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Embusteros por elección

Quienes asumen la responsabilidad de gobernar deben enfrentar permanentemente desafíos. Algunos son heredados de gestiones anteriores y conviven con la sociedad desde hace décadas. Otros fueron generados por el gobierno actual y deben también ser atendidos.

Ocuparse de los problemas que preocupan a la comunidad es una tarea cotidiana. Pero en esto de hacer política, de dedicarse a resolver cuestiones importantes, se deben seleccionar no solo las soluciones, sino también los argumentos y los métodos para encarar los asuntos.

El Gobierno argentino, después del inapelable resultado electoral de 2011, anunció una serie de medidas que tienen un norte muy definido, y que en su mayoría tienen un neto corte económico y claro impacto presupuestario.

Se han enfocado en prepararse para lo que se plantea como un escenario con nubarrones a la vista y con un 2012 que parece proponer ciertas dificultades internas y externas, algunas de las cuales no se visualizaron a tiempo ni se informaron, pese a conocerlas.

Pero el propio discurso oficial no se permite la utilización de determinados vocablos por su significado negativo para varias generaciones. Hablar de “ajuste” sería políticamente incorrecto, y en esto son cuidadosos y se atienen al manual del populismo, ese que dice que hay que encontrar argumentos para construir un relato que se acomode a las necesidades.

En ese contexto no les preocupa la inflación, ya que para la historia oficial no existe tal cosa, aunque en sus presupuestos anuales contemplen una cifra de incrementos que no parece encontrar explicación razonable y que pese a su distorsión ubique de todos modos al país entre los de mayor aumento generalizado de precios. Ellos llamarán a este fenómeno remarcación de precios o simplemente adecuación de precios relativos.

El novedoso combate político contra el sindicalismo, otrora aliado para el triunfo comicial, no tiene que ver con lo partidario. Solo se trata de una disputa, oportunista por cierto, para evitar que las negociaciones salariales en curso y las presiones gremiales para quedarse con una porción mayor de la torta, en esta ocasión no escalen y produzcan el indeseable efecto, desmentido tantas veces, de apalancar las inercias inflacionarias.

Una certera estrategia antisindical, pretende poner límite a las ambiciones desmedidas de los sectores gremiales siempre privilegiados, que ya no son la niña mimada porque la cosa no viene tan cómoda como antes, y cierto espiral inflacionario no es bienvenido, aun sin reconocerlo.

Por otro lado parecemos haber descubierto, luego de décadas, que el gobierno federal venía sosteniendo económicamente, ciertos servicios públicos de un distrito, circunstancialmente alineado en otro sector de la política, aunque este dato es menor y casual, y que esto ya no es admisible.

También hemos decidido dar por finalizada una prolongada etapa de subsidios a sectores poco simpáticos para la sociedad ( casinos, petroleras, bancos, etc ) como así también a barrios privilegiados de sectores económicos de buen pasar que gozaban de esta “ayuda”.

Para sostener esta medida, una andanada de intelectuales y hombres del espectáculo, desde una publicidad oficial pagada por todos, alientan a renunciar a los subsidios para que otros conciudadanos no deban privarse de ello. Sigue siendo una curiosidad saber si esta gente no necesitaba subsidios, quien se los concedió y porque, y que extraño mecanismo ha hecho que ellos “espontáneamente” se encuentren con este hallazgo de que ya no lo necesitan más y que otros lo precisan más que ellos.

En otro orden, un repentino interés por conocer el origen de los fondos de quienes desean comprar divisas extranjeras, y un afán por luchar contra el lavado de dinero, llevó a implementar un sistema de control de cambios cuya principal finalidad fue frenar la fuga de divisas y la disminución de reservas del Banco Central que semana a semana venía interviniendo el mercado con significativos aportes.

Una manipulación sin precedentes del comercio exterior, con poderes discrecionales para decidir, que, como, cuando y cuanto importar, es la más flamante adquisición del sistema. Esta vez el disfraz de turno es la protección a la industria local, aunque el pasar de los días pone en evidencia que se limita compra de bienes que ni siquiera se producen aquí.

