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Debacles económicas y crisis políticas

 

La economía y la política tienen relación entre sí, aunque esto se hace más notorio en momentos de crisis. Puede ocurrir que el origen del problema esté de uno o de otro lado. Por ejemplo que sea un debilitamiento político el que finalmente lleve a una situación de descontrol o debilidad económica, o bien que sea una grave circunstancia económica la que desemboque en una crisis política. A veces se hace difícil distinguir cual fue la causa y cual el efecto. Por ejemplo, hay un círculo clásico en los gobiernos populistas. Primero se busca agrandar la base de poder mediante concesiones demagógicas que implican un aumento sostenido del gasto público. Aparece así un déficit fiscal creciente que se financia con deuda cada vez más onerosa, o con emisión. Esto encuentra un límite cuando se llega a una deuda impagable o a una inflación descontrolada. En esas circunstancias al mismo gobierno de vocación populista se le hace difícil realizar un ajuste preventivo y planificado, por lo tanto se genera inevitablemente un ajuste incontrolado y doloroso. Una corrida cambiaria - bancaria suele acompañar ese episodio y esto habitualmente lleva a una crisis política. Este caso es bien conocido en la historia Argentina.

Después de los resultados del 14 de agosto que hacen muy probable la reelección de Cristina Kirchner, muchos ciudadanos se preguntan si el modelo económico, cuyo sostenimiento ha sido ratificado, puede agotarse. Si este fuera el caso, la pregunta es qué ocurriría y cuáles serían las consecuencias políticas. Los datos de agotamiento gradual del modelo son hoy más que abundantes. El déficit fiscal, bien medido, crece sostenidamente. Sin acceso al crédito, ese desequilibrio se financia con el Banco Central y con la Anses, aunque esta última agotó su resto. La expansión monetaria impulsa la inflación. Se utiliza el tipo de cambio como ancla antiinflacionaria. El superávit comercial decrece y ya se verifica un saldo negativo en el balance de pagos. Hay un faltante energético que se resuelve con costosas importaciones. Hay fuga de capitales y las reservas comenzaron a decrecer.

Sin duda hay correcciones posibles, pero no parecen estar en el libreto oficial, sea por razones ideológicas o por el temor a desmentir el sueño que se creó. Cualquier recorte de gastos o reducción de subsidios sería considerada como un ajuste, palabra que ha sido enfáticamente repudiada por el ideario kirchnerista y particularmente por quienes hoy rodean a la Presidente. Hay aún cajas posibles de atacar y arbitrios forzosos para captar recursos, pero no sin dolor y resistencias. La confianza de los empresarios e inversores está mellada, el crédito para inversión es escaso y el gobierno resiste el restablecimiento de las relaciones financieras con el mundo. Se pierde gradualmente la competitividad, pero una devaluación hoy aceleraría riesgosamente la inflación y rápidamente perdería su efecto. Los controles de importaciones o de cambios, o los desdoblamientos cambiarios, serían de efecto real limitado pero de impactos psicológicos negativos.

La historia argentina muestra un par de casos recientes de gobernantes que debieron ceder su posición en medio de situaciones desbordadas de la economía. Alfonsín debió acelerar el traspaso de su gobierno frente a una hiperinflación incontrolable. De la Rúa renunció en medio de una situación de caos social, frente a un cercano default y con una corrida cambiaria y bancaria. El corralito fue su última medida desesperada. Estos fenómenos se espiralizan rápidamente. Una vez desatados, la gente corre toda en el mismo sentido huyendo del riesgo, sea de los depósitos bancarios o del dinero local. Si no se detiene, se corta la cadena de pagos, desaparece el crédito y se paraliza el comercio y la producción. De ahí a los saqueos, la hiper recesión y al caos social hay solo un paso. Las experiencias citadas mostraron que el poder político se diluyó y que no siendo posible un cambio contundente y creíble de políticas, fueron los gobernantes los que tuvieron que reemplazarse. Los resortes constitucionales en cada caso determinaron la forma en que eso sucedió.

