de la gesta independista de 1810, tal como el mismo lo especificó posteriormente en un discurso el 25 de mayo de 1837. También consigna Ruiz Moreno que cuando se produjeron las invasiones inglesas, Rosas se retiró a su estancia, en 1837 inició una guerra no declarada con Bolivia que descuidó de tal manera que se perdió Tarija, en 1838 propuso ceder las Malvinas a los acreedores ingleses y en el mismo año se produce el bloqueo francés (que duró tres años) debido a que el gobierno de Francia pedía que no se incluyera a ciudadanos franceses en el servicio militar (guardia territorial) y se indemnice a los súbditos de ese país por maltrato, bloqueo estimulado por Rosas para desviar la atención de los problemas internos (lo cual terminó con el tratado Makau-Arana por el que se aceptaron los reclamos franceses, aunque violado por el sitio a Montevideo), en 1843 Chile ocupa la Patagonia y Rosas recién reclama cuatro años después mientras pide ayuda a las fuerzas militares chilenas para luchar contra los indios. El nieto del tratadista mencionado, Isidoro J. Ruiz Moreno, recuerda que “por testamento [Rosas] legó su sable a Francisco Solano López [el tirano paraguayo]” (en “La Nación”, noviembre 8 de 1999).

En 1832, como gobernador de Buenos Aires desde 1830, Rosas firma el Pacto Federal por el que se comprometió a convocar a un Congreso Constituyente, lo cual nunca cumplió. Escribe Juan González Calderón que “Rosas no consintió nunca en que lo estipulado en el Pacto Federal se cumpliera, y mantuvo al país bajo su despotismo durante veinte años” (en El general Urquiza y la organización nacional). Reasumió en 1835 con facultades extraordinarias y gobernó el país hasta 1852 bajo un régimen de terror en un sistema unitario centralizado por más que sus huestes se denominaron federales, todo desde Buenos Aires ya que nunca visitó el interior del país, salvo una vez a Santa Fe.

Es de interés citar opiniones autorizadas sobre Rosas -muchas de ellas tomadas de la recopilación de Bernardo González Arrili- lo cual pinta un panorama claro de su catadura moral y de los estragos realizados por su régimen. Bartolomé Mitre destaca que fundó “una de las más bárbaras y poderosas tiranías de todos los tiempos” (en Historia de Belgrano). Esteban Echeverría: “Su voz es de espanto, venganza y exterminio. ¡Que hombre! ignorancia y ferocidad. Ninguna grandeza de alma; pequeñez de alma si, y cobardía” (en Poderes extraordinarios acordados a Rosas). Domingo Faustino Sarmiento: “Hoy todos esos caudillejos del interior, degradados, envilecidos, tiemblan de desagradarlo y no respiran sin su consentimiento [el de Rosas]” (en Facundo). Miguel Cané: “Salí de Buenos Aires, porque me pesaba sobre el alma la atmósfera política que la influencia de Rosas había formado en mi patria” (manuscrito citado en Miguel Cané y su tiempo de Ricardo Sáenz Hayes). Félix Frías: “Yo vi el espectáculo horrible de 60 indios fusilados por orden de Rosas en la plaza del Retiro en Buenos Aires. Los cadáveres de aquellos infelices, muchos de ellos con resto de vida, fueron amontonados en los carros, que los condujeron al panteón. Rosas se proponía por medio de esos espectáculos sangrientos enseñar la obediencia al pueblo de Buenos Aires. ¡Y cuantas veces ha sido preciso repetir aquella bárbara lección! […] En octubre del año 40 y abril del 42, la mazorca y los empleados de Rosas en bandas recorren día y noche las calles de Buenos Aires, degollando a los individuos cuyos nombres Rosas les ha dado. Cuando habían degollado 10 a 20 disparaban un cohete volador, señal a la policía para que mandase carros que llevasen al cementerio los cadáveres” (en La gloria del tirano Rosas).