Lo paradójico es que parecen todos “descubrimientos”, como si se tratara de asuntos nuevos, cuestiones que antes del turno electoral que le permitió renovar el mandato a la Presidente, no hubieran figurado en la agenda.

En este marco las alternativas son pocas. O estos asuntos existían antes de la elección y fueron ignorados con intencionalidad, o todos estos fenómenos se produjeron desde la semana posterior a la elección presidencial.

La racionalidad nos obliga a inclinarnos por la primera de las alternativas. En ese caso deberemos afirmar que estamos frente a timadores profesionales, gente que se ha especializado, no solo en el ocultamiento sistemático de información, sino en la construcción de argumentos falaces que intenten sostener demagógicamente ante el electorado, razones que no se ajustan a la realidad, pero que gozan de cierta simpatía popular, para que algo que a priori parece negativo, no lo sea tanto, o inclusive sea visualizado como un gran logro digno de ser elogiado y aplaudido.

Para prestigiar la política es preciso tener la grandeza de asumir responsabilidades por los errores propios y poner todas las cartas sobre la mesa exponiendo la realidad, sin atenuantes. Pero para eso se precisa integridad moral y honestidad intelectual. Y no abunda eso en la política de estos tiempos.

En política no solo se pueden elegir diagnósticos y posibles soluciones, también se pueden seleccionar estilos y formas. Cierto sector de la política, ha elegido una forma de plantear las cosas a la sociedad.

Y hay que decirlo, no tienen el monopolio, son solo una versión más burda y desenfadada, más irrespetuosa de la sociedad a la que subestima y toma por ingenua e ignorante, con la impunidad que solo aparece cuando la arrogancia y la soberbia son moneda corriente. En este caso, tenemos poco margen para la duda, evidentemente se trata de embusteros por elección.

*Publicado en AlbertoMedinaMéndez.com, Buenos Aires.
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A propósito de la discriminación

Hace poco tiempo en Buenos Aires estaba escuchando radio en el automóvil y el locutor expresó que una señora, dueña de una casa en la zona costera, puso un aviso en algún periódico que no es del caso mencionar en el que anunciaba que ponía su vivienda en alquiler durante la temporada veraniega con la condición que el inquilino fuera vegetariano. Consignaba en el aviso de marras que los residuos de la carne atraían microbios que deseaba evitar.

Henos aquí que todos los miembros del equipo que trabaja en el programa radial en cuestión pusieron el grito en el cielo y condenaron sin piedad a la titular del aviso. Manifestaron que esa actitud era “discriminatoria” y que, en consecuencia, había que aplicarle las normas correspondientes y no permitir semejante propuesta de alquiler.

Hubo llamados de radioescuchas que se plegaron a las invectivas de los conductores (por lo menos los que se pasaron al aire). Una señora muy ofuscada levantó la voz y señaló que debía detenerse a quien haya sido capaz de una iniciativa de esa índole puesto que “actitudes como la discutida arruinan la concordia argentina”. Otro fulano, que dijo ser ingeniero con experiencia en operaciones inmobiliarias de envergadura, espetó que habría que confiscarle la propiedad a la autora de “semejante anuncio”. Y así siguieron otras reflexiones patéticas y dignas de una producción cinematográfica de terror, sin que nadie pusiera paños fríos ni apuntara a introducir atisbo de pensamiento con cierto viso de cordura.

Por lo visto se ha perdido toda compostura y recato y toda noción de respeto a los derechos del prójimo. Solo se alegan “derechos” para saquear al vecino pero no se concibe que cada uno pueda hacer lo que le plazca con lo que ha obtenido lícitamente, siempre y cuando no invada iguales facultades de otros.