La sociedad argentina ha transitado por esos y otros acontecimientos de huida del dinero, por lo tanto no es una novedad que no puedan volver a repetirse ante condiciones similares. El gobierno debe saber advertir los síntomas para prevenir las situaciones y evitarlas. Hoy los síntomas están incipientemente presentes. Atarse a pruritos ideológicos o a un populismo destructivo sería el peor camino a seguir.

*Publicado por El Cronista, Buenos Aires
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¿Para qué ser libres?

 

Por lo pronto hay que decir que el hombre no puede dejar de ser libre en el sentido de que se ve impelido a tomar decisiones. Si, paradójicamente se ve forzado a ser libre. No puede renunciar a su naturaleza, no puede convertirse en un avión ni en una lapicera, es un ser humano y como tal debe decidir constantemente entre diversos cursos de acción. Incluso cuando decide quedarse quieto está eligiendo, prefiriendo y optando. También cuando delega sus decisiones en otro, está revelando su libertad. En resumen, el ser humano es libre a pesar suyo.

Ahora bien, esa libertad puede ser ancha como un campo abierto o puede convertirse en un sendero estrecho, angosto y oscuro en el que apenas se pasa de perfil. Lo uno o lo otro dependen de que los hombres entre si no restrinjan la libertad del prójimo por la fuerza. No dejamos de ser libres porque no podemos volar por nuestros propios medios, ni dejamos de gozar de la libertad porque no podemos dejar de sufrir las consecuencias al cometer actos estúpidos, ni somos menos libres debido a que no podemos desafiar las leyes de gravedad ni las ineludibles leyes biológicas. Solo tiene sentido la libertad en el contexto de las relaciones sociales y, como queda dicho, se disminuye cuando otros hombres se interponen recurriendo a la violencia.

No debe confundirse libertad con oportunidad. El que no es un atleta no tiene la oportunidad de ganar el premio de cien metros llanos y el que no dispone de los recursos suficientes no cuenta con la oportunidad de adquirir una mansión. Se trata de dos conceptos distintos. El náufrago en una isla desierta dispondrá en general de muchas menos oportunidades que el que habita en una ciudad, pero no por eso es menos libre. La naturaleza impone restricciones a las oportunidades así como también las imponen las conductas humanas y las condiciones sociales pero si no media la fuerza, hay libertad. Solo puede ser restringida si se recurre a la fuerza lesionando derechos. Lo contrario significaría un uso arbitrario y del todo inconducente respecto del sentido de la libertad.

Thomas Sowell aclara muy bien las confusiones y los usos inadecuados de conceptos cuando escribe en su Knowledge and Decisions : “¿Qué libertad tiene un hombre que se está muriendo de hambre? La respuesta es que el hambre constituye una condición trágica, tal vez más trágica aun que la pérdida de la libertad. Pero eso no impide que se trate de dos cosas bien distintas. No es relevante la importancia se le atribuya a lo desagradable que resulta el endeudamiento y la constipación pero un laxante no eliminará la deuda y un aumento de sueldo no permitirá la regularidad del vientre. Del mismo modo, en cuanto a bienes apetecidos, el oro puede considerarse jerárquicamente superior que la manteca, pero no puede untarse un sándwich con oro ni comérselo como nutriente. La jerarquía que se le atribuya a las cosas no puede confundir las que son distintas. El mero hecho de que algo puede ser más importante que la libertad no hace que ese algo se convierta en libertad”.

Cuanto menos margen de libertad se permita al hombre, ya sea por los manotazos del Leviatán o por la violencia de otros sustentados en la mera fuerza bruta, más se lo asemeja al animal no racional y más se lo despoja de sus atributos y condiciones propiamente humanas. Cuanto más ocurra esta desgracia más precaria y gaseosa se convierte la vida.