Juan Bautista Alberdi: “los decretos de Rosas contienen el catecismo del arte de someter despóticamente y enseñar a obedecer con sangre” (en La República Argentina 37 años después de su Revolución de Mayo). José Manuel Estrada: “Ahogó la ciudad con la campaña, la revolución liberal con la escoria colonial y apoderado del gobierno por primera vez en 1830, hizo gala de su ferocidad. En seguida volvió a la esfera campesina que adueñaba y se vinculó con los caudillos subalternos que más tarde sacrificaría a puñal o veneno: adhirió las masas, más íntimamente que lo habían estado jamás, a fuerzas de crueldades, de cinismo y de extravagancias […] La superabundante degradación llegó, el vaso rebosó su fetidez. La democracia bárbara, la soberanía numérica, la brutalidad moral exaltaron la encarnación más sombría de gaucho a una autocracia irresponsable. ¡Ah señores! Hay días en que los pueblos de nada dudan, sino de sí mismos; todo lo esperan menos de su derecho. Ese día pálido y vergonzoso ha brillado sobre esta sociedad conturbada por todos los infortunios, aún los más horrendos, el miedo y la abyección. La tiranía fue confirmada por el ignominioso plebiscito de 1835” (en La política liberal bajo la tiranía de Rosas). José Hernández: “Veinte años dominó Rosas esta tierra […] veinte años negó Rosas la oportunidad de constituir la República; veinte años tiranizó, despotizó y ensangrentó al país” (en “Discurso en la Legislatura de Buenos Aires”). Ricardo Levene: “La opinión general, el sentimiento de la sociedad, consagró a Rosas árbitro de los destinos de la provincia de Buenos Aires y de toda la República. El ambiente social se fue formando en el sentido de consolidar la dictadura […] Uno de los espectáculos más subalternos en que había caído la plebe de Buenos Aires, eran las fiestas parroquiales tributadas en homenaje al dictador. Colocaban el retrato de Rosas en un carro triunfal que tiraban los magistrados y ciudadanos haciendo el papel de bestias. La imagen de Rosas era paseada por la cuidad y la imponían así al respeto y al miedo de la población. En las iglesias se colocaba el retrato en el altar, y los sacerdotes, desde el púlpito, exhortaban a la adoración y culto de Rosas” (en Lecciones de historia argentina).

José de San Martín: “Mi querido Goyo, es con verdadero sentimiento que veo el estado de nuestra desgraciada patria, y lo peor de todo es que no veo una vislumbre que mejore su suerte. Tú conoces mis sentimientos y por consiguiente yo no puedo aprobar la conducta del general Rosas cuando veo una persecución contra los hombres más honrados de nuestro país” (en carta a Gregorio Gómez, septiembre 21 de 1839). Paul Groussac: “Lo que al pronto distinguía a Rosas de sus congéneres, era la cobardía, y también la crueldad gratuita” (en La divisa punzó). Juan María Gutierrez: “La dominación de Rosas echó por raíces en el terreno viejo de la colonia, terreno que apenas comenzaba a desmalezarse cuando la reacción social hacia atrás se inició bajo los auspicios del oscurantismo intelectual que distinguía a los colaboradores letrados del régimen de las facultades extraordinarias” (en Obra de Echevarría).

José Ingenieros: “Rosas asoció las dos intolerancias; la política y la religiosa. Así encontró los resortes más íntimos de su dominación […] Rosas, sin embargo, no era un fervoroso creyente; nunca lo había sido antes de necesitar de la religión como un instrumento de su despotismo. Si no ateo, había sido indiferente en materia de creencias religiosas; pero su política de reacción contra la democracia y el liberalismo necesitó del disfraz fanático que le traería como aliados todos los hombres de reposado espíritu colonial” (en “Las ideas coloniales y la dictadura de Rosas”).

Florencio Varela: “[El sistema rosista] consiste en que no tengamos hogar, ni propiedad, ni libertad individual; en que la mitad de de una generación se pase con las armas en la mano; en que los campos no se cultiven, y la educación se abandone, y ningún trabajo útil se emprenda, y los principios de la moral se vayan poco a poco abandonando, hasta desaparecer y dejar al hombre la sola vida estúpida y material que se asemeja a la bestia; si, en eso consiste, mandones dementes y frenéticos el sistema que proclamaís” (en Rosas y su gobierno). Sin duda que esta selección de textos es insignificante al lado de todo lo escrito sobre esta tiranía abyecta…todavía resuenan las palabras condenatorias de escritores de la talla de José Mármol y de Jorge Luis Borges para mencionar solo dos plumas adicionales de distintas épocas en una galería de opiniones que se extiende por doquier.

La asfixia que provocaba el sistema rosista generó cinco levantamientos armados entusiastamente apoyados por los numerosos exiliados en Montevideo, Colonia, Valparaíso y Santiago, movimientos libertadores que fueron cruelmente sofocados, antes de la exitosa campaña de Caseros liderada por Justo José de Urquiza que logró derrocar al tirano: la de Jenaro Berón de Astrada, la de Ramón Maza, la Revolución del Sur en la que hubo de participar Juan Lavalle, la Coalición del Norte de Marco Avellaneda y la de José María Paz.