Según el diccionario, discriminar quiere decir diferenciar y discernir. No hay acción humana que no discrimine: la comida que elegimos engullir, los amigos con que compartiremos reuniones, el periódico que leemos, la asociación a la que pertenecemos, las librerías que visitamos, la marca del automóvil que usamos, el tipo de casa en la que habitamos, con quien contraemos nupcias, a que universidad asistimos, con que jabón nos lavamos las manos, que trabajo nos atrae más, quienes serán nuestros socios, a que religión adherimos (o a ninguna), que arreglos contractuales aprobamos y que mermelada le ponemos a las tostadas. Sin discriminación no hay acción posible. El que es indiferente no actúa. La acción es preferencia, elección, diferenciación, discernimiento y, por ende, implica discriminar.

Esto debe ser nítidamente separado de la pretensión, a todas luces descabellada, de intentar el establecimiento de derechos distintos por parte del aparato estatal que, precisamente, existe para velar por los derechos y para garantizarlos. Esta discriminación ilegítima echa por tierra la posibilidad de que cada uno maneje su vida y hacienda como le parezca adecuado, es decir, inhibe a que cada uno discrimine acerca de sus preferencias legítimas. Otro modo de referirse a este uso abusivo de la ley es simple y directamente el del atropello al derecho de las personas.

La prueba decisiva de tolerancia es cuando no compartimos las conductas de otros, Tolerar las que estamos de acuerdo no tiene mérito alguno. En este sentido, podemos discrepar con las discriminaciones, elecciones y preferencias de nuestro prójimo, por ejemplo, por establecer una asociación en la que solo los de piel oscura pueden ser miembros o los que tienen ojos celestes. Allá ellos, pero si no hay violencia contra terceros todas las manifestaciones deben respetarse, no importa cuan ridículas nos puedan parecer.

Curiosamente se han invertido los roles: se tolera y alienta la discriminación estatal con lo que no le pertenece a los gobiernos y se combate y condena la discriminación que cada uno hace con sus pertenencias. Menudo problema en el que estamos por este camino de la sinrazón, en el contexto de una libertad hoy siempre menguante.

Parece haber una enorme confusión en esta materia. Por un lado, se objeta que una persona pueda rechazar en su propia empresa la oferta laboral de una mujer embarazada o un anciano porque configuraría una “actitud discriminatoria” como si el titular no pudiera hacer lo que estima conveniente con su propiedad. Incluso es lícito que alguien decida contratar solo a quienes midan más de uno ochenta. Como es sabido, el mercado es ciego a religiones, etnias, alturas o peso de quienes se desempeñan en las empresas, por tanto, quien seleccione personal por características ajenas al cumplimiento y la eficiencia pagará el costo de su decisión a través del cuadro de resultados, pero nadie debiera tener el derecho de bloquear un arreglo contractual que no use la violencia contra otros.

Por otra parte, en nombre de la novel “acción positiva” (affirmative action), se imponen cuotas compulsivas en centros académicos y lugares de trabajo “para equilibrar los distintos componentes de la sociedad” al efecto de obligar a que se incorporen ciertas proporciones, por ejemplo, de asiáticos, lesbianas, gordos y budistas. Esta imposición naturalmente afecta de forma negativa la excelencia académica y la calidad laboral ya que deben seleccionarse candidatos por razones distintas a la competencia profesional, lo cual deteriora la productividad conjunta que, a su vez, incide en el nivel de vida de toda la población, muy especialmente de los más necesitados cuyo deterioro en los salarios repercute de modo más contundente dada su precariedad.

Por todo esto es que resulta necesario insistir una vez más en que el precepto medular de una sociedad abierta de la igualdad de derechos es ante la ley y no mediante ella, puesto que esto último significa la liquidación del derecho, es decir, la manipulación del aparato estatal para forzar pseudoderechos que siempre significa la invasión de derechos de otros, quienes, consecuentemente, se ven obligados a financiar las pretensiones de aquellos que consideran les pertenece el fruto del trabajo ajeno.