Pensemos en lo que podemos y no podemos hacer al efecto de medir nuestras libertades. Solo unas poquísimas preguntas de lo más cercano a la vida diaria despejará el tema. ¿Están abiertas todas las opciones cuando tomamos un taxi? ¿Ese servicio puede prestarse sin que el aparato estatal decida el otorgamiento de licencias especiales, el color del vehículo, la tarifa y los horarios de trabajo? ¿Cuándo elegimos el colegio de nuestros hijos, la educación está libre de las imposiciones de ministerios de educación? ¿Puede quien está en relación de dependencia liberarse de los descuentos compulsivos al fruto de su trabajo? ¿Puede elegirse la afiliación o desafiliación de un sindicato o no pertenecer a ninguno sin sufrir las decisiones de los dirigentes? ¿Puede exportarse e importarse libremente sin padecer aranceles, tarifas, cuotas y manipulaciones en el tipo de cambio? ¿Pueden elegirse los activos monetarios para realizar transacciones sin las imposiciones del curso forzoso? ¿Hay realmente libertad de contratar servicios en condiciones pactadas por las partes sin que el Gran Hermano se interponga, meta sus narices y constriña? ¿Hay libertad de prensa sin contar con agencias gubernamentales de noticias, pautas oficiales, diarios, radios y estaciones televisivas estatales y sin la propiedad del espectro electromagnético que impone la figura de las concesiones gubernamentales? ¿Hay mercados libres con pseudoempresarios que hacen negocios con los gobiernos de turno y las consecuentes prebendas y privilegios? ¿Puede cada uno elegir la forma en que preverá su vejez sin que el aparato estatal imponga retenciones al salario?

La decadencia de la libertad no aparece de un solo golpe. Se va infiltrando de contrabando en las áreas más pequeñas y se va irrigando de a pocos al efecto de producir estados de anestesia en los ánimos. Pocos son los que dan la voz de alarma cuando el cercenamiento de libertades no le toca directamente el bolsillo. Es como el cuento de aquel que vio como aniquilaban la libertad del verdulero, pero no decía nada porque no era verdulero, vio como interferían con la libertad del zapatero pero no dio la voz de alarma porque no era zapatero y así sucesivamente hasta que entraron a su casa para amordazarlo pero ya era tarde porque no lo dejaron hablar.

Es como dice el poeta “Me acusa el corazón de negligente/ por haberme dormido la conciencia/ y engañarme a mi mismo y a la gente/ por sentir la avalancha de inclemencia/ y no dar voz de alarma claramente”.

Tocqueville en La democracia en América nos dice que “Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra”.

No hay nadie que no declame a favor de la libertad, el asunto es que se quiere decir con esa expresión. Ya Marie-Jeanne Roland, cuando era conducida a la guillotina en plena contrarrevolución francesa, exclamó ¡Libertad, cuantos crímenes se comenten en tu nombre! Por su parte, Anthony de Jasay escribe que “Amamos la retórica y la palabrería de la libertad a la que damos rienda suelta más allá de la sobriedad y el buen gusto, pero está abierto a serias dudas si realmente aceptamos el contenido sustantivo de la libertad”.

El liberalismo significa el respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros. Nada más y nada menos, la sociedad abierta significa que cada uno puede hacer lo que le venga en gana con lo propio sin rendir cuentas a nadie, siempre que no vulnere igual facultad de otros. Los megalómanos que quieren fabricar el “hombre nuevo” y demás dislates y sandeces siempre conducen al cadalso. El antropomorfismo del Estado (siempre con mayúscula, sin que se use el mismo criterio para el mucho más respetable individuo), hace que se personifique ese aparato y se le atribuyan todas las virtudes imaginables y todas las responsabilidades para que la gente sea buena. Tamaño despropósito niega la idea del agente moral y destruye la noción más elemental de justicia que, según la clásica definición de Ulpiano, consiste en “dar a cada uno lo suyo”.

La maximización de la libertad es indispensable por el oxígeno que brinda para poder vivir humanamente, no por otra cosa que siempre le estará subordinada. Nada se gana con tener todo lo demás si se es un esclavo. Además, las naciones libres cuentan con condiciones de vida infinitamente superiores a las que se encuentran sumidas por los dictados de autócratas confesos o disimulados, pero esto es un adicional, que si bien muy importante no reemplaza la dicha de ser libre, no reemplaza la posibilidad feliz de mantener y celebrar la situación propiamente humana.