Cierro esta nota con un dato que revela otro de los canales por los que el tirano disponía de la hacienda ajena, ya que como resumió Lucio V. Mansilla, Rosas concentró “todos los poderes, los más formidables, como son disponer de la vida, del honor, de la fortuna de sus semejantes” (en Rosas: ensayo histórico-psicológico). Disolvió el Banco Nacional y lo reemplazó por la creación de la Casa de la Moneda, entidad en la que colocaba empréstitos gubernamentales contra emisión monetaria, la que significó 1.200% durante su gestión al frente del gobierno. La característica central de Rosas -igual que todos los tiranos- es la de proceder en el país como patrón de estancia propia que maneja sin pudor ni escrúpulo alguno en el contexto de una arrogancia sin límite y siempre rodeado de cortesanos y alcahuetes, todo lo cual ocurrió hasta el antes mencionado levantamiento de Caseros en el que fue derrotado (cuando se vio en desventaja, abandonó a sus soldados y huyó del campo de batalla como apunta Isidoro J. Ruiz Moreno en la antedicha nota periodística) y se exilió en Inglaterra donde terminó sus días en una muy confortable granja de su propiedad.

*Publicado en Diario de América, New York.
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La oposición no debe perder tiempo

Por Marcos Aguinis, Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso

Llegando a su fin la temporada de vacaciones, que también fue aprovechada por muchos políticos, corresponde poner manos a la obra. Esta vez la temporada de descanso no fue tranquila. Se encadenaron sucesos de alto voltaje, que ahora anuncian borrascas. La ciudadanía quiere que estas borrascas sean lo menos inclementes que se pueda. Pero que vienen, vienen.

Algo parecía muy sólido, como el poder de la Presidenta, con su 54 % de sufragios. Pero empieza a exteriorizar grietas. Las llamaría "prodrómicas", como se dice en medicina respecto de los pequeños indicios de un síntoma que aún no se ha manifestado en plenitud. Es redundante mencionarlos, porque todo el mundo los conoce, con excepción de los autistas y los negadores. Por eso corresponde proceder cuanto antes.

En este panorama existe, por otro lado, un 46% de votos que no adhieren al hipócrita "modelo". Casi la mitad de la Nación. Desde hace rato, esa mitad exige una representación creíble y eficiente. Los líderes de todo el arco político reciben pocas adhesiones y variadas condenas, excepto la de sus partidarios íntimos. Hace mucho se les implora desde el llano y desde niveles con especialización política y económica que se articulen en torno de unos pocos objetivos cardinales. Los matices ideológicos deben ser postergados para más adelante. El país está sufriendo una peligrosa regresión. Ya se usan palabras que hubieran parecido delirantes al resucitar la democracia, como monarquía, poder absolutista, culto de la personalidad, presidencia "eterna".

El riesgo no es sólo político, sino económico. La Argentina ha perdido una década de crecimiento sin apuntalar su infraestructura ni poner en marcha un revolucionario programa educativo-tecnológico. Se ha limitado a ejercer un arcaico bonapartismo, en el que la asistencia social sirve para recaudar los votos de los pobres sin terminar con la pobreza. Cada vez estamos más abajo que Brasil, Chile, Colombia, Perú y hasta Uruguay. Claro, si nos comparamos con Venezuela, Cuba y la mayoría de los países africanos, no estamos tan mal. Es lo que se suele decir y a muchos les alcanza. Especialmente a aquellos que aún escuchan el tintineo de las monedas en sus bolsillos. Pero cuando el tintineo cese, buscarán a quiénes echarles la culpa, porque su alienación irracional y cómplice jamás reconocerá que han contribuido al deterioro. Hasta llegarían a decir que perdimos las Malvinas por culpa de Clarín.

Es probable que el personalista y vertical monopolio del poder oficialista no pueda controlar todos los frentes. Es probable que haya rebeliones en su propia tropa. Es probable que muchos enemigos reales o paranoicamente considerados como tales se cansen de los agravios. Y, también, que manifiesten enojo muchos leales manoseados de forma pública. Ante semejante escenario, los representantes de casi la mitad de la Nación tienen un deber inexcusable. Son la oposición y no pueden quedarse inactivos, impotentes y divididos. El oficialismo no podrá contener graves protestas. Y las protestas desbordadas, anárquicas, desembocan casi siempre en la violencia. Los argentinos las hemos sufrido bastante y no queremos ni siquiera su reproducción en miniatura. Por lo tanto, será patriótico contribuir a la gobernabilidad.