Desde luego que esta atrabiliaria noción del “derecho” como manotazo al bolsillo del prójimo, entre otros prejuicios, se basa en una idea errada anterior, cual es que la riqueza es una especie de bulto estático que debe “redistribuirse” (en direcciones distintas a la distribución operada en el supermercado y afines) dado que sería consecuencia de un proceso de suma cero. No conciben a la riqueza como un fenómeno dinámico y cambiante en el que en cada transacción libre y voluntaria hay un proceso de suma positiva puesto que ambas partes ganan. Es por esto que actualmente podemos decir que hay más riqueza disponible que en la antigüedad, a pesar de haberse consumido recursos naturales en el lapso de tiempo trascurrido desde entonces. Es cierto el principio de Lavoisier, en cuanto a que “nada se pierde, todo se transforma” pero lo relevante es el crecimiento de valor no de cantidad de materia (un teléfono antiguo tenía más material que uno celular, pero este último presta servicios mucho mayores y a menores costos).

Vivimos la era de los pre-juicios, es decir el emitir juicios sobre algo antes de conocerlo (y conocer siempre se relaciona con la verdad de algo, ya que no se conoce que dos más dos son ocho). La fobia a la discriminación de cada uno en sus asuntos personales y el apoyo incondicional a la discriminación de derechos por parte del Leviatán es, en gran medida, el resultado de la envidia, esto es, el mirar con malevolencia el bienestar ajeno, no el deseo de emular al mejor, sino que apunta a la destrucción del que sobresale por sus capacidades.

Y esto, a su vez, descansa en la manía de combatir las desigualdades patrimoniales que surgen del plebiscito diario en el mercado en donde el consumidor apoya al eficiente y castiga al ineficaz para atender sus reclamos. Es paradójico, pero no se condenan las desigualdades patrimoniales que surgen del despojo vía los contubernios entre el poder político y los así llamados empresarios que prosperan debido al privilegio y a mercados cautivos otorgados por gobiernos a cambio de favores varios. En realidad, las desigualdades de la época feudal (ahora en gran medida replicadas debido al abandono del capitalismo) son desde todo punto de vista objetables, pero las que surgen de arreglos libres y voluntarios, no solo no son objetables sino absolutamente necesarias al efecto de asignar los siempre escasos factores productivos en las manos más eficientes para que los salarios e ingresos en términos reales puedan elevarse. No es relevante la diferencia entre los que más tienen y los que menos poseen, lo trascendente es que todos progresen, para lo cual es menester operar en una sociedad abierta donde la movilidad social constituye uno de sus ejes centrales.

Como las cosas no suceden al azar, para contar con una sociedad abierta cada uno debe contribuir diariamente a que se lo respete.

Podemos extrapolar el concepto del polígono de fuerzas de la física elemental al terreno de las ideas. Imaginemos una enorme piedra en un galpón atada con cuerdas y poleas y tirada en diversas direcciones por distintas personas ubicadas en diferentes lugares del recinto: el desplazamiento del bulto será según el resultado de las fuerzas concurrentes, ninguna fuerza se desperdicia. En las faenas para diseminar ideas ocurre lo propio, cada uno hace lo suyo y si no se aplica a su tarea la resultante operará en otra dirección. Los que no hacen nada solo ven la piedra moverse y habitualmente se limitan a despotricar en la sobremesa por el rumbo que toma.

Como hemos visto, lo de la discriminación tiene muchas ramificaciones y efectos. Por ello es que resulta imprescindible comprender sus alcances y significados para lo que hay que despejar el ambiente de prejuicios. Como ha escrito en 1775 Samuel Johnson “Ser prejuicioso es siempre ser débil”, es revelar complejos y fallas propias, en cuyo contexto, sentenció en 1828 William Hazlitt: “ningún hombre ilustrado puede ser contemplativo con los prejuicios de otros”, puesto que el no denunciarlos agrava el mal, incluso para los resentidos que alegando anti-discriminación, discriminan de la peor manera.

*Publicado en Diario de América, New York.
 