¿Cuántas personas hay que no hacen absolutamente nada por la libertad? ¿Cuántos hay que creen que son otros los encargados de asegurarles el respeto a sus libertades? ¿Cuantos son los indiferentes frente al avasallamiento de la libertad de terceros? ¿Cuántos los que incluso aplauden el entrometimiento insolente del Leviatán siempre y cuando no les afecte su patrimonio e intereses de modo directo? Afortunadamente todavía hay quienes se quejan amargamente de esta situación y proponen soluciones, pero muchas veces es como si estuvieran gritando desde un pozo profundo, oscuro y con muy mala acústica. Forman parte del remnant de que nos habla Isaías.

Es en verdad triste observar documentales en los que se divisan siluetas cadavéricas desplazarse como zombies en caravanas interminables con algún bultito al hombro, dirigidos por los bestias totalitarios de cualquier rincón del orbe. Para las víctimas ya fue tarde, van al despeñadero, dejaron de ser humanos, no solo se los trata como animales sino que tienen arada el alma y achurada en tajos y rebanadas de una pavorosa profundidad que se abren a un vacío ilimitado de dolor y llanto interior.

En otros casos, se ven sujetos bien vestidos, con portafolios y celulares desplazándose en automóviles de lujo que albergan en residencias descomunales pero sus vidas y su suerte están prendidas y atadas a los dictados de funcionarios gubernamentales sedientos de poder que manejan a estas pseudopersonas como marionetas, mientras estos títeres que no solo se han dejado violar y dejado que se masacre espiritualmente a otros, sino que les brindan apoyo irrestricto a sus carceleros con tal de tener gratificaciones corporales aunque hayan rematado su espíritu y hayan dejado de ser personas.

Entonces ¿por qué ser libres?, por la sencilla razón que de ese modo nos elevamos a la categoría de seres humanos y no nos rebajamos y degradamos en la escala zoológica, por motivos de dignidad y autoestima, para honrar al libre albedrío del que estamos dotados, para poder mirarnos al espejo sin que se vea reflejado un esperpento y, sobre todo, para poder actualizar nuestras únicas e irrepetibles pontencialidades en busca del bien. Con esto se juega nuestro destino, ¿puede concebirse algo de mayor importancia?

*Publicado en Diario de América, Nueva York.
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¿Cómo votamos los argentinos?

En 2008, durante un reportaje, un periodista me contó que le había tocado cubrir los piquetes de ruta en Gualeguaychú, contra la resolución 125 y que un ruralista le había dicho: "En vez de cortar la ruta, nos deberíamos cortar las p...; porque nosotros los votamos", haciendo referencia al apoyo mayoritario recibido por el gobierno en el sector en 2007.

Lo recordé al ver los resultados en estas últimas elecciones primarias y me llevó a pensar en cómo votamos los argentinos. Uno de los sectores más castigados por las políticas del Gobierno, sin duda, ha sido el agropecuario. En 2006, ante el alza local del valor de la carne, se restringieron las exportaciones y controlaron los precios del ganado para faena. Por un tiempo, los argentinos pudimos comer asado más barato.

Pero los productores no estuvieron conformes con que les metieran la mano en el bolsillo de esa forma y empezaron a buscar otras alternativas para sus campos, liquidando su hacienda. Por lo tanto, se incrementó la faena de hembras, que son las que producen los terneros que a los tres o cuatro años deberían transformarse en carne en las góndolas.

Cada vez que este producto amenazaba con aumentar, las medidas intervencionistas se profundizaban aún más. Pasados cuatro años, cuando debían llegar a Liniers los novillos, que nadie tuvo incentivos de producir, los precios se han disparado, la cantidad de animales para faena se ha derrumbado, los argentinos tuvimos que bajar alrededor del 30% nuestro consumo de carne y los niveles de exportación han caído a la mitad.

En el caso del trigo y el maíz, los empresarios agrícolas no solamente tienen que lidiar con absurdas retenciones, sino que les limitan las posibilidades de vender al exterior. Por lo tanto, no es raro que los precios locales no sean equivalentes a los internacionales menos los impuestos a la exportación (FAS), como pretenden el Gobierno y los productores. Al no dejar que se venda libremente el trigo al exterior, se genera un excedente de oferta en el mercado doméstico. Para que el mismo se absorba, el precio debe bajar disminuyendo el costo de producción de la harina y sus derivados incentivando la demanda de los molineros que la trasladarán a los productores. Para el Gobierno, esto tiene el demagógico beneficio de reducir el valor del pan y otros productos que pagan los consumidores argentinos que, a la hora de votar, no piensan en quién producirá estos bienes a futuro, sino en lo barato que son hoy.