Insisto: contribuir a la gobernabilidad. Lo cual no significa someterse a los disparates del Gobierno y de sus acólitos, sino a darle volumen a una voz renovada, potente. Y estar en condiciones de poner frenos eficaces a la corrupción, los delitos encubiertos por el Ejecutivo, el acoso a la prensa independiente, reorientar a la opinión pública y reforzar una Constitución desangrada.

Ya es un dato irrefutable que el temperamento de la Presidenta impide el diálogo, porque lo siente como una capitulación. Pero, además, ¿con quién va a dialogar?, ¿cuáles son la propuestas consensuadas de la oposición?, ¿dónde se acumulan los yacimientos de su sabiduría? La sociedad percibe a los dirigentes opositores -con escasas excepciones- como encerrados en el narcisismo, semiciegos, obstinados, desprovistos de grandeza, con virtudes disímiles e incompletas, ocupados a tiempo completo en tareas liliputienses.

Para superar esto propongo mirar a Venezuela. Un país ahogado por los desatinos personalistas de Hugo Chávez, que sobrevive gracias a los torrentes de dólares que le provee el petróleo. Ah, también a sus maratónicos discursos cargados de tantas referencias personales que hasta dedicó una hora -¡desopilante!- a describir una de sus diarreas, elocuentemente comentada por Jaime Bayly.

Las restricciones a la prensa, a la libertad de expresión, sucesivas extorsiones, altísima corrupción de funcionarios y capitalistas amigos, purgas en las fuerzas armadas, intervencionismo en otros Estados, alianza con dictaduras medievales como Irán o soviéticas como Bielorrusia y Corea del Norte son algunas de las lacras que degradan la cuna de Bolívar, lo cual no impide llamar "bolivariano" a ese desbarro sin límites.

Bien, en este clima asfixiante que ya lleva doce años, la oposición venezolana se arranca los dedos del estrangulamiento, inspira hondo y se yergue desafiante. Con una lucidez que le llevó demasiado tiempo adquirir. El artículo que Emilio Cárdenas publicó en esta sección el sábado 28 de enero (n.e.: en La Nación) traza un sobrio y preciso detalle sobre lo que está por ocurrir en esa nación hermana. Con objetividad concluye que podría transformarse en la madre de todas las batallas de América latina. Aconsejo leerlo.

En Venezuela, el arco político opositor completo mostró la grandeza de unirse en torno a un programa consensuado. Dentro de pocos días -el 12 de febrero-, la oposición tendrá sus elecciones primarias abiertas para elegir candidatos en todos los niveles. El 7 de octubre -elecciones presidenciales-tratará de ganarle a Chávez.

En la Argentina no estamos frente a elecciones presidenciales. Y nuestra apaleada democracia necesita la estabilidad del actual gobierno, aunque disguste. Pero el Gobierno tendrá problemas. La oposición no debe perder tiempo en minucias. El ejemplo venezolano es útil, porque muestra el camino que se debe transitar de inmediato.

Allí, la oposición unificada logró confeccionar un sólido documento de 177 páginas que fundamenta un urgente programa de unidad nacional. Fue elaborado por 31 grupos de trabajo y en él que participaron más de 400 especialistas. En otros términos, la mejor materia gris del país, impulsada por una firme decisión política, logró dar a luz un serio, claro y exhaustivo proyecto.

Los capítulos del magnífico material abordan asuntos que parecieran dedicados a la Argentina: recuperación de la institucionalidad, estructuración de la productividad sobre la base de una limpia relación entre los sectores público y privado, propuestas concretas para mejorar la deteriorada calidad de vida, detallada estrategia de gobierno a corto y mediano plazo, mejor inserción en la comunidad internacional.

Este ejemplo debería sacar de la modorra o el enclaustramiento a nuestra oposición. Urge conformar equipos eficaces en todos los campos de la vida nacional, porque entre los argentinos sobra la materia gris. Trazar medidas a corto y mediano plazo. Avanzar hacia internas de una oposición articulada, que construyan el nuevo liderazgo. Convertirse en una voz con respaldo a la que pueda acudir el oficialismo cuando dé manotazos de ahogado y reclame salvavidas. Una oposición qué, además -como ya señalé-, consiga poner límites a muchos de los abusos que se cometen ahora. Y que, por fin, tenga chances de relanzar la Argentina hacia un desarrollo verdadero.

*Publicado en La Nación, Buenos Aires.
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