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Maldito 0,1%

El pensamiento único busca siempre enfrentar. Un conflicto clásico es entre ricos y pobres. Ahora lo han refinado: es entre el 0,1 % más rico y el resto, la mayoría que está excluida... bueno, por definición, porque no está en ese ominoso 0,1%.

Dirá usted: en fin, la demagogia es producto de la ignorancia, etc. Pero resulta que entre los enemigos acérrimos del 0,1% está un sabio como Paul Krugman, premio Nobel de Economía. Argumentó en El País que ese 0,1% no debe ser defendido con el argumento de que crea empleo. Estoy de acuerdo. Si los capitalistas son fuente de trabajo, también los trabajadores son fuente de capital. La tesis de Krugman es que en los superricos no hay relación entre ingresos y productividad. Es decir, no todos los millonarios son como Steve Jobs, cuya aportación al bienestar de la comunidad es incuestionable para casi todo el mundo (digo "casi" porque siempre habrá quien lleve su rechazo al capitalismo y el liberalismo hasta el extremo de negar el pan y la sal a todo empresario). Krugman alega que muchos son financieros y banqueros, y no tiene clara allí qué vinculación hay entre retribución y productividad marginal. Yo tampoco, pero lo curioso es que Krugman no advierte qué diferencia hay entre un banquero y un empresario corriente, que estriba precisamente en la intervención y los privilegios obtenidos porque no se deja funcionar al mercado. No dice ni una palabra de eso.

Cita a un ejecutivo del Banco de Inglaterra, que declaró: "si la creación de riesgo fuera una actividad con valor añadido, los que juegan a la ruleta rusa contribuirían desproporcionadamente al bienestar mundial". Esta majadería no merece un minuto de su reflexión, y podría, porque la diferencia entre un empresario y quien juega a la ruleta rusa es la diferencia entre un riesgo empresarial y uno inventado: identificarlos como iguales creadores de riqueza es un error. Por cierto, el mismo error de los que creen que el mercado es un casino, otra vez, una institución basada en riesgos inventados... y en cierto modo previsibles, como la ruleta rusa, y justo lo contrario del mercado, cuyos riesgos no son estocásticos, y por tanto teóricamente asegurables, sino incertidumbre, típicamente empresarial.

Dos apuntes finales. La libertad no puede ser defendida en función del porcentaje de sus reales o supuestos beneficiarios. Digamos, no por el hecho de que unas personas sean el 0,1% de la población se justifica violar sus derechos.

Y finalmente, supongamos que el Estado acaba con el 0,1% más rico de sus súbditos, les quita todo lo que tienen, los destierra, etc. Oiga ¿no seguiría habiendo siempre un 0,1% de la población más rico?

*Publicado en Libreta Digital, Buenos Aires.
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La palabra amordazada

Una vez más la Constitución ha sido burlada. Quienes deberían resguardarla antes que nadie le han vuelto la espalda sin pudor. El oficialismo prueba, con su conducta transgresora, que para sus voceros la ley está supeditada a lo que el poder absoluto exige. Esta brutal antinomia entre política y Constitución puede ser enmascarada, pero no por eso resulta menos letal para la República.

Guillermo Moreno, ese funcionario a salvo de toda mesura, expresa proverbialmente una concepción del poder que haría las delicias del rey Herodes y que, en su ausencia, satisface las aspiraciones principescas de otros mandatarios no menos sedientos de espejos que multipliquen su imagen. La omnipotencia vivida como derecho no conoce otro procedimiento para imponerse que el atropello, ni otro lenguaje para darse a conocer que el de la camorra y el chantaje. Lo más grave, sin embargo, no es que ese infante de marina de los años 50 sea como es y proceda como lo hace. Lo más grave es que el Gobierno encuentre en su figura el emblema de su gestión nacional y popular.

La decisión de poner en los puños del secretario de Comercio todo lo relativo al cumplimiento de la denominada ley de Papel Prensa -por no hablar de otros dominios de los que también se ha enseñoreado- es una elocuente definición de lo que el Gobierno entiende por responsabilidad y eficacia en el desempeño que le compete.