Desde 2002, los productores de soja, maíz y trigo, los principales productos agrícolas del país, han perdido más de US$40.000 millones por las retenciones, que este gobierno no piensa eliminar. Es más, se propone crear una Junta Nacional de Granos que solamente servirá para seguirle metiendo la mano en el bolsillo al sector. Si alguno piensa que esto perjudicará solamente a los productores, está equivocado. Quién le venda o preste servicios al campo tendrá menos ingresos. Quienes son empleados por estos últimos o por los productores rurales tendrán menos oportunidades de trabajo y salarios más bajos.

En una palabra, todos los pueblos del interior cuya labor principal tiene que ver con el sector agropecuario tendrán menos capacidad de desarrollo. Por lo tanto, la continua migración de población a las grandes ciudades continuará y, por ende, el crecimiento de los asentamientos marginales. Supongamos que dividimos un pueblo por la mitad y, en una de ellas, a la gente le sacamos parte del fruto de su trabajo y se lo repartimos a los que viven en la otra mitad. ¿En cuál preferiría residir? Eso es lo que sucede hoy con el distribucionismo populista vigente; que justifica los crecientes problemas de ocupaciones ilegales y que, dada la actual política, deberían tender a agravarse. Por eso reformulo mi pregunta original, ¿alguien entiende cómo votamos los argentinos?.

*Publicado por La Nación, Buenos Aires.
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Paul Krugman: nueva víctima de la crisis filosófica

 

La economía es una rama de la ciencia que admiro particularmente. El estudio de la acción humana orientada a la satisfacción de necesidades, que da lugar a la interconexión libre y pacífica entre las personas, no puede ser tomado como algo menor, o meramente técnico. Sin embargo, algunos economistas se empeñan en quitarle todo contenido humano.

Es así como el premio nobel Paul Krugman, abogado del déficit y de la expansión fiscal (sólo para momentos de “crisis”), propuso –a modo de exageración- que si la sociedad norteamericana tuviera que armarse en defensa de una supuesta invasión alienígena, el gasto que esto generaría reactivaría la economía de manera tal que una vez que se dieran cuenta que tal invasión era un invento, ya habrían salido de la crisis.

Más allá de que este razonamiento roza el disparate económico, me gustaría analizar el tema desde un punto de vista moral, desde qué concepto del hombre tiene detrás esta teoría.

El razonamiento sería el siguiente: El país está próximo a una recesión, o sea, pocas ventas, poca rentabilidad, empresas en riesgo, quiebras, despidos y el círculo se pone peor. Entonces, ¿qué hacemos? El que tiene plata –El Estado, que no tiene pero puede fabricarla- la inyecta en el mercado y eso hace que vuelva el consumo, vuelvan las ventas, vuelva la rentabilidad, y todos contentos. ¿Inflación, endeudamiento, impuestos más altos? Después vemos.

Lo importante es que los americanos vuelvan a consumir. ¡Malditos americanos que dejaron de comprar todos al mismo tiempo! ¿Cómo se les ocurre? Pensar en las causas parece ser demasiado esfuerzo.

Pero el gran problema que hay con este razonamiento que ataca el síntoma es dónde sitúa al ser humano. Es decir, se considera que si desde el Estado manejamos ciertas variables, entonces el mundo vuelve a la “normalidad”.

Ahora bien, ¿Qué somos, relojes? ¿Somos tornillos de un carburador que si está andando mal nos tienen que ajustar? ¿Cuál es la normalidad? ¿Es aquel mundo dinámico que hacen los hombres en uso de su libertad, o es aquello que Paul Krugman quiere que la normalidad sea?

¿Por otro lado, cuál es la función de los bienes en el mundo, satisfacer las necesidades humanas, o es el ser humano el que tiene que satisfacer la necesidad de los bienes de ser comprados?

Si bien la propuesta del premio nobel tiene un lado económico oscuro en cuanto a las consecuencias que generaría, hay algo más profundo detrás que necesita ser combatido. Somos seres humanos y animados, no objetos o fichas de un tablero de ajedrez.