Con el logro de esta tan particular concepción de la libertad expresiva que promueve el Frente para la Victoria no sólo serán afectadas en el acceso al papel las empresas privadas del ramo y ello a favor de un monopolio estatal. Su lamentable incidencia se hará sentir primordialmente sobre la opinión pública. De seguir las cosas como van, muy pronto se la verá subordinada a las imposiciones informativas y analíticas de la realidad que el oficialismo entienda indispensables y excluyentes también en toda la prensa escrita.

La disconformidad con esta conducta sovietizante no implica pretender que el oficialismo prescinda de esa palabra de vocación totalizadora en la que se deleita. Implica recalcar, ante quien quiera oírlo, que ese Frente, procediendo como lo hace, no está dispuesto a admitir otra cosa que lo que él establece. No está dispuesto a admitir como válido el derecho de un amplísimo sector de la sociedad (integrado a su juicio por quienes se agolpan en el círculo dantesco e infernal de las almas reaccionarias, antipopulares y destituyentes) a elegir los medios a través de los cuales desea informarse.

De modo que el veredicto oficial es claro: habrá que asfixiar a la oposición porque la oposición, aun sin partidos que la representen cabalmente, encuentra en la prensa disidente la voz que sí la representa. Esa voz que no es otra que la de los presuntos enemigos del indiscutible sistema democrático en que vivimos. Planteado esto con más delicadeza: habrá papel para quien se avenga a escribir lo que debe. No lo habrá, en cambio, para quien pretenda seguir escribiendo lo que le parezca. "It's your choice", diría el rey Lear.

Para infundir más colorido a esta fiesta de la unanimidad, el Gobierno ha resuelto caratular de terroristas a quienes no acaten sus criterios de verdad o procedan de manera contraria a como él entiende que se debe actuar en el orden público. No hay nada que hacer: la nostalgia entre nosotros no muere y cada tanto el pasado hace sentir su potencia para reinscribirse en el presente. Mejor aún: para devorárselo entero sazonando el plato con algún ingrediente progresista.

¿Qué democracia es ésta en la que vivimos? ¿Qué democracia es ésta si la Constitución Nacional que legitima al Gobierno en el ejercicio de su mandato resulta luego pretextual e inocua para quienes tienen el deber de asegurar su vigencia? ¿Qué democracia es ésta que asienta su despliegue en el desprecio por la diversidad de criterios en el campo de las ideas, en la tergiversación de los índices inflacionarios, en la negación del federalismo, en la inseguridad jurídica, en la tolerancia a la corrupción, en los asesinatos impunes y en la convalidación de un sindicalismo perverso? ¿Qué democracia es ésta que no duda en homologar la indiscutible mayoría de votos que respalda y legitima al partido gobernante con la totalidad de votos emitidos y de los cuales un 46% puso en juego otras opciones que la oficialista en las elecciones de octubre pasado?

Ese pensamiento alternativo tiene derecho a contar, en su frondosa diversidad, con una prensa que lo exprese. ¿Lo tiene? Que nadie se equivoque. El Gobierno estima que no.

Creer como muchos lo hacen que el conflicto generado por el control estatal del papel es un problema que afecta únicamente a la prensa y a quienes de ella y para ella viven puede ser un error fatal para el porvenir de una democracia que no se quiera populista. ¿Cuándo despertarán de su apatía cívica los que sólo parecen reaccionar si cesa el tañido de las monedas en sus bolsillos? La disconformidad no prosperará políticamente si se limita a ser un mohín de disgusto ante lo que pasa o un fugaz estado de ánimo que altera por un segundo el apacible paisaje de las playas y los campos que frecuentamos. O el fruto de una operación contable que arroja un circunstancial saldo negativo. Si las protestas sólo se harán oír cuando las inspiren los pesares económicos de quienes no pasan hambre, bien jaqueado está el porvenir de los valores republicanos.

Varios han sido, en estos últimos meses, los intelectuales europeos que se han manifestado para señalar que la crisis por la que atraviesan las democracias más desarrolladas no es sino consecuencia de la vergonzosa pleitesía que las dirigencias políticas les rinden a los mercados financieros. Supeditada a las imposiciones de esos mercados, la política se vuelve prostibularia. Es mejor que nuestras dirigencias -esas que alzan las banderas de la oposición- no lo olviden. No se trata, obviamente, de dejar el dinero de lado; se trata de no dejarse de lado al reconocer la importancia del dinero. El Gobierno está persuadido de que un significativo sector de la clase media tiene precio. Y las últimas elecciones presidenciales le han probado que algo de razón lo asiste al pensar así. El campo y la industria tendrán que reconsiderar políticamente las consecuencias cívicas de eso que ambos llaman "realismo". Está bien tener los pies en la tierra. Pero la mirada, como propone la insignia latina, debe estar puesta en el horizonte. Sin largo y mediano plazo, no hay política de Estado que tenga porvenir.

Muy pronto se hará oír el estertor de la palabra amordazada. Su mueca de impotencia ha de ser, entonces, la nuestra. El proyecto de coerción sobre la libertad de opinión ya está aprobado. Hemos ingresado en la etapa de los hechos. Y los hechos serán inequívocos. Si no lo advertimos, si no reaccionamos en defensa de la Constitución buscando los caminos que permitan reconstruir una oposición eficaz y cada vez más significativa, el pensamiento uniforme se expandirá de un extremo a otro del país.

Una larga noche caerá entonces sobre la sensibilidad crítica. Y todos nosotros, si no reaccionamos con los recursos que esa Constitución nos brinda y la perseverante tarea que exige la construcción de un frente político suficientemente representativo, terminaremos siendo, por mucho tiempo, seres sólo parecidos a ciudadanos y rigiendo nuestras conductas por principios sólo parecidos a los de la dignidad.

*Por Santiago Kovadloff, publicado en La Nación, Buenos Aires.
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Sabrán dónde anduvimos...

 

Cada paso deja su huella. Pero el recorrido que los usuarios del SUBE hacen por la ciudad en colectivo, tren o subte queda registrado públicamente en Internet con detalle de fechas, horarios, tipo de transporte, línea e interno utilizado. Para acceder a esa información alcanza con disponer del número de la tarjeta. Un dato difícil pero no imposible de conseguir.

Cualquier usuario puede hacer el ejercicio de repasar sus viajes urbanos recurriendo:

1) Ingresar en www.sube.gob.ar/consulta-tu-saldo

2) ingresar el número de la tarjeta.

Y listo. Allí aparece el listado de transportes utilizados desde que se obtuvo el SUBE. Eso sí, todo correctamente auditado por la Dirección Nacional de Protección de Datos Personales.

Podrían darse muchos argumentos respecto de los riesgos que presenta el hecho de que cualquiera sepa a qué hora se abandona el hogar y en qué y con qué frecuencia se viaja. O simplemente recordar que la inseguridad sigue al tope de la lista de preocupaciones de la sociedad, incluso por encima de la inflación. Sin embargo, hay que asumir que ya con los datos que voluntariamente dejamos en la Web (nombre, ciudad, gustos, amigos...) es tan fácil construir una pequeña biografía como hacer un rápido análisis de inteligencia (tal vez a manos de una esposa o un esposo desconfiado).

En realidad, detrás del temor al robo de datos en el sistema SUBE -que ayer tuvo tanto furor en las redes sociales como en los puestos de distribución- se oculta el enojo de muchísimos pasajeros ante una medida compulsiva con una urgencia que los usuarios sienten ajena.

Igual, los que aún temen el robo de datos se pueden quedar tranquilos: ayer la página www.sube.gob.ar estuvo caída casi todo el día.

*Por José Crettaz, publicado en La Nación, Buenos Aires.
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