No permitamos que la economía, la estabilidad financiera o los ratings de S&P sirvan de excusa para que nos den el trato que le dan a las piezas de un motor y no dejemos que nos usen como herramienta para consumir, cuando el consumo es nuestra herramienta para sobrevivir y no a la inversa.

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Fin de las pócimas mágicas: no hay margen para irresponsabilidad

 

En términos de manejo de las cuentas públicas se suele «etiquetar» a los gobiernos estadounidenses según sean de origen republicano o demócrata. Se dice que los primeros suelen ser más austeros en el gasto, prefieren menores impuestos y bajos niveles de deuda pública. A los segundos se los caracteriza por su tendencia a aumentar el gasto público, supuestamente destinado a lo social, a costa de mayores impuestos y acumulación de pasivos.

Estos preconceptos son sumamente dañinos, ya que impiden identificar el origen de los problemas cuando éstos estallan. Luego de 12 años de gobierno republicano que terminaron desequilibrando las cuentas públicas e incrementando el déficit fiscal, asumió como presidente Bill Clinton, un demócrata. Contra lo que dicha «etiqueta» indicaba, generó elevados ahorros fiscales durante su gestión que le permitieron contener los niveles de endeudamiento.

 

Descontrol

Después, llegó un republicano, George W. Bush, que se caracterizó por un creciente descontrol del gasto público de los Estados Unidos y llevó el resultado fiscal a un creciente déficit. Para colmo de males, dejó al país en medio de una crisis y con desequilibrios fiscales récords que su sucesor, ahora un demócrata, el presidente Barack Obama, se ocupó de sostener en niveles preocupantes.

Conclusión, Estados Unidos lleva 10 años de un desastroso manejo de las cuentas públicas y, aún más, de mala gestión monetaria. Entre 2002-2008, la Reserva Federal y el Gobierno de los Estados Unidos, imitados en mayor o menor medida por el resto de los países desarrollados, gestaron una fiesta monetaria y fiscal. Finalmente, la «burbuja» estalló y llegó la hora de pagar la cuenta. Pudieron haber permitido un duro ajuste con una veloz recuperación posterior, las famosas crisis con salida en forma de «V»; pero hubiera significado un durísimo costo social y político. Por lo tanto, se optó por postergar el pago y moderar la caída, utilizando el financiamiento todavía disponible de los Estados y de los bancos centrales de los países desarrollados, generando excesos de gasto y de emisión.

Ahora bien, para poder financiarnos necesitamos que alguien nos de crédito, que tendrá un límite, y luego deberemos conservar su confianza para que nos lo mantenga. Con la asunción del presidente Obama y con el acuerdo del G-20, en marzo de 2009, los inversores les dieron su confianza a los gobiernos y los bancos centrales de los países desarrollados.

 

Lupa

Lamentablemente, cuando la economía empezó a recuperarse y debieron mostrar voluntad de ir enfrentando la «deuda fiscal y monetaria» primaron las voces que decían que la fiesta podía continuar e, incluso, convenía volverla más apoteótica.

Con la estafa de los datos fiscales de Grecia, los inversores pusieron bajo la lupa el descontrol del gasto en la Unión Europea. Ahora, con la puja por el aumento del límite de la deuda del Tesoro y la rebaja de su calificación se dieron cuenta de que el desequilibrio de las cuentas públicas de EE.UU. era insostenible en el tiempo. En algún momento, la paciencia de los acreedores y tenedores de moneda dura se tenía que acabar. Puede ser que estemos ante esta última situación y enfrentando una nueva debacle mundial, ya que, en ese caso, habrá que pagar la cuenta al contado. También podría suceder que los gobiernos y bancos centrales logren una nueva refinanciación. Lo malo sería que la aprovechen para volver a «patear» el ajuste para adelante y gesten una nueva «burbuja» que estalle en uno o dos años. No lo sabemos, pero no dejemos que nos engañen los vendedores de «pócimas mágicas»: los problemas no se van a resolver con más irresponsabilidad monetaria y fiscal.

*Publicado por Ámbito Financiero, Buenos Aires.